La fascinación del Nanga Parbat

Crónica de un rescate improbable.

Jorge Jiménez Ríos

La fascinación del Nanga Parbat
La fascinación del Nanga Parbat

La curiosidad puede ser feroz. Un impulso que gravita alrededor de nuestras vidas y las modela a su capricho. Hay a quien esa fuerza les lleva a las grandes montañas, llenos de arrojo y júbilo, en busca de una experiencia extraordinaria que provoque la revelación de un algo de nuestro yo. De esclarecer una emoción secreta y vieja, apostándose la piel sin la menor razón que poder invocar sensatamente. Aceptando tal y como se presenten la buena o la vil fortuna. El alpinismo es una actividad que contiene verdad: quienes han escalado entre moles sombrías saben que una cumbre o una muralla de hielo ofrecen una medida exacta del ardor del ser humano.

Tras hollar los 8.215 metros que coronan los bastiones verdugos del Nanga Parbat, Tomasz Mackiewicz comenzó a morirse. Tenía 43 años, una mirada alegre y una sonrisa grave que daba esa impresión de saber a ciencia cierta para que ha llegado uno a este mundo. En su caso, para amar a su mujer y a sus tres hijos. Y para escalar el Nanga Parbat. Con sus brazos macizos y su tez honrada, se lanzaba cada invierno, como ese barco que abandona un puerto seguro, tras una quimera violenta y gélida. Ya saben que un  buen marinero no se forma en aguas calmadas. Y, a pesar de lo que se opinaba en algunos círculos alpinos, Tomek era un gran alpinista, capaz de firmar la segunda ascensión histórica del Nanga en invierno, escalando en estilo alpino y abriendo parte de la ruta. Se precisa de mucha pericia, de una dosis irrenunciable de tesón.  Y de una pizca de esa enajenación que nos lleva a acometer los designios más inverosímiles del destino.

Era el séptimo intento del polaco a la montaña, que había encontrado en la escalada su centro de rehabilitación, tras un pasado enzarzado con las drogas y el alcohol, con la soledad de las noches en las calles, con una tempestad interior que sólo iba a amainar a la luz de las laderas limpias de ese mausoleo impecable de los Himalayas.

Tomek tenía una hermana en la montaña. Una de esas que no condicionan la sangre, sino las elecciones de la vida. Una mujer con quien pasar los días oscuros y celebrar las jornadas cálidas de un campo de altura. Alguien a quien confiar la custodia de tus fantasmas. La francesa Elisabeth Revol, de 37 años, es conocida por sus audaces actividades en los ochomiles. En 2008 era capaz de ascender el Broad Peak y los Gashebrum I y II en sólo dieciséis jornadas, en solitario y sin usar oxígeno artificial. Las dos últimas las escalaba en un osado asalto de 52 horas, encadenando las cimas sin regresar al campo base. Su cima en el Nanga Parbat la convertía en la primera mujer en lograrlo y en la segunda de la historia en tener éxito en una ascensión invernal a un ochomil.

Y luego, tras hollar la cumbre, todo se torcía.

Tomasz Mackiewicz / Foto: Col.Tomasz Mackiewicz

Cuatro hombres buenos

El alpinismo invernal en los titanes asiáticos es un invento polaco. En una época en que las penurias de la Guerra Fría desangraban su país, los escaladores marcharon hacia la libertad de las montañas de los Tatras o el Himalaya. Encontraron, en aquellos desafíos inéditos, fríos como la dermis muerta, su razón de futuro. Este año se pretendía cerrar un círculo iniciado en 1980, con la primera ascensión invernal del Everest, firmada por Leszek Cichy y Krzysztof Wielicki. Este último, leyenda viviente del himalayismo de vanguardia, era precisamente el líder de la expedición al K2 de esta temporada: último reducto a conquistar en esta estación hostil, ajena a nuestros egos y ambiciones. Relean lo que dejó escrito el alemán Bertold Brecht: "Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años y son muy buenos. Pero hay los que luchan toda la vida; esos son los imprescindibles”. A esta categoría definitiva pertenecen los alpinistas polacos. Bravos guerreros de las montañas, recios y resueltos, capaces de seguir en pie cuando una roca les parte la cara por encima de los 6.000 metros. Unos puntos y andando. “Los polacos siempre hemos sido muy sensibles hacia la naturaleza de las montañas, así que es comprensible esta pasión por explorar grandes desafíos.  Si amas sin restricciones es lógico querer estar lo más cerca posible. Nosotros amamos a las montañas”. Palabra de Voytek Kurtyka, otro mito del alpinismo del Este, con el que coincidíamos este septiembre en el Andrzej Zawada Mountain Festival que se celebra en Ladek, Polonia.

El amor abarca pasión, respeto y solidaridad, tres factores que se iban a acentuar el pasado 27 de enero. Dos jornadas antes, Tomek Mackiewicz y Eli Revol partían desde los 7.300 metros en pos de la cumbre del Nanga Parbat. Una meteorología amenazante espoleaba sus intenciones. Durante el ataque a cima, Tomek se quitaba las gafas de ventisca que le dificultaban la visión. Una jugada nefasta. En esa huida hacia abajo que fue el descenso, Tomek se veía afectado por la ceguera de las nieves. Su compañera, de apenas cuarenta kilos, se convertía en su bastón y en su única esperanza de regresar a casa con su familia. Ambos harían noche, en una cueva de hielo, bajo la tormenta, por encima de los 7.000 metros. Elisabeth lograba entonces comunicarse con teléfono satelital, solicitando ayuda y advirtiendo de los incuestionables síntomas de edema que presentaba el polaco. “Me dijeron que tratase de perder altura sin mi compañero, que un helicóptero iría en busca de Tomek más tarde”.

“Cuando nos enteramos de que Revol y Tomek tenían problemas bajando, decidimos de inmediato organizar el rescate ya que sabíamos que en el área no había ningún equipo de alpinistas. Pronto usamos nuestros contactos para lanzar un helicóptero y ponernos en marcha. Nadie dudó y todos nuestros alpinistas querían participar en el rescate, pero obviamente no podíamos enviarlos a todos”, nos explicaba Wielicki desde el campo base del K2, situado a un par de cientos de kilómetros del Nanga Parbat, solitaria y desnuda en su fortaleza de los Gilgit.

Elisabeth Revol / Foto: Col. Elisabeht Revol

Estaba a punto de ponerse en marcha una de las operaciones de rescate más comprometidas que se recuerden en el Himalaya. Pero antes habrían de resolverse varios flecos, como los económicos. Mientas las embajadas de Francia y Polonia se esforzaban para llevar dos helicópteros de Askari Aviation a la montaña, personas anónimas mostraban su apoyo a través de las redes sociales, comandados por Masha Gordon, una alpinista con base en Londres, que lanzaba un crowfunding para recaudar la cantidad solicitada para enviar los aparatos hacia los cielos cambiantes del Karakorum. La iniciativa alcanzaba en pocos días los 150.000 dólares, que iban a servir para reembolsar a los consulados la suma avanzada para iniciar las labores de rescate. Lo sobrante, será destinado a Max, Zoye y Antonina, los tres hijos de Tomek.

Los helicópteros tardaron dos días en partir. Demasiado tiempo. Habrán podido leer críticas orientadas a la intención de negocio de la compañía aerea paquistaní, retrasando los vuelos. “Siento muchísima rabia, podríamos haber salvado a Tomek si hubiéramos recibido la ayuda a tiempo”, expresaba más tarde Revol desde el hospital en Katmandú, acusando a las autoridades de Paquistán de cierto inmovilismo. La realidad es que el país todavía se encuentra en vías de desarrollo económico y el turismo no es su principal baza de cara al progreso, por lo que no cuentan con una infraestructura sólida ni con los recursos para este tipo de operaciones de rescate. Askari Aviation es una institución privada perteneciente al Army Welfare Trust fundada en 1995 y no está dirigida por ninguna sección del gobierno. Ofrece servicios comerciales; no cuentan con aparatos de alta tecnología capaces de volar a esas alturas en el Himalaya con la furibunda meteorología del invierno. También es cierto que Elisabeth y Tomek habían lanzado una expedición muy económica, sin apenas recursos o margen de error, como solía hacer el polaco cada temporada. Si las cosas marchaban mal, sabían que se enfrentaban a un callejón sin salida.

Finalmente, el 27 de enero, sobre las 13:30 hora de Paquistán, dos helicópteros modelo EC350 despegaban del campo base del K2 llevando a bordo a cuatro de esos hombres imprescindibles: Jaroslaw Botor, médico de la expedición polaca, Denis Urubko, Adam Bielecki y Piotr Tomala. Llevaban con ellos ocho botellas de oxígeno y alimento y gas para seis personas. Primero se trasladaban a Skardú, a la base militar de Payu, donde repostaban y convencían a los pilotos para tratar de posarse en el Campo 3, alrededor de los 6.500 metros, en el Nanga Parbat. Con el consentimiento de los pilotos para ese temerario plan, se instalaba un sistema de cuerdas en uno de los helicópteros, por el que podrían descender y ascender los alpinistas. A las 17:00 se alcanzan las murallas graníticas del Nanga, pero la meteo hace imposible aterrizar más arriba de los 4.900 metros, donde se encuentra el primer campo de altura.

Tras diferentes maniobras, los cuatro rescatadores están preparados para una tarea de ficción. Tomek y Revol han pasado dos noches, a pelo, en las alturas inclementes de la montaña, con temperaturas que llegan a frisar los -50º bajo cero, vientos afilados y oxígeno embustero. Los dos alpinistas más aclimatados de la expedición del K2, Urubko y Bielecki se arrojan a escalar más de un kilómetro vertical por la vertiente Diamir, superando el laborioso muro Kinshofer, con la esperanza de encontrar a Revol, que ha continuado descendiendo en solitario, con congelaciones, arrastrándose ladera abajo, pero sin baterías para informar de su posición. La esperanza estaba viva.

“Si no hubiese tenido esperanzas de rescatarles no habría ido”, reconoce Adam Bielecki, al que localizamos en la tienda de comunicaciones del campo base del K2 tras regresar del rescate. “Tienes que creer en lo que haces. En realidad teníamos la esperanza de poder ayudar a los dos, habíamos preparado los diferentes escenarios y en todos teníamos que darnos mucha prisa”. Adam no sólo es uno de los alpinistas más capacitados y notables del mundo, es el relevo generacional de ese alpinismo polaco que asombró al mundo en los 80. La continuidad de una revolución que estallaba en los gigantes de roca y hielo del Himalaya. Es un joven tranquilo, de ojos honestos y más duro que una canción de Slayer. Su compañero en esta embestida salvaje, Denis Urubko, aparecería en cualquier lista sobre los mejores montañeros de todos los tiempos, con una trayectoria ejemplar y reincidente en esto de los rescates impensables. En la primavera de 2001, mientras iba camino del Collado Sur en un intento de travesía del Everest y el Lhotse, junto a Simone Moro, recibían un aviso de ayuda para socorrer a la polaca Anna Czerwińska, varada por encima de los 8.200 metros con congelaciones. Denis no sólo lograba descenderla hasta el Campo 4, además le sobraban arrestos para culminar la ascensión del Lhotse, montaña que coronaría de nuevo al año siguiente abriendo una nueva ruta. El kazajo es un gigante bueno, una fuerza imparable de la naturaleza, de pupilas claras y fogosas, forjado en la escuela de escaladores del ejército. Ha participado en cerca de una decena de rescates en el Himalaya, lo que le ha reportado más admiración que esas veintiún cumbres en ochomiles que aparecen en su currículum. “Definitivamente es el mejor compañero que podía imaginar para una operación como esta”, admite Bielecki. “Es el escalador más fuerte del Himalaya, es rapidísimo en la montaña y cuenta con una increíble experiencia. Sin duda, todos tuvimos suerte de contar con él”.

Denis Urubko y Adam Bielecki durante el rescate por la vertiente Diamir / Foto: Denis Urubko

Una voz en la oscuridad

Media cuerda, 50 mm de cordino, dos botellas de oxígeno, equipo de vivac y dos kits de primeros auxilios ocupan las mochilas de Urubko y Bielecki que comienzan a bregar con el muro Kinshofer, una escalada técnica sobre hielo vivo, a las 17:30. Mientras, Tomala y Botor establecen el campo 1 y se preparan para atender a los alpinistas en el descenso, manteniendo la comunicación con el equipo de coordinación en el K2, encabezado por Janusz Majer y el doctor Robert Szymcazk, que serían imprescindibles para el tratamiento de las congelaciones de Revol en las siguientes jornadas, llevando a cabo un refinado trabajo remoto. La noche cae sobre el Nanga Parbat. La ascensión continúa, apremiada por una inmediata tormenta.

A 1.100 metros de distancia de donde les depositaba el helicóptero, a las 2:00 a.m. del día 28, Denis Urubko y Adam Bielecki gritan en la oscuridad. Saben que Revol, desorientada, debe andar cerca. Están por encima de los 6.100 metros, el límite hasta el que la francesa puede descender, ya que no tiene ni un simple mosquetón y mucho menos el equipo o la energía necesaria para acometer el descenso del muro Kinshofer. El viento se traga las voces de la cordada de rescate. Los frontales centellean sin descanso, tratando de adivinar alguna silueta postrada en la nieve. Y entonces Elisabeth Revol responde. Esos dos tipos, que se han sumergido en las sombras de unas laderas despiadadas, ahora resplandecen, delante de ella, como dos ángeles de la guarda que se hubiesen pasado media vida curtiendo sus gestos en una fundición. Montan un vivac, calientan líquido y Revol recibe los primeros tratamientos para las congelaciones que sufre en las manos y el pie izquierdo. Tras eso está preparada para responder las preguntas de Bielecki. “Lo primero que quise saber es donde se encontraba Tomek y si era capaz de moverse por sí mismo”. Elisabeth había dejado a Tomek protegido con un saco de dormir en la misma grieta en que pasaron la noche tras la cumbre, a una altitud de 7.280 metros. Sus condiciones eran terribles. Sus manos, su cara y sus piernas estaban congeladas. Su mente empezaba a divagar, desorientado en el tiempo y el espacio. Con ceguera e imposibilidad de moverse por sí mismo. Y no había vuelto a tener contacto con él desde que comenzará su descenso. “Eso fue un importante punto de inflexión, perdimos toda la esperanza de poder bajarlo. No podíamos dejar a Revol sola, el tiempo estaba empeorando y aunque hubiésemos sido capaces de llegar hasta Tomek, situado todavía a 1.000 metros por encima de nosotros, hubiera sido imposible bajarle si no era capaz de moverse por sí mismo. Fue en ese momento cuando tomamos la decisión. Un momento durísimo”, repasa Bielecki. “Llegó un punto en que tuvimos que escoger la seguridad de los rescatadores antes de lanzarles a una acción prácticamente imposible. Era demasiado tarde. Tomek era nuestro amigo, pero no podíamos hacer nada más”, confirma Wielicki.

Elisabeth Revol siendo atendida por sus rescatedores / Foto: Denis Urubko

Tras pasar 4 horas en un vivac calamitoso, con un viento infatigable soplando sobre ellos y temperaturas de -35º, Urubko y Bielecki comienzan a descender a Revol por la ruta Kinshofer, llegando a la base de la pared, a aproximadamente 5.000 metros, desde donde la francesa es capaz de bajar al campo 1 por sí misma, en un esfuerzo homérico, a tumba abierta. “Elisabeth es una tía muy dura, pero nos sorprendió su enorme capacidad. Para empezar esperábamos encontrarla cerca de los 6.700 metros, y sin embargo aguardaba 600 metros más abajo”. La alpinista gala estaba demostrando su reputación como una de las más significativas figuras del himalayismo en la última década. Piotr Tomala y Jarek Botor tomaban entonces el relevo en los cuidados de Revol, solicitando otro helicóptero que finalmente evacuaría a los alpinistas de esta montaña, tan dada a mostrar la frágil diferencia entre el valor y el delirio. Concluían así 28 horas de acción ininterrumpida en la “Montaña Asesina”, bautizada de ese modo por la expedición que la escalaba por primera vez, en 1953, con Hermann Buhl a la cabeza. Para entonces más de treinta personas habían perdido la vida en sus faldas vertiginosas.

“Todos los medios los han definido como héroes, pero no hemos hecho nada heroico, sencillamente hemos hecho lo que era necesario, lo que había que hacer. Cuando de verdad te sientes alpinista lo único en lo que piensas en una situación así es en ayudar, en salvar a tus compañeros”. Aunque nos cueste decirlo, no estamos de acuerdo con estas palabras de Wielicki. Esos cuatro alpinistas que se enfrentaron a la tormenta, a la montaña, al invierno y a la incertidumbre, arriesgando sus vidas para (quizá) salvar la de otros, sí nos dan el perfil de un héroe.  “La generosidad colectiva que se ha manifestado en el rescate es un consuelo para el corazón. Sé cuánto debo a los cuatro alpinistas polacos que han comprendido lo que estaba en juego. Una solidaridad, que con demasiada frecuencia se cree que está en el pasado y abandonada en la práctica actual de esta disciplina”, expresa Revol.

No hay tipos como Tomek

Elisabeth cargará siempre con los acontecimientos de este último invierno en el Nanga Parbat. Por esa aparición casi onírica, en plena noche, de sus rescatadores. Por la pérdida de un compañero. De un amigo único y especial. Tomek sentía una fascinación mística por esta cima y su impulso innegociable arrastraba cada temporada a algún atrevido alpinista. “Puede ser difícil de entender para los no iniciados, pero a Tomasz siempre le entusiasmó cada nuevo intento a esta cumbre en invierno”, conmemora Revol. “Me gustaría que estuviera aquí para contarles este viaje, pero las cosas han pasado de otra manera. Sólo tengo pensamientos para su esposa Anna, y preguntas para sus tres hijos: tal vez, me juzgarán por la cumbre, en relación con la pérdida de su papá... no sabría qué responder si me preguntaran sobre ello, la pasión de su padre por esta montaña era grande y noble”.

“En la comunidad se le veía como un outsider, casi como un amateur, como si no debiera estar donde estaba”, reconoce Bielecki, que había escalado con Tomek en varias ocasiones. “Pero la montaña es un lugar de libertad, donde uno marca sus propias reglas. Cada uno va a la montaña por lo que le demanda su espíritu. Respeto mucho la figura de Tomek. Sentía una fascinación verdadera por esa montaña, podría llamársele obsesión, pero estaba en su pleno derecho de intentarlo. Era una persona abierta. Mucha gente pretende parecer diferente, Tomek no era así, realmente era diferente, con cosas buenas y malas como todos, pero absolutamente auténtico. Siempre hay que recordar que finalmente hizo cima en el Nanga en invierno. Eso es algo inaccesible si no eres un grandísimo montañero”.

Denis Urubko y Adam Bielecki a su regreso del rescate. / Foto: Denis Urubko

“Era un tío durísimo, muy fuerte”, confirma Krzysztof Wielicki. “Estaba totalmente centrado en su objetivo de lograr el Nanga Parbat en invierno. Mucha gente, fuera del entorno del alpinismo, podrá pensar que era una estupidez intentarlo tantas veces. Siete intentos, y lo logró en el último, al precio más alto. Era una gran persona, con un sueño improbable que perseguía sin descanso. Pocas veces encuentras gente así en el mundo”.

Voytek Kurtika, uno de los principales representantes de ese espíritu pionero del alpinismo polaco, reflexiona en la misma línea: “Hemos perdido a uno de los espíritus más independientes de las montañas, completamente liberado de cualquier cliché. Lo que logró, siempre a su manera, fue extraordinario. Es impresionante pensar que la primera ascensión invernal de un ochomil en estilo alpino la haya llevado a cabo un hombre que no tuvo ninguna formación técnica en escalada”. Kurtika fue un escalador misterioso, cautivador, que cuenta con algunas de las ascensiones más destacadas del siglo XX, como la que llevaba a cabo en el Gasherbrum IV en 1985. Un poeta virtuoso de la montaña. “Tomek era mi alma gemela en el alpinismo polaco. Sencillamente siguió algún tipo de instinto creativo y compulsivo. Muchas veces fue objeto de burla y ridículo, pero lo que yo veía en su comportamiento era un arte nunca contemplado”.

 

Por Jorge Jiménez Ríos
Publicado en Oxígeno 104

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