1911 fue el año en el que el ser humano conocía finalmente el Polo Sur. Los noruegos y los británicos pujaban por una de las últimas fronteras del planeta, ese punto indistinguible, que no ofrecía nada pero podía exigirlo todo a cambio. El 14 de diciembre, Roald Amundsen y los suyos pisaban allá donde nadie lo había hecho antes. Un mes más tarde lo lograba el equipo de cinco hombres capitaneado por Robert Falcon Scott, antes de enfrentarse a un penoso regreso de dos meses del que ninguno saldría con vida. Scott, Wilson, Bowers, Evans y Oates construían así uno de los fracasos más solemnes —e injustamente glorificados— de la edad dorada de la exploración polar. "Me temo que el viaje de regreso va a ser terriblemente agotador y monótono", anotaba Scott en su diario, el 19 de enero de 1912.
Cuando tras varias semanas persiguiendo un horizonte inalcanzable, los británicos alcanzaban el glaciar Beardmore, un gélido telón empezaba a cerrarse sobre sus destinos. La decepción, las terribles temperaturas y el cansancio extremo fueron acabando con sus posibilidades de regresar a casa. A apenas 17 kilómetros del último depósito, donde habían dejado combustible y alimentos, envueltos por una inabarcable tormenta, su odisea llegaba a una trágica conclusión. El 29 de marzo, dos días antes de fallecer, Scott escribía: "Perseveraremos hasta el final, pero cada vez nos encontramos más débiles, y el fin no puede estar lejos. Es una pena, pero no creo que pueda escribir más. Por el amor de Dios, cuidad de nuestra gente".
Ocho meses después, una partida de la expedición británica encontraba sus cuerpos congelados dentro de los sacos de dormir, y comenzaba a escribirse una historia que ahora, más de un siglo después, sigue ofreciendo un material inmejorable para los contadores de historias. Un clásico de la aventura que ahora puede ser revisitado gracias a las últimas conclusiones arrojadas por Chris Turney, profesor de Ciencias de la Tierra y Cambio Climático de la Universidad de Nueva Gales, en Sidney. En un reciente artículo académico, Turney se pregunta si las posibilidades de éxito y supervivencia de Scott y sus hombres pudieron ser socavadas por un miembro de su propia expedición.
El profesor, con madera de explorador, ha viajado en varias ocasiones a la Antártida para llevar a cabo una investigación que al principio se centraba en el trabajo científico de la expedición Terra Nova (1910-1912), ya que como reconoce Turney, los descubrimientos y datos recogidos por los británicos son “oro puro” para comprender el estado de nuestro planeta. Pero, como no podía ser de otra manera, la fascinación que despierta la epopeya de Scott le llevó a profundizar más sobre su destino. Chris Turney comenzó a sospechar que había una faceta no contada sobre la expedición cuando investigaba para su libro “1912: el año en que el mundo descubrió la Antártida”. Escarbando en viejos documentos, se preguntó sobre el rol del Teniente Edward “Teddy” Evans, segundo al mando de la expedición (no confundir con Edgar Evans, que formaba parte del equipo que alcanzaba los 90º Sur). Sus estudios concluyeron con la publicación, en el Polar Record, del artículo “¿Por qué no le preguntaron a Evans?”.
En ese escrito, Turney argumenta como Evans pudo comprometer la seguridad de sus hombres a través de dos hechos; primero cogiendo metódicamente más víveres de los que le correspondían, y después confundiendo (o directamente ignorando) una de las últimas órdenes del Capitán Scott sobre los suministros y trineos de perros que deberían haber llegado al último campamento, ese que fue definitivamente quimérico para Scott a pesar de su cercanía.
Un retirada no deseada
Según varios testimonios recogidos en los diarios y cartas de la expedición, el Teniente Evans no era especialmente apreciado por sus compañeros. Se mostró furioso por quedarse fuera de la partida final que llegó al Polo Sur, siendo enviado de vuelta con dos hombres mientras Scott continuaba en busca de la gesta con otros cuatro audaces ingleses. El regreso de Evans a través de los diferentes campos de suministros, levantados en un esfuerzo coordinado, como un asedio militar en pos de aquella frontera difusa, también despierta preguntas afiladas. Scott se sorprendió al descubrir que en los diferentes campos no había suministros suficientes. Evans habría padecido de escorbuto durante el regreso —debido sobre todo a que se negó a comer la carne de foca que hubiera evitado la aflicción— y su acopio de provisiones fue tomado en Gran Bretaña como el acto de un hombre enfermo que trataba de salvar su pellejo. Turney piensa de forma distinta, y cree que Evans mintió sobre los estadios de su enfermedad para evitar ser culpado de sabotaje. En una carta de 1912, Evans asegura que su escorbuto comenzó a unas 300 millas del campo base, mientras que posteriormente siempre declaró que la dolencia se había iniciado a 500 millas.
El otro punto de desencuentro con la historia oficial versa sobre las ordenes de Scott de mandar un equipo con trineos de perros para ayudarles en aquella huida hacia adelante. Pero Evans haría caso omiso, embarcándose de regreso al hogar el 4 de marzo de 1912, por lo que el resto de miembros de la expedición permanecieron aguardando la llegada de su capitán en vez de partir en su búsqueda. “Creo que Evans no pensaba que Scott fuese a morir”, aclara Turney. “Creo que fue más un acto de incompetencia y de resentimiento, pero dudo que pensase que todos acabarían muriendo por su desobediencia”.
En lugares tan hostiles como la Antártida un error de planificación puede ser fatal hoy en día. Imaginen hace más de cien años. Quizá un sólo acto no cambiase mucho la historia, pero un cumulo de pequeños fallos podría haber precipitado el dramático final de Scott y sus hombres. Por supuesto, el artículo de Turney ha generado un acalorado debate entre historiadores y amantes de la exploración. “Incluso un siglo después de los sucesos, la gente sigue teniendo puntos de vista muy extremos”, afirma. La investigadora Karen May, que en 2012 publicaba “¿Pudo el Capitán Scott haber sido salvado?”, concluye que Turney ha hecho descubrimientos muy útiles, aunque afirma que falla al tratar de argumentar lo sucedido desde el carácter del personaje de Evans, en vez desde sus acciones. “Turney prepara al lector para esperar lo peor de Evans y a mirar sus acciones posteriores a través de ese prisma”, ha comentado May.
Lo que es seguro es que no estamos ante el final de esta historia. Mientras muchos documentos ya se han hecho públicos a través del Gobierno británico, aún restan muchas cartas y diarios que permanecen en manos de las familias y descendientes de los miembros de la expedición. “Me hace preguntarme que más nos espera ahí fuera”, concluye el profesor Turney.