Entre los faros de Cornualles

Slow tourism y actividad multidisciplinar en un litoral muy especial de la Bretaña francesa

Jorge Jiménez Ríos / Fotos: Mikael Helsing

https://youtu.be/7k9Qy48YLDw

Llegamos a Fouesnant con unas ganas locas de emprender el viaje. Así que empezamos por detenernos a tomar unas cervezas... y reflexionar un poco. Esto de la crisis sanitaria nos había puesto a muchos en nuestro sitio, privándonos de algunas de nuestras emociones y búsquedas más vitales. Pero como teníamos salud, no había mucho de lo que quejarse. Eso sí, en cuanto la oficina de turismo de la Bretaña nos propuso regresar a sus playas calladas y sus villas marineras le quitamos las polillas a la mochila, muy dispuestos a darle la mano a nuestra curiosidad. Van volviendo los viajes, las aventuras, algo que puede sonar frívolo visto el panorama, pero que no es ni más ni menos que uno de los más necesarios alimentos del espíritu humano. El caso es que llamé a uno de mis compañeros habituales de correrías, el fotógrafo V. González, para empezar a ilusionarnos con esas cosas que nos gustan a los periodistas, como desde donde sacar las mejores fotos con el dron, o en que barra se degustan las mejores birras locales.

El restaurante "Les pieds dans l’eau" de Fouesnant fue nuestra primera posada. Cogimos una mesita frente a la playa y mientras el sol trataba de arrasar nuestra sombrilla, nos refrescamos observando el deslizar de los catamaranes, un horizonte más azul que el mar, y a un par de niños que jugaban a construir castillos de arena. Una vista tan clásica que era del todo reconfortante. Nos acabamos nuestro fish and chips contemplando ese mar, que poco después íbamos a surcar en kayak, y empezamos a palpitar con esa excitación del principio de cada viaje.

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Cada vez que visito la Bretaña francesa y sus tierras del fin del mundo, siento algo familiar, como una sensación de ir por el camino correcto. Pueden ser sus paisajes limpios, sosegados, donde se baten las olas en costas quebradas, dejando pequeñas calas, casi clandestinas, tan turquesas y solitarias. Quizá su acogedora luz. que se filtra sobre este costado occidental de Europa, ofreciendo unos romantiquísimos atardeceres. O tal vez sean sus faros, repartidos por doquier, testigos inquebrantables de las mareas, nobles centinelas por las décadas, recordando el camino a casa, el ansiado y bullicioso hogar, la promesa de poder regresar desde los reinos oceánicos de la libertad.

Así pues, vamos a darnos una nueva vuelta por estos escenarios del oeste francés, después de probar las costas de Morbihan o las playas animadas de Perros-Guirec en anteriores experiencias, íbamos ahora en busca de las brisas de Cornualles, tradicional y colorida, tan coqueta para los artistas como alentador para los deportistas. Como decía empezamos por Fouestnant, un pueblo pegado a las mareas que fue una orgullosa baronía en el siglo XIII, pero se ha ido reconvirtiendo en uno de los lugares de reposo y desconexión activa más solicitados de estas costas de Finisterre. Aquí el cuadro lo componen un mar tranquilo, casitas de todos los colores mirando con sus ventanas a esas aguas turquesas y una amplia colección de calas e islas repartidas entre Mousterlin, Beg-Meil y Cap-Coz, que forman el Archipiélago de Glénan. Y aunque por aquí surca sus bosques el magnífico GR34, nosotros cambiamos las botas por los escarpines para explorar su costa en kayak de mar.

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Nos reunimos con Maeva, nuestra guía de la jornada, en el Centre Nautique Fouesnant Cornouaille para embutirnos en el neopreno. Hacía tiempo que nos nos poníamos uno, así que pasamos muy rápido por delante de los espejos del pro-bador y salimos escopeteados a pisar la arena de Cap-Coz. Nos esperaban unas cuantas horas de travesía recorriendo calas abrazadas por pinares, en un paisaje a la vez íntimo y amplio, que se sublima en la playa de Kerler, desde donde se disfruta de una vista imponente de todo el archipiélago. Descanso obligado en el pueblo costero de Beg-Meil, donde seguir acumulando tranquilidad mientras a tu alrededor se mecen los catamaranes, los barcos de pesca y los yates, auténtica confluencia de todos los amantes de la navegación. En un momento dado hasta nos cruzamos con tres kayaks construidos al estilo original inuit, dirigidos por tres tipos de barbas largas y blancas, vestidos con el equipo tradicional. La verdad es que aquí hay espacio para todo aquél que profese un profundo respeto por el mar. La recompensa es un sinfín de pequeñas maravillas repartidas por toda estacosta sur de Finèstere.

Regresamos disfrutando de la algarabía de las colonias de gaviotas y alcatraces, mientras Maeva nos relataba cómo había acabado siendo guía de kayak cuando venía de una familia apasionada del esquí de montaña. Así son las cosas, a veces vas a un lugar que te enamora. O te enamoras y te vas a algún lugar. Sea como fuere la vida casi nunca es como te la esperas. Y mucho menos como la habías planeado.

¡UN AUTÉNTICO VIAJE!

Habíamos empezado con buen pie. Se notaba en el ambiente del coche mientras conducíamos a Combrit. Olor a salitre y zapatillas mojadas, la música bien alta y una conversación nerviosa y animada. Víctor estaba contento con las fotografías, y yo había podido hacer un poco el pirata con el dron, por lo que nuestra mayor ilusión no mera la cena que nos esperaba en el Hotel du Bac (hoteldubac.fr/) sino descargar las tarjetas de memoria. Cada uno tiene su manera de entender mla felicidad durante un viaje, y para nosotros eso es mucha veces repasar el trabajo realizado, editar alguna foto, compartirla por WhatsApp, y tal vez bajarnos unas copas de vino mientras nos felicitamos a nosotros mismos. Pero eso era porque no teníamos ni idea de cómo era Combrit, mque iba a ser nuestro campo base durante un par de jornadas. Esa noche nadie descargó ni editó nada...

Combrit es una villa marinera, con su faro por supuesto, pequeña y coqueta, con un abarrotado puerto deportivo y una calma absoluta imprimida en el carácter de la gente. Un atardecer casi morado caía sobre los tejados de la marina, mientras arrancaba los últimos reflejos a las aguas del estuario del Odet. Una postal viva, donde la principal ocupación es degustar el marisco recién sacado por los pescadores locales, sentarte en una terraza a orillas del mar para no hacer nada o pasear por la autenticidad de una arquitectura moderna pero abrazada a los ecos del pasado. La buena vida en Cornualles. Nos adaptamos. Alargamos la cena un par de horas, paseamos trípode en mano por el puerto y caemos en la cama como dos niños cansados.

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Descubrir, cambiar de planes, dejarse llevar... ¡por fin un auténtico viaje! Hubiéramos alargado también el desayuno pero la mañana siguiente teníamos una cita muy interesante en Penmarc ́h donde nos aguardaba una zodiac en el puerto de Saint Guénolé. Destino: la isla de Sein. Allí nos plantamos, teleobjetivo montado, invocando a los dioses marinos que conocemos, orando por un buen avistamiento. Iban a escuchar nuestra plegarias, pero reservarían sus designios para el regreso. Primero nos metemos unas horas de suaves meneos, esquivando esas rocas maliciosas que tantos naufragios provocaron en el pasado, culpables de mque algunos de los faros que rodeamos, como el de Vielle o el de Ar-Man, se hayan ganado la etiqueta de centinelas legendarios. Amansados por estas aguas del mar de Iroise, nos adentramos en el Cabo Sizun y nos guardamos una vista espléndida de la abrupta y espectacular Punta del Raz, que pronto recorreremos a pie. Y entre el graznido de los cormoranes y las viejas historias sobre marineros salvándose de catástrofres (o no), nos acercamos a una suerte de parche de tierra, de unos pocos mkilómetros, tan plana que se confundiría por el horizonte si no fuese por el Gran Faro que hace su guardia sobre la capilla de St-Corentin. La isla de Sein tiene algo de enigmática.

Otra de esas deliciosas villas marineras, cosida por callejuelas y muretes de piedra que guardan las landas y cultivos batidos por los vientos... y a veces por las mareas. Apenas 150 almas viven aquí, marineros diestros o artistas furtivos, en un lugar de energía especial, luminosa y tormentosa al mismo tiempo. Cuidadas fachadas de color pastel que apenas resisten el impacto de los años, un par de restaurantes donde ensuciarse con el bogavante (nosotros escogimos Le Tatoon, una hermosa casita sobre la playa convertida en un privado remanso de delicias locales) y el alegre muelle de Paimpolais configuran la tranquila vida de la isla, tan orgullosa de su libertad, y tan testaruda ante el asedio de los elementos.

Y regresamos al mar, donde nos esperaba la algarabía de la vida salvaje.

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DE DELFINES Y ATARDECERES

Adormecidos por el generoso almuerzo y el mecerse de la balsa, ponemos rumbo de vuelta a Penmarc ́h, algo entristecidos por no haber planificado pasar una noche en Sein, y tal vez disfrutar del atardecer cayendo sobre el faro... y de la vida de sus pequeños bares al anochecer. Se nos iba a pasar pronto cuando entre pestañazos distinguimos los primeros delfines mulares. Las costas, bahías y archipiélagos bretones son un santuario para multitud de mamíferos y aves marinas. El delfín mular es sin duda el más emblemático de ellos, con permiso de la foca gris que habita en este mar de Iroise. Tal vez sea por la relativa facilidad con que podemos encontrarnos, aunque los avistamientos no puedan alargarse más de diez minutos por cuestiones de protección. Lo que nos parece perfecto. Aquí algunos afortunados pueden observar orcas y cachalotes, pero el encuentro con las focas y delfines siempre despierta una simpatía particular.

Nos quedan en la memoria un par de familias de focas, tostándose al sol sobre rocas olvidadas, y varios grupos de mulares dando pábulo a su curiosidad con nuestro raft, detenido sobre unas aguas muy tranquilas, lleno de tipejos disparando sin ton sin son, acertando muy pocas fotos de aquellos saltos y juegos sin trabas. ¡Qué alegrías tan inesperadas nos da la naturaleza! Y lo que nos quedaba por ver... Al desembarcar en Penmarc ́h, todavía nos aguardaba una última luz en el horizonte, nunca mejor dicho. Nos tocaba ascender hasta lo alto de uno de los faros más míticos de la región, el de Ekmülh, uno de los pocos que ofrecen el privilegio de estar abiertos a los visitantes durante el atardecer. El faro se inauguraba en octubre de 1897, tras servirse de un generoso testamento de 300.000 francos cedidos por Adelaïde-Louise d'Eckmühl de Blocqueville. "Mi primer y más querido deseo es que se construya un faro en un punto peligroso de la costa francesa, que no sea socavado por el mar. Mi viejo amigo, el barón Baude, me ha dicho a menudo mque muchas calas de la costa bretona siguen siendo oscuras y peligrosas. Me gustaría que el faro de Eckmühl se levantara allí; pero sobre algún terreno sólido y granítico, pues quiero que este noble nombre permanezca mucho tiempo bendito", escribía Adelaïde. Su única petición es que el faro rindiese homenaje a su padre, el mariscal Louis-Nicolas Davout, príncipe de Eckmühl.

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Construido con piedra de Kersanton, inmune al aire salado del océano, hoy no solo sirve de guardián de aquellas costas, tambiénse ha convertido en uno de los lugares más visitados entre todos los de la Bretaña. Su intrigante y bellísima escalera de caracol asciende durante 290 escalones (que producen sospechosas arritmias) con- duciéndote entre mármoles y bronces, vestigios de nobleza, hasta la mterraza, justo bajo la gran cúpula que vela los mares. Aquí se celebra cada año una competición por ver quien sube más rápido, récord que ostenta el fallecido Maxim Signorino con menos de 50 vertiginosos segundos. Nosotros tardamos un poquito más... pero una vez arriba el espectáculo es hechizante. Te envuelve el viento mientras pierdes la vista en las luces y destellos de los faros y balizas, que macompañan un atardecer rojizo sobre la bahía de Audierne. Desde el muelle de Saint-Guénolé parten algunos pesqueros, pequeñísimos desde nuestra perspectiva, perdiéndose en un océano inmenso. Campiñas salpicadas de casitas blancas se abalanzan sobre la costa, y la vida hace por detenerse unos instantes mientras se termina de componer el soneto del ocaso.

PUNTA DEL RAZ, ESPÍRITU CORSARIO

Habíamos tenido unas jornadas sosegadas, disfrutando de paisajes, manjares y puestas de sol. Nos sentíamos un poquito mal, así que mteníamos que planificar algo con un poco de acción, pues no está bien acostumbrarse a regresar de un viaje con más peso del que te fuiste. Tocaba ponerse las botas para visitar spots donde explorar opciones más intensas. Por ejemplo en la playa de la Torche, donde nos daba la bienvenida el joven Théo Julitte, triple campeón de surf de Bretaña. Un surfero de raíz, de melena rubia, indudablemente atractivo y de carácter tranquilo. La clase de tipo que serviría para cualquier anuncio de tablas y neoprenos. Resulto ser una criatura muy auténtica, habiendo volcado genuinamente su vida en las olas, pero también en la protección de los espacios naturales, motivo por el que estuvimos un buen rato divagando sobre como arreglar el mundo. "Mira, en mi caso vivo el sueño de disfrutar del mar y la naturaleza profesionalmente, sería ingrato no devolver a estos lugares todo lo que me han dado desde niño", argumenta Theo, que es de esos amigos que te dan la brasa si tiras una colilla al suelo. Y eso es de agradecer. La conversación derivó hasta una terraza junto a la playa, donde acabó contándonos las bondades del surf en la zona, que es a lo que habíamos venido. Bien, olas para todos los niveles y gustos, clima benigno y más ambiente del que se podía esperar en escenarios tan calmados.

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Ese espíritu de libertad que ostenta el surf, viene muy ligado a la mexploración de los mares, cosa que hicieron a su manera un gran número de piratas y corsarios de todo pelaje en estas aguas. Esa historia no se ha perdido, y no solo alimenta buena parte de las opciones en las tiendas de souvenirs, es que caminando por aquellas costas, con esa brisa algo áspera, casi se aparecen imágenes de mcontrabandistas y picaros, ocultándose entre los acantilados. Toda esta tradición se concentra en la Punta del Raz, no sólo por las tienditas atestadas de figuras y cuentas de mareantes que te reciben en el centro de visitantes, también por lo bravo del lugar. Distinguido como Grand Site de France, estamos ante una de las obras magnas de la naturaleza en Cornualles. Un cuerno de roca imponente y fascinante, lanzado al mar como si quisiera romper el horizonte.

Paisaje labrado por eras de viento y oleaje contundente, cubierto de landas salvajes en flor. Varias rutas surcan estos precipicios que alcanzan los setenta metros, ideal para jornadas de actividad con la mochila de ataque a cuestas. Pero para los más avezados existe la posibilidad de seguir las señales del GR 34, que serpentea por todo el cabo de Sizun. Todo el recorrido se puede hacer en algo menos de una semana, coleccionando panorámicas desde la bahía de Douanernez hasta esta punta del Raz, inmensa y embravecida. Para los bikers, existe una amplia red de senderos habilitados que combinan mlas salvajes zonas costeras con las coquetas villas del interior. Los kayakers también encontrarán aquí un spot sobrecogedor, pudiendo acercarse a los faros y colonias de aves marinas, vigilados por los tremendos farallones del Raz. Eso sí, cuidado con los cambios de la meteo, pues aquí se arremolinan las tempestades.

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Habiendo llenado un poco de polvo las botas, y posado sobre esas mrocas espectaculares como si fuésemos auténticos aventureros, to- caba ir poniendo el broche al viaje, no sin antes una sesión de relajación en hamaca y degustación de pescados ahumados en el curioso mEmbruns d ́Herbe (embrunsdherbe.com), un hotel rural en Plogoff, que tiene la intención de convertirse en una comunidad de viajeros sostenible. Desde su jardín se escuchan las gaviotas y se huele el mar, pero la intimidad está asegurada envueltos por la vegetación del interior. Un lugar excelente para concluir nuestro nuevo, que no último, periplo por la Bretaña Francesa. Estas luces y estas calmas merecen estar en la lista de lugares a los que siempre regresar.

Encontráreis toda la información para preparar vuestro viaje en https://www.vacaciones-bretana.com/.