Texto y fotos: Jorge Jiménez Ríos
Dicen que si escuchásemos el silencio absoluto nos volveríamos tarumba. Pero hay un silencio necesario, lleno de vida y ensordecedor, que te arranca la monótona piel de cada día para vestirte con los nuevos tactos de la naturaleza. Viviendo en Madrid, como es mi caso, huir hacia los escenarios dominados por ese silencio no es sólo una búsqueda placentera. Es imprescindible. Finlandia ofrece un lienzo interminable para ello. Allí uno se siente dónde debe estar. Después de encontrar el silencio, quizá hasta de reencontrarse un poco con uno mismo, se desvela el auténtico carácter del viaje.
Verán, cuando uno está enamorado quiere lucirse. En mi caso sé pocas cosas más que calzarme la mochila, cargar las baterías de la cámara y lanzarme a algún bosque lo más alejado posible del jaleo urbano. Y se hacía preciso montárselo bien. Carmen es una vitoriana de rigor, dura como el turrón del año pasado y resuelta a la hora de enfrentarse a sensaciones desconocidas. Bien podría haber capitaneado un drakar vikingo, y es más que capaz de tumbar a un buey a base de orujos (¿recuerdan el comienzo de El Arca Perdida con Marion Ravenwood recogiendo sus ganancias?). La dificultad estribaba en que nunca había viajado como mochilera atendiendo la llamada de lo salvaje. Veinte kilos de pertrechos a la espalda y las exigencias de la taiga no son para cualquiera. Pensando donde podría iniciarse cómodamente, y tras mi anterior experiencia en el Parque Nacional de Oulanka, Finlandia estaba a la cabeza de la lista. Sus páramos abrazados por un océano de coníferas, sus refugios gratuitos, las bayas comestibles, el olor a leña quemada al anochecer y sus rutas perfectamente señalizadas. Al módico precio de la comida que cargas, la recompensa es altísima.
Especial curiosidad nos despertaban los Parques Nacionales de Linnansaari y Repovesi. El primero por sus inabarcables aguas espejadas, la presencia mágica de la foca anillada y la posibilidad de mesarse la barba a bordo de una canoa. Ahí podía arrancarle unos brillos a los ojos de mi compañera. Repovesi, por contra, es un paisaje mucho más asequible, cercano a Helsinki y lugar muy frecuentado por los finlandeses, ideal para constatar la particular conexión con las atmósferas boreales de su país. Un amor, un destino y caminos por compartir. La decisión estaba tomada antes de imaginarla.
Puedes tenerlo todo, pero al final he encontrado la felicidad allí donde no podemos poseer nada más que unas bolsas de comida liofilizada, un saco de dormir y un mapa por cubrir. Trazar tus propios caminos. Contemplar lo que otros contemplaron pero con una mirada distinta. Descubrir, al fin y al cabo.
Breves historias de la taiga
“Vengo cada año y cada año me cuesta irme. No estoy en casa ¡pero se me parte el corazón cada vez que debo marcharme!". Hemos encontrado acomodo en un tipi de madera preparado para que cualquiera pueda cocinar con seguridad. Acabo de abrir una cerveza y he dejado unas salchichas asándose al fuego. Yuri, un ruso que anda de vacaciones en Repovesi, comenta apasionado cómo cada verano se acerca a estos caminos que rodean lagos calmados, por donde uno va saltando serpientes con la misma frecuencia que se detiene a contemplar esa obra vieja de la Tierra, esculpida con la sensibilidad de un poeta y la fuerza de un herrero. Comparto un cigarrillo con la bestia soviética que tengo en frente. En su brazo podría labrarse una canoa. “¿Qué hay mejor que esto?", continúa su perorata en solitario que apenas alcanzo a entender. Al cabo, las generosas salchichas están listas y también le cedemos unos bocados. Es sábado y los embarcaderos cercanos a la entrada del parque están a rebosar. La algarabía del fin de semana contrasta con la absoluta soledad que se respira el resto de días, más aún si te pierdes por su maraña de senderos. Lo sabemos porque en este punto llevamos cuatro días de trekking, en los que solo nos hemos cruzado alguna familia atrevida y un par de fotógrafos atentos al graznido del pato de cuello azul, que parece quejarse cada vez que le toca salir en busca de alimento. Un grupo de niños se pasa una bolsa de frutos secos subidos al techo de una cabaña de leña. Otros se tumban al sorprendente sol de agosto. Cuando llegue la tarde el Parque quedará vacío. La puerta y el fotogénico puente de Lapinsalmi dejarán de ser un galimatías humano y su pequeño quiosco volverá a la vida relajada que buscaban sus dueños. Sólo algunas tiendas de campaña, esparcidas aquí y allá, confirman que hay más gente a la caza de la redención de la vida urbanita. Algo no tan frecuente en Finlandia.
Carmen ha llevado los días de trekking como si lo hiciera de toda la vida. Habla ilusionada de comprarse una casa en Finlandia. Le respondo que prefiero venir cada año a hacer el nómada. Le convence la propuesta. Hemos llegado hasta aquí cogiendo un tren desde Helsinki a la localidad de Kouvola. Nos acompaña un sencillo mapa del parque que hemos descargado de la página web. En él aparecen las distintas rutas de trekking, los lugares habilitados para la acampada, los refugios y tipis, las cabañas para alquiler y las hogueras de uso libre. Un sendero de 26 kilómetros da la vuelta al parque, fácil de recorrer en un par de jornadas. Otra cosa es perderse por los innumerables caminos que se ramifican por su interior. Hay zonas de escalada y torres de madera a las que encaramarse al atardecer, desde donde buscar los juegos de luces en aquel horizonte macizo de árboles, surcado por ríos como arterias de sangre apaciguada. La posibilidad de alquilar kayaks también aparece en nuestra lista. Hasta las hordas de mosquitos son benévolas y sus picaduras no suponen más que un pequeño recuerdo que hay criaturas mejor adaptadas a este territorio.
Frank es un británico que devora un libro sobre micología con la misma voracidad que el sándwich que se trae entre manos. Parece que su intención estos días es alimentarse de los productos del bosque. “Recuerden, las bayas negras no se tocan". Pone la misma cara de susto que nosotros cuando al amanecer algún bravo local se pega una zambullida en el agua fría, bajo una tímida llovizna, y se seca al aire flemático de la mañana. Jaana es una niña finlandesa que no quiere ir de la mano de sus padres. Ya es suficientemente mayor para caminar por el bosque sola. Hasta que llega la tarde y se acurruca entre sus piernas esperando el pitido del té caliente. El sueño la obliga a dar pestañazos sobre sus ojos azules y pálidos. Carmen lava su taza en el río, ajena a todas las otras vidas que vivimos. Yo intento registrar cada emoción con la cámara, pero me puede la hipnosis que produce el reflejo de los troncos sobre aquellas aguas pasmadas. Estamos a millones de años luz de donde vinimos.
No podemos sentirnos mejor. Nos daría una pena tremenda abandonar este escenario si no fuera porque nos espera la segunda parte de nuestro viaje: el Parque Nacional de Linnansaari, la región de los Mil Lagos, el reino del osprey y la foca anillada, de los horizontes vacíos, de los cielos azules flotando sobre mantos líquidos.
Doble ración de suerte
Cristina Ferreira, directora de Planisferio Comunicación, la agencia que coordina la comunicación de turismo finlandés en España, nos advierte antes de partir. “Es dificilísimo ver a la foca anillada, ¡pero la tradición dice que da suerte!". Este fue uno de los motivos que nos convenció para partir en su busca. Un animal singular, en peligro crítico de extinción, rodeado por la mística de lo esquivo. Estaba claro: tenía que fotografiar alguna. Pero antes de lanzarnos a esa persecución improbable, debíamos reconocer el terreno.
Buscamos una base de operaciones desde el que lanzar nuestras incursiones por los lagos. Y encontramos varias. Hakoapajan Ahikituvat, en el área de Rantasalmi, tiene una historia bastante loca. Nos vimos atraídos por el cartel que anuncia el lugar y que no parece tener nada que ver con lo que te vas a encontrar. Un enorme mural con un gigantón rubio y descamisado, surgiendo sonriente de las aguas, con un enorme tronco entre los brazos. Una especie de dama del lago más recia que el vocalista de Mastodon. “Quiero saber que está pasando aquí", le comento a Carmen. Por su cara puedo adivinar como empieza a sospechar que no siempre es buena idea viajar con un periodista. Pero ese sutil temor le iba a durar poco. El anuncio es un retrato del dueño del lugar, que lleva cuarenta años recogiendo troncos del fondo de un pequeño lago alrededor del que ha ido construyendo una suerte de resort de cabañas, idílicas, de diferentes tamaños, con sauna privada… y levantadas por su propia mano. No suena tan impresionante como es verlo. Toda una vida dedicada a un sueño insólito. A los 10 años ya se zambullía en busca de las mejores piezas de madera e inevitablemente lo convirtió en su profesión. Ha logrado un refugio asombroso en el que disfrutar del confort finlandés en el corazón del bosque. Catar cervezas locales como Karhu o Lapin Kulta, recoger fresas silvestres para el desayuno o botar tu propia barca para divagar por el lago son algunas de las cosas que puedes hacer mientras se calientan las piedras de la sauna. ¡Ah! El dulce transcurrir de la existencia…
Hay muchas formas de vivir y empezamos a comprender que esta podría encajarnos. Claro que después todo iba a mejorar. Tal cual. Conducimos apenas dos kilómetros, a velocidad de carreteras frecuentadas por alces, para detenernos junto a las puertas del Hotel & Spa Resort Järvisydän. Sólo mencionaros que su fundador hizo traer un barco de madera alrededor del que se ha construido este hotel debería despertar vuestra curiosidad. 250 camas, su propia bodega de vinos, cabañas privadas, noches de karaoke y un spa que quita el estrés sólo con mirar el panfleto… todo a orillas del lago Saimaa, el mayor de Finlandia. Por si esto les sabe a poco, a apenas un kilómetro de camino se encuentra la Porokylä Reindeer Village, una granja privada donde además de acariciar algunos renos, es posible contratar todas las actividades posibles en el parque, desde tours de naturaleza, a safaris de fauna o pernoctar en una tienda colgada de los árboles.
Nos estábamos entreteniendo con la vida acomodada y ya nos empezaba a picar esa sed primitiva de adentrarnos en lo desconocido. El ser humano es explorador por naturaleza, ¡demos rienda suelta a los instintos heredados! Internarnos por los canales que se abren entre las más de 130 islas de Linnansari y aprovechar alguno de sus más de veinte embarcaderos era una parte pequeña del auténtico reto. Sólo existen unos 380 ejemplares de la foca anillada de Saimaa. Se trata de una de las focas más raras y más en peligro del planeta. Lleva unos 9.500 años desarrollándose totalmente ajena al contacto con otras especies, lo que le ha permitido mimetizarse con su entorno. Íbamos a regresar a casa con centenares de fotografías de rocas y sólo una de la foca, casi indistinguible si no la pillas asomando el hocico del agua, presa de la curiosidad. Se cree que es tan inteligente como un perro, son capaces de permanecer sumergidas durante más de veinte minutos y suelen alcanzar un peso de 60 kilos bastante esbeltos teniendo en cuenta que consumen unos 1.000 kilos de pescado al año.
Es curioso como a veces resulta imposible fotografiar la fauna de un lugar, y como en otras ocasiones te das de bruces con la oportunidad a la primera, mientras los hados de la naturaleza se descojonan en alguna parte del bosque. Contratamos una pequeña embarcación en el hotel que cabeceaba soporífera por el gran lago, orlado de cuando en cuando por pequeñas islas de coníferas donde encuentran refugio los ospreys, esas águilas pescadoras de aspecto amenazante, pero diurnas e ideales para agotar el obturador de la cámara. Le preguntamos al capitán por cada posible avistamiento. “Es una roca", responde cáustico. Hasta que brotan del agua dos pequeños ojos negros. En la distancia. Observándonos con cierta indiferencia. Disparo una ráfaga. Ponemos el barco en su dirección a ver si podemos acercarnos un poco más. La foca se sumerge. Será imposible verla de nuevo. No importa. El orgasmo fotográfico ya ha sucedido. La imagen no sirve para mucho, pero para un coleccionista como yo es suficiente fuente para seguir planeando nuevas y humildes aventuras. Carmen lo sabe y quizá haya un punto de nostalgia en su mirada, rememorando aquellas habituales vacaciones en la playa con sus amigas.
Cómo cagarla en el monte
Por supuesto, no iba a conformarme con esa fotografía que, a la postre, iba a ser la única que me iba a llevar de vuelta a casa. Mejor luz, mejor fondo, más cercanía, de nuevo en busca de una quimera. Para ello cambiamos nuestro campo base y nos trasladamos al camping de Sammakkoniemi, en una pequeña isla a 5 kilómetros de Oravi, destino predilecto del turismo más tradicional. Allí hay cinco cabañas, una pequeña cafetería y todas las posibilidades que ofrece el lago Haukivesi, parte de ese complejo mayor que es el Saimaa. La isla cuenta además con varios senderos señalizados y es un auténtico paraíso para los aficionados del avistamiento de aves y los campistas.
Recordábamos las palabras de Cristina: Suerte. Pero el hecho de llevarse una ración remota de fortuna no significa que uno no sea capaz de cagarla como mandan los cánones. La primera mañana nos quitamos las legañas antes del amanecer y nos subimos a la canoa que hemos alquilado. Llueve pudorosamente. Lo suficiente para no llevar la cámara fuera de la bolsa estanca. Grave error. El lento movimiento de las nubes se refleja sobre el lago. Remamos callados, sobre todo por el sueño acumulado, y en apenas unos minutos rodeamos la primera isla. Y allí, en mitad de una nada tan repleta, a unos cinco metros de nosotros, se asoma una foca anillada. Diría que nos sonríe si eso es posible. Cuando voy a sacar la cámara, la foca nos da una de esas lecciones a las que nos tienen acostumbrados los seres salvajes. Disfruta de su presencia. Todo lo demás es accesorio. No he quitado la tapa cuando se sumerge. No vamos a volver a encontrarla y yo me siento un fracasado… hasta que Carmen se gira hacia mí, con las pupilas brillantes y húmedas y una de las sonrisas más vitales que le recuerdo. Es cierto, ha merecido absolutamente la pena.
El inconformismo es parte natural de mí ser cuando ando buscando una fotografía que tengo en la cabeza, así que vamos a pasar otras seis horas meciéndonos en la canoa. El paisaje, en cualquier caso, lo merece. Aunque todo parece igual, cada nuevo recodo renueva esa emoción de contemplar una postal única. Escuchamos trabajar a las nutrias, y nos dirigimos hacia allí, pero se esconden con pericia y nuestros sentidos están fascinados por demasiadas cosas. Se escucha a un alce bramar al abrigo del bosque. Hace poco un oso ha cruzado los lagos a nado, por lo que el rabillo del ojo está permanentemente pendiente. En toda la jornada sólo nos hemos cruzado con otro kayak. El lago es para nosotros. O quizá todo lo contrario. Vamos a regresar a nuestra coqueta cabaña, a encender un fuego y asar las últimas salchichas que nos quedan. Acabamos las postreras páginas de nuestros libros. Escuchamos el ajetreo de los pájaros carpinteros. Imaginamos a algunos locales patinar por este lago que a veces se congela en invierno. Recogemos las mochilas. Si no volvemos a casa pronto nuestra gata nos odiará durante un mes entero. Lo que la pobre aún no sabe es que ya hemos fijado nuestra fecha de regreso.