"Tenéis suerte de estar vivos”. Esa fue la primera frase que recuerdo después de que una avalancha nos sorprendiese en Pirineos en el año 2010 mientras hacía snowboard con un grupo de amigos fuera de las pistas de la estación francesa de Luz Ardiden. ¿Suerte?
¿Te sientes afortunado?
El especialista en avalanchas Doug Chabot (director del Centro de Avalanchas del Gallatin Forest, en el Estado de Montana, EEUU) comentaba en un artículo su opinión sobre cuáles eran las causas que determinaban por qué unos sobrevivían a las avalanchas y otros no. La respuesta fue una simple palabra: suerte.
El concepto “suerte” puede verse desde puntos de vista diametralmente opuestos. Ni más ni menos que desde Séneca hasta Harry Callahan. Y en ambos casos se pueden aplicar a las circunstancias, razones y casualidades por las que sobrevivimos a una avalancha. Para el filósofo romano “la suerte es lo que ocurre cuando la preparación y la oportunidad se encuentran.” Para Callahan, más conocido como “Harry el Sucio”, la suerte es la diferencia entre una o ninguna bala en el cargador de su pistola, y cómo le dice a uno de los muchos villanos a los que se enfrenta : “¿Te sientes afortunado, colega?“.
Los aludes son asesinos caprichosos. Algunos pequeños con un desarrollo vertical de no más de diez metros han tenido las mismas consecuencias mortales que otros de mil metros. Algunas víctimas han sido rescatadas sin un rasguño en medio de una densa maraña de árboles y otras han muerto del impacto contra el único árbol de toda la caída. Se ha dado el caso también de una pareja de esquiadores a los que una avalancha les sorprendió pegados uno al otro, y una vez detenida uno de ellos estaba de pie sobre la nieve sacudiéndose la chaqueta y el otro enterrado bajo un buen metro de nieve.
La rueda de la fortuna. Así es. Es la rueda de la fortuna la que decide quién vive y quien muere. Los ARVAS, RECCOS, perros de rescate, airbags y AvaLungs pueden ayudar. Pero ninguno de estos dispositivos garantiza sobrevivir. En los EEUU, de los accidentados equipados murió un mayor porcentaje del que sobrevivió: de las 112 víctimas documentadas entre las temporadas 99/00 y 08/09 que se rescataron enterradas y que estaban equipadas con ARVAS, sólo 44 sobrevivieron. El 39%.
"Es la rueda de la fortuna la que decide quién vive y quien muere."
Creo en la suerte; proporciona esperanza, y también me he beneficiado de ella más de lo que me gustaría poder admitir. Creer en la suerte es una esperanza razonable para cualquier esquiador o snowboarder de montaña, pero la suerte también hay que trabajarla y, en todo caso, nunca querer quedarnos solamente a su merced. Adquirir la suficiente experiencia para lidiar con fuertes pendientes nevadas supone un gran trabajo y tiempo en desarrollar las habilidades y conocimientos necesarios. Ser listo en la materia abre las puertas de infinitas líneas y aventuras. Tomar decisiones no inteligentes significa imprudencia y locura, lo que suele derivar en trágicas consecuencias. El problema de las avalanchas es que la mayoría de las veces la nieve en los descensos suele estar estable. Si no fuera así estarían desencadenándose avalanchas en todo momento y en todo lugar. En cambio, la nieve y las avalanchas se mezclan en una especie de relación clandestina, que en su mejor versión puede ser sólida como una roca, y en su peor versión como trabajar con Charlie Sheen.
Situaciones y circunstancias
Demasiado a menudo, tendemos a pensar en la suerte en términos embargo, vistas las estadísticas, yo diría que más que agotar su cupo de suerte, ésta les acompañó hasta el final, porque el esquiador enterrado finalmente sobrevivió ¡y la mayoría de la gente no lo hace! Así que, cuando pensemos en bien en términos de supervivencia.
En las montañas necesitamos de vez en cuando situarnos mentalmente en situaciones y circunstancias de suerte. Algunos factores que aumentan nuestras posibilidades de ser afortunados son por ejemplo llevar el equipo de seguridad y rescate de avalanchas y, por supuesto, estar entrenados en su uso. Pero esas posibilidades disminuyen si insistimos en descender pendientes de nieve inestable. Considera las posibilidades de suerte si esquías solo… hacerlo con un compañero incrementa tus posibilidades de suerte, pero ésta se puede desvanecer en el momento que os separéis o, ¡maldición! en el caso de que la avalancha os pille a los dos. ¿Creéis que no pasa? Son cosas que le pueden pasar incluso a los más cuidadosos, pero es un error muy serio cuando dos esquiadores son atrapados.
De todas maneras, a veces la suerte no siempre está de nuestro lado, como es el caso de un trágico accidente de 2011 en Alaska. Dos esquiadores de montaña fueron atrapados por un alud, y sólo uno de ellos enterrado. Aunque al compañero la avalancha no le llegó a enterrar, las lesiones que le produjo el alud le impidieron moverse para hacer la búsqueda de su amigo. A pesar de su preparación, la suerte no estuvo de su parte, no obstante el compañero estaba tan profundamente enterrado que los especialistas del rescate dudaron de que hubiese podido hacer nada por salvar su vida…
Si mencionas la palabra suerte regularmente, deberías reconsiderar tu forma de aproximarte y disfrutar de las montañas nevadas.
En otra ocasión, dos hermanos fueron pillados por un alud en Colorado (EEUU). Uno de ellos fue enterrado por completo y el otro sólo en parte. Cuando las avalanchas atrapan a dos personas y sólo entierran completamente a una, lo normal es que la enterrada muera. Los primeros y más valiosos minutos se pierden en el tiempo que el semienterrado tarda en salir, antes de poder ponerse a buscar y desenterrar a su compañero. No cuesta imaginar cómo una situación así puede terminar mal. En el caso de los hermanos, el que fue enterrado tuvo de su parte un factor a favor de su fortuna: llevaba un AvaLung (un dispositivo en la mochila que permite seguir respirando y aumenta el tiempo de rescate antes de morir asfixiado). Su hermano tardó cuarenta minutos en poder desenterrarle, un tiempo en el que la mayoría de las víctimas ya son rescatadas sin vida.
La aproximación de Harry el Sucio al concepto de suerte probablemente no sea la mejor manera de asegurar una larga y gratificante vida de experiencias en la montaña. Pero sirve como recordatorio de cómo deberíamos pensar después de cualquier incursión a las montañas nevadas. Después de cada aventura exitosa, es recomendable considerar las razones del éxito (es decir, de que no ocurriese ningún accidente): ¿ha sido debido a la suerte, a las decisiones inteligentes, al margen de error, o a una combinación de las tres?
Si mencionas la palabra suerte regularmente, deberías reconsiderar tu forma de aproximarte y disfrutar de las montañas nevadas. Si, en caso contrario, nunca mencionas la suerte, deberías preguntar a gente más experimentada que tú sobre su apreciación de tus acciones. Tanto el exceso como la falsa confianza pueden ser tan destructivas como jugártelo todo a rojo o negro en la ruleta.
Prepárate
La suerte puede ser voluble. A veces ganas, y a veces pierdes, por lo que nunca quieres depender solamente de ella. Si lo haces en la montaña, probablemente recuerdes su naturaleza impredecible de una manera dolorosa, o incluso terminal. Así que mejor que pensemos en la suerte tal y como hizo Séneca hace dos mil años: “La suerte es lo que ocurre cuando la preparación y la oportunidad se encuentran.”
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Aprende todo lo que puedas sobre las avalanchas. Toma decisiones inteligentes. Consulta los partes. Habla con los patrulleros de las estaciones o los locales de las zonas de montaña. Fórmate en primeros auxilios. Aprende a usar el equipo de seguridad y rescate (Arvas, sondas, palas, RECCO, airbags. Avalungs, teléfonos móviles…), y procura que tus compañeros habituales en la nieve hagan lo mismo. Esto te otorgará más probabilidades de suerte, aunque lo mejor sea tomar las mismas decisiones que tomarías si no tuvieses el material de seguridad… De esta forma, no tendrás que-sólo-confiar en la suerte.
Artículo traducido, basado y adaptado de “Do you feel Lucky?”, de Dale Atkins, presidente de la American Avalanche Association.
¿Creéis que no pasa? Podéis leer la afortunada experiencia de nuestro redactor Fco. Javier González en el siguiente enlace:
“Tenéis suerte de estar vivos"
El invierno de 2010 la suerte me sonrió. Un grupo de cuatro amigos entre los que me encontraba, y un esquiador desconocido, perfectamente pudimos volver a casa en un ataúd. Sólo la suerte nos salvó de ello... Miro atrás y me siento muy, pero que muy afortunado.
Esa noche nos visitaron los Reyes con unos días de retraso. La noche del 14 de enero de 2010 nevó en abundancia en el Valle de Louron, y sabíamos que las pistas -y fuera pistas- de la estación de Luz Ardiden estarían repletas de nuestro juguete favorito: nieve fresca recién caída. Nos acostamos pronto nerviosos ante la previsible épica jornada de snowboard que nos esperaba. Despertadores a las 7. Desayuno y equipo de snowboard preparado ya la noche antes. Se trataba de estar en el aparcamiento los primeros. Amanecimos antes incluso de que sonasen los despertadores. El primer vistazo al exterior con los primeros reflejos del alba nos confirmaron nuestros mejores sueños: nieve fresca allá dónde mirásemos ¡Y estábamos en el valle! Desayunar y cambiarse fue todo en uno. Ya en los coches, mientras el sol comenzaba a irradiar por encima de algún pico en un día con el cielo profundamente azul, los nervios y la ansiedad ante el previsiblemente glorioso día de nieve polvo crecían con cada innumerable curva del puerto de Luz Ardiden...
Mientras poníamos las cadenas de camino repasaba mentalmente todas las precauciones y protocolos que debía transmitir a mi grupo, formado por cuatro buenos amigos. Yo era el más experimentado del grupo en fuera pistas y snowboard de montaña, y ya había realizado algún curso de alpinismo invernal y rescate de avalanchas. Sabía que debía transmitir prudencia y liderar la toma de decisiones como responsable de un grupo menos experimentado. Así pues, en el camino, mientras me maravillaba con el manto blanco a mí alrededor y allá donde mirase, empecé a transmitir consejos y directrices básicas ante el previsible panorama que nos esperaba: “no vamos a salir de pistas hasta que no lo veamos claro. Cuando lo hagamos siempre será de uno en uno hasta los puntos de seguridad que marque. Ya que no llevamos ARVA (¡3 puntos, colegas!), todos debemos de estar pendientes de los descensos de los demás. Casco obligatorio….” A pie de pistas, una señal bien clara: riesgo 4 de avalanchas. Sólo esta señal, debería haber sido suficiente para evitar todo lo que vino después...
Controlando nuestras ansias, como opción de calentamiento ante la gloriosa jornada que teníamos por delante optamos por una pala de menos de 35º bien cargada de nieve. Seguramente todos conozcáis esa excitante y mágica sensación de comenzar a descender enlazando giros sobre nieve tan ligera que pareces flotar sobre el agua… Los gritos de entusiasmo y las enormes sonrisas en nuestras caras eran signo de la dicha que sentíamos. Un adreanalínico subidón de pura felicidad, ya que no siempre se tiene la suerte de esquiar en tan buenas condiciones… Después del primer descenso, nos subimos en el telesilla totalmente embriagados de nieve polvo, ansiosos por otra dosis como verdaderos adictos. Durante la subida, todos opinábamos sobre la siguiente opción de pala a desvirgar, y las opiniones mayoritarias señalaban un soleado descenso que se veía por debajo del mismo telesilla que utilizábamos. “No lo veo claro”, dije. “Creo que tenemos que buscar primero opciones más seguras”. Aunque a regañadientes (ciertamente la pala era preciosa, de esas que llaman la atención a primera vista), mis compañeros aceptaron volver a repetir el descenso anterior, aún con muchos huecos y espacios sin pisar. Sin embargo, la excitación ya no fue la misma que en el primer descenso. Como pasa con las drogas, los yonkis, suelen querer aumentar las dosis…
Durante el siguiente viaje en telesilla volvimos a discutir. No sabía realmente muy bien por qué no me gustaba la pala que todos mis compañeros deseaban descender. A veces no hay una o varias causas concretas o visibles, simplemente dan mala espina… Así que insistí en buscar otras opciones. De repente, desde la silla pudimos ver a varios esquiadores y snowboarders bajando por la soleada pala con la misma algarabía que nos había invadido a nosotros en nuestro primer descenso. “¿Ves? ¡No pasa nada, eres un rallao!”. Efectivamente, ahí estaba la prueba, delante de mis ojos. “Venga, vamos a darle, que todavía está a punto para nosotros!”. En ese momento, mi cabeza hizo click. A posteriori es mucho más fácil darse cuenta, pero ahora sé que ese fue el momento en el que cambió mí (nuestra) suerte. De repente olvidé todas las precauciones que me había esforzado en transmitir a mis compañeros desde la noche antes. Olvidé todo lo leído y aprendido sobre precauciones y seguridad en avalanchas. Bajé la guardia ante la presión grupal y, por supuesto, porque en mi interior también había una vocecita que me pedía hacer caso y disfrutar de la pala. ¡Qué demonios, no tiene por qué pasar nada!
Para acceder a la pala había que pasar por debajo de una valla. Un signo de que los responsables de la estación ya habían calibrado el peligro potencial de esa zona. Aún así, no sería la primera vez que saltaba una valla para acceder a una zona de freeride… Con las botas y fijaciones firmemente apretadas, el faldón de la chaqueta bien abrochado, las gafas de ventisca bien limpias y el casco bien ajustado, llegó de nuevo el ansiado momento. Mi amigo Josué se lanzó primero, y no tardamos en verle desaparecer tras grandes estelas de nieve como consecuencia de sus fluidos giros. "¡Me toca!", grité a mis dos compañeros expectantes de que llegase su turno. Enfilé la tabla hacia la línea de máxima pendiente para pillar velocidad, y cuando tuve la suficiente busqué con la mirada una zona libre de huellas. La encontré en una pala a mi izquierda para la que sólo tenía que trazar una diagonal con el canto de talones de mi tabla. Fue una mala -y muy desafortunada- decisión. Tan mala que de repente sentí cómo el suelo sobre el que me deslizaba se desvanecía.
Desde el primer segundo supe lo que estaba pasando, pero todavía no podía calibrar la magnitud de la placa que sentía se estaba quebrando bajo mi tabla. En un segundo la superficie sobre la que me “deslizaba” era una amalgama de nieve que me desplazaba poderosamente hacia abajo. Todavía no sé cómo lo logré, pero puse toda mi concentración y experiencia al servicio de mis piernas y cuerpo para intentar trazar una diagonal fuera de ese monstruo que tiraba de mí. Cuando me vi fuera después de cinco interminables segundos, el terror me invadió. Nunca podré olvidar la gigantesca nube de nieve que tapó por completo el complejo de taquillas, escuelas y restaurante de la estación. Aquello, era evidente, no era una broma. Con el corazón disparado, me aseguré de que los dos compañeros que estaban por detrás de mí seguían allí. Y menos mal que así fue. Gritando les indiqué que saliesen de la zona cuanto antes y bajasen por pista a buscar ayuda. Sabía que Josué había sido literalmente engullido por el monstruo, y lo peor de todo es que no llevábamos ninguno ARVA.
Consciente de la posibilidad de que se desencadenase otro alud, bajé lo más rápido que pude por un enorme sedimento de nieve destrozada. Estaba muerto de miedo calibrando las posibles consecuencias de lo que acababa de pasar. Recordé un artículo que comentaba el caso de un esquiador en mi misma situación que, presa del pánico, no había sido capaz de encontrar a su compañero a tiempo, a pesar de que una parte de su anorak se mostraba bien visible sobre la avalancha. Intenté mantener la sangre fría y confiar en la suerte… Allí estaba, enterrado de nieve hasta el cuello. Con una cara de susto que probablemente se parecía a la mía. Le pregunté si estaba bien, y me contestó que sí. Otro esquiador vasco al que había pillado la avalancha se acercó a ayudarme a desenterrar a mi amigo. Él había logrado desenterrarse solo, pero sus esquís habían desaparecido. Sin palas, entre los dos tardamos un buen rato en desenterrarle. Lo siguiente que pensé fue: ¡Dios, espero que no hubiese más gente en la pala en ese momento!
“Tenéis suerte de estar vivos”, nos dijo un patrullero de la estación al venir a reconocer la zona. Y viendo a nuestras espaladas el calibre de la placa que se había desprendido, así como el volumen de los sedimentos de nieve que se habían acumulado, no le faltaba razón. Gracias a dios la avalancha no pilló a ningún otro esquiador, y no hubo que lamentar ningún herido ni daño material. Un año más tarde, durante un Curso de seguridad en Chamonix, un Guía me comentó que según la legislación francesa, si hubiese muerto alguien por culpa de ese alud me hubiesen acusado de homicidio involuntario. Independientemente de las consecuencias legales, en mi interior empecé a desarrollar un miedo interno que he tardado muchos años en quitarme de encima, aunque no creo que nunca me lo llegue a quitar del todo. Durante estos años, he repasado todo el cúmulo de errores cometidos: compañeros inexpertos, sin material de seguridad, falta de auto control, decisiones erróneas, saltarse una valla, cortar una diagonal…
Y sigo dando las gracias por la suerte que tuvimos. Y de seguir vivos.
“Tenéis suerte de estar vivos"