Nubes sobre el Denali

Un relato sobre el fracaso, los mosquitos y el abandono de calzoncillos.

Jorge Jiménez Ríos

Nubes sobre el Denali
Nubes sobre el Denali

NO EXPLORAR LO DESCONOCIDO ES UN ACTO DE IRRESPONSABILIDAD. Hay quien lleva la búsqueda de sus límites a una desafiante pared de roca a la conquista de una cumbre espiritual, y los hay más estúpidos que acometen un bosque inédito, por caminos que no existen, tratando de fotografiar un animal que podría desmembrarlos con la uña del meñique y, que de tener algo más de consciencia, se carcajearía condescendiente durante el mutilamiento. Yo había soñado con retratar los osos de Alaska toda la vida. O al menos toda la vida desde que mi cerebro se despejase de balones de fútbol y botellas de Dyc a medio terminar, dejándome espacio para las cosas realmente importantes de la vida, como encontrar una profesión que me diese dinero para tener las botellas llenas. Por suerte para el fútbol, no iba a tardar mucho en lograrlo.

Viajar al Gran Norte no dependía tanto del tiempo como de ahorrar el dinero suficiente para un pasaje a Anchorage y la gasolina hasta el Parque Nacional del Denali, más algunos gastos como las cervezas necesarias para persuadir a algún amigo a que me acompañase, cigarrillos de marihuana para auto convencerme del proyecto, y algo de suelto extra para afrontar los imponderables, como nuevos calzoncillos y un libro de Galen Rowell. Porque si te ves envuelto por la naturaleza rampante, fumando cigarrillos de marihuana, con calzoncillos limpios, y no citas a Galen Rowell, tu carrera como fotógrafo se precipita en el abismo. En uno lleno de fotografías de orlas escolares y bodas de extraños conocidos.

Junto a Roberto Iván Cano, que había engordado debido a la ingente cantidad de cervezas, llegué a las puertas del Parque Nacional del Denali en pleno junio, pues habíamos decidido que era mejor enfrentarse a las hordas de mosquitos que a las manadas de turistas. Aquello fue todo un acierto para los mosquitos. Antes de emprender camino, se nos obligó a pasar media hora viendo un calamitoso DVD sobre cómo actuar en caso de encuentro con los grizzlies. Tras eso, nos sentíamos absolutamente preparados para regresar a casa, sin embargo agarramos el spray de pimienta y nos largamos de allí antes de que la Ranger encargada del asunto terminase de advertirnos sobre los diferentes peligros a los que nos íbamos a enfrentar, como la total escasez de bares y la abundancia de motivos para necesitar uno.

El primer día transcurrió como esperábamos. Desde las inmediaciones del Mirror Lake, la cordillera del Denali se proyectaba cubriendo todo el horizonte, las nubes se apresuraban sobre sus cimas, prometiendo penurias a muchas millas de allí, y ante nosotros se desplegaba un océano de coníferas y praderas atestadas de posibilidades. El juego de luces del sol de medianoche, recorriendo audaz los pequeños lagos que se esparcían aquí y allá, nos regaló algunas visiones sedosas en el severo escenario de las montañas.

Negociando la inmensidad bajo los cielos viciados del Parque Nacional del Denali. Foto: Roberto Iván Cano

Llegada la noche se hacía imprescindible alejar de la tienda cualquier objeto oloroso que despertarse la curiosidad de los osos. Tras varios días sin una ducha la lista era inabarcable. Me faltó muy poco para acabar durmiendo a la intemperie, pero logré convencer a Roberto de que con esparcir nuestros calcetines a una distancia prudente sería suficiente. Su magnetismo animal era irreprochable. Así pude acunarle esa noche con mis ronquidos, bajo la protección de la tienda, una auténtica fortaleza contra los mosquitos. Lamentablemente, ellos no lo sabían. La guerra de guerrillas acabo con varias bajas y algunas horas de insomnio.

Teníamos la extraña certeza de que el éxito nos iba a llegar a la jornada siguiente. El Denali, la montaña más alta de Norteamérica, y uno de los grandes retos alpinos del mundo, se ocultaba tras una muralla de nubes sombrías e inmóviles, que otorgaba al horizonte un ambiente de nostalgia perturbador. Abajo, en el valle, el río del mismo nombre ronroneaba, acariciado por una suave brisa con olor a pino y rocas mojadas. Tardamos en alcanzar su ribera debido a la permanente parálisis que experimentamos cada vez que pasábamos una colina o atravesábamos una zona de espesura. “Sorprender a los osos es lo más peligroso”, repetía una y otra vez la robótica voz de aquel vídeo, aunque durante el visionado sólo podía pensar en que el auténtico riesgo era participar en ese DVD y pretender una carrera como actor. Al menos podía recordar las instrucciones en caso de ataque, a pesar de que sus optimistas protagonistas parecían huir de un grupo de ardillas en celo más que de un bicho de media tonelada con un pronto malísimo, bautizado lucidamente como Ursus Arctos Horribilis.

Inmersos en el bosque, siguiendo los trazados que dibujaban los animales entre la maleza, nos sentíamos como esos indios de las películas. Nos deteníamos a inspeccionar las huellas y excrementos, las ramas partidas, en un intrincado laberinto de indicios que mantenían altas nuestras expectativas y producían alegres arritmias en el corazón. Logramos escapar del bosque para darnos de bruces con el río Denali, que ahora, escuchado de cerca, rugía con vigor. Más allá del cauce, una prometedora llanura se extendía hasta el pie de aquellas gigantescas efigies de roca y hielo, montañas de más de cuatro y cinco mil metros cuyos vértices se perdían en un cielo plomizo, desgastado, a punto de estallar. Decidimos que aquella pradera no sólo facilitaría la localización de los osos para nuestro teleobjetivo, sino que si se sucedía un ataque la culpa sería enteramente del animal, lo que rebajaba honrosamente nuestra sensación de estupidez.

Al meter el primer pie en el agua comprendí de inmediato que aquello era un error, por lo que animé a Roberto a vadear primero ese caudal furioso y gélido como el culo de un glaciar.  Roberto siempre ha sido un tipo dispuesto a demostrarse a sí mismo que si sigue con vida es a causa de la divina providencia, lo que prácticamente le convierte en inmortal, aunque eso no le evite verse aquejado de todo tipo de miserias. Cuando tras dos pasos la corriente se lo llevó río abajo, yo sólo podía imaginar las explicaciones que iba a darle a su novia de aquel entonces, una amiga mía que yo le había presentado y a la que ya estaba empezando a caer mal por llevármelo un mes para acurrucarnos cada noche en una tienda de campaña del tamaño de un refrigerador. En un acto extraordinario de reflejos, Roberto logró agarrarse a un tronco varado en la corriente, posiblemente el único a la vista en kilómetros a la redonda. Algún dios se descojonaba más arriba, por encima de aquellas nubes que empezaban a arremolinarse sobre nuestras cabezas, viniendo de todas direcciones.

Roberto Iván Cano segundos antes de ser arrastrado por la corriente del río Denali. Foto: Jorge Jiménez Ríos

Antes de que mi compañero saliese del río, ya preparaba un fuego con el que esquivar la hipotermia y disimular mis carcajadas entre honestas y nerviosas. Al poco, sus escarmentados calzoncillos colgaban de una ramita, sus botas crujían al calor de las llamas y nos congratulábamos de nuestra pericia para encender una hoguera a base de cortezas húmedas y los restos desgajados de un paquete de cigarrillos. Éramos unos capullos muy felices. Lo suficiente para no darnos cuenta de cómo un enjambre de nubarrones tormentosos se cerraba sobre el mísero hilillo de humo que delataba nuestra posición en la ribera del río. Al juntarse todos los frentes, el estruendo fue formidable, como una estampida de bisontes en una fábrica de sartenes. Nos esperaban dos días de aguacero ininterrumpido, muchos kilómetros de marcha y ninguna esperanza de hacer que los obturadores se ejercitaran.

Cargábamos mochilas de más de treinta kilos con todo lo necesario para enfrentarnos al mundo salvaje, pero cuando caminas muchas millas entre maleza empapada, todas las etiquetas de impermeable de tu equipo se retraen como un escroto en un lago de montaña. La situación era penosa. Los horizontes sólo se alejaban, los sonidos del bosque se amortiguaban en un incesante gruñido y la única escapatoria estaba a demasiada distancia, en la intrascendente carretera que cruza el Parque Nacional y por el que, de cuando en cuando, aparece un autobús que recoge a los zozobrados personajes que vomita el bosque. Montamos la tienda en el único lugar que nos pareció adecuado, una suerte de marisma cuya firmeza me recordaba a las natillas prefabricadas. También era el sitio más apropiado para que un oso llegase atraído por nuestra discreta lona amarilla, una estupenda ofrenda regalada por los hados del bosque. Teníamos por delante cuarenta horas de tiritona producida por el frío y por el terror.

Verán, cuando se pasan tantas horas hombro con hombro, encerrados en un espacio muy capaz de amasar olores desconocidos y dado a una inquietante sobrepoblación de pequeños pelos rizados, todo se convierte en una especie de fantasía vaporosa, donde muchas veces no sabes si has dormido una hora o doce, y tu única pista es el dolor de nudillos producido por la intensidad con la que agarras el spray anti-osos o el hacha, según lo ágil que hayas estado para escoger tu defensa. No hay muchas sensaciones más turbadoras que calzarse unos calcetines chorreantes para salir a mear en mitad de una amenazante inmensidad, excepto el hecho de descubrir heces y huellas de osos alrededor de tu tienda, renovadas con la misma regularidad que tus propias micciones. Posiblemente, durante aquellas horas, un par de machos adultos habían calibrado la situación, decidiendo que aquel almuerzo tan espontáneo sólo podía ser una trampa.

Cuando reunimos el suficiente valor, dos días después, para salir de allí y dirigirnos a la carretera, a un considerable trecho en una abrupta línea recta, ya éramos conscientes de que nuestra amistad no peligraba, de la benevolencia de las bestias y de la solemne crueldad de las estepas. Mientras esperábamos aquel autobús verde que suponía el regreso a la descuidada civilización de Alaska, sentimos la tremenda nostalgia que puede provocar la sonrisa de una camarera de carretera. Nos quedaban cientos de kilómetros de ruta en coche hasta el próximo destino y atrás dejábamos algo de nosotros mismos, encarnado en ropa interior abandonada a su suerte.

Unos días más tarde, previo pago de más de quinientos dólares en la oficina de Bald Mountain en Homer, una avioneta se posaba sobre las espléndidas llanuras de Katmai, con nosotros dentro. En pocas horas contábamos por cientos las fotografías de aquella docena de osos que desenterraban ostras, trataban de tener sexo o nos olfateaban con total apatía, en aquel remanso de paz salvaje que es Hallo Bay.

Los obturadores por fin trabajando en Hallo Bay, Katmai. Foto: Roberto Iván Cano

Foto de portada: Roberto Iván Cano

Puedes leer el reportaje completo sobre Alaska en este enlace.