"Muchos alpinistas van al Everest con la idea de subirlo o morir. Hay quienes lo suben, hay quienes mueren y hay quienes hacen ambas cosas". En junio de 1924, George Mallory y su compañero de cuerda, Andrew Irvine, desaparecían en la arista somital del Everest, por encima de los 8.000 metros, devorados por las nubes y la leyenda. Su memoria quedaría para siempre ligada a la montaña más alta del mundo. Las dudas sobre si llegaron a la cumbre o no alimentan todavía hoy los foros alpinos.
El legado de Mallory, una inagotable fuente de inspiración a través de relatos y fotografías, sigue siendo uno de los más esenciales para comprender porqué el ser humano marchó a las montañas. Y ahora, ese catálogo de viejos sueños impresos se amplía. Acaba de ver la luz una nueva serie de fotografías restauradas correspondientes a la expedición de reconocimiento del Everest, protagonizada por los británicos, en la primavera de 1921.
Dirigidos por Charles Howard-Bury, George Mallory y un nutrido grupo de hombres, incluyendo docenas de porteadores, tenían como ambición explorar las vertientes norte, noroeste y este de la montaña, como avanzadilla para un posterior intento en 1922. Sus esfuerzos en las laderas del Everest aquel año supusieron la mecha de esa obsesión británica que fue la montaña. Mallory, Wheeler y Bullock quedaron lo suficientemente convencidos de que era posible una ruta de ascensión por el collado y la arista norte. Su éxito continuó al año siguiente cuando la expedición británica llegó más alto que nadie antes, 8.320 metros (Finch y Bruce, usando oxígeno suplementario).
Aquellas jornadas de 1921, en las que Mallory caminaba "fuera de los mapas", como escribía en una carta a su esposa, capturaron la imaginación de toda una nación, dispuesta a enviar a sus más audaces alpinistas a la arriesgada conquista del Tercer Polo... aunque esta no llegaría hasta 1953 (Hillary y Norgay), varias tragedias más tarde.