El lince ha vuelto a nuestros montes. Lo comprobamos de primera mano en varios incursiones, apoyados por los técnicos y biólogos de WWF España. El peligro no ha pasado, pero el futuro vuelve a mostrarse prometedor para el gato de todos.
Texto y fotos: Jorge Jiménez Ríos
Llevamos horas aguardando. El sol que ha castigado los olivares se va escondiendo, concediendo sus últimas luces al Santuario de la Virgen de la Cabeza, dueño del horizonte en la Sierra de Andújar. Es un disco rojo, formidable, que ahora se adormece tras los montes bajos. Salimos del regocijo de las sombras, desde donde escrutamos el paisaje serrano, con sus manchas de vegetación y las familias de venados y gamos cumpliendo con su sustento diario. Olemos a sudor y a jara. Corren algunos rayones, excitados por el trote de su madre. Las currucas han dejado de cantar, el buitre negro ha regresado a su refugio de roca y mutismo, y las urracas hace rato que no anuncian la presencia del lince. Y es por él que esperamos, entrecerrando los ojos ante cualquier señal de un felino más discreto que el silencio. Tenemos las cámaras preparadas, pero con la caída de la noche vamos perdiendo la confianza en regresar a casa con una buena fotografía. Es el cuarto viaje que realizo a las geografías ásperas de Jaén, y a pesar de haber tenido éxito en la observación en casi todos los intentos, todavía no hemos conseguido una toma llamativa, cercana, nítida, capaz de transmitir con sus ojos y su pose la elegancia y el temple del gran gato. Ya no parece que hoy vaya a suceder. Llega el ocaso y cerramos los trípodes. Entonces ocurre. Un movimiento fugaz entre los setos nos advierte del inicio de la función crepuscular. Un lince ha hecho presa de un conejo despistado, pero ante nuestra presencia se muestra tímido, ocultando su pieza y marchándose parsimonioso allá donde no podamos verle. No cuenta con nuestra insensata fascinación, que nos mantiene en guardia frente al océano de dehesas. Harto de los dos tipos que han decidido posponer la cena, reaparece para tumbarse paciente en mitad de un camino de grava. También espera. Ninguno va a dar su brazo a torcer. El lince quiere su presa. Nosotros queremos nuestra foto. No hay luz y dar pábulo al obturador se antoja casi imposible. Aun así debo intentarlo. Me aproximo despacio, deteniéndome cada pocos metros. El lince, a quien no parece perturbar mi presencia, permanece inmóvil, flemático, con la vista puesta en el escondrijo donde ha dejado su caza. Sigo avanzando como un reptil. El felino acaba por aceptarme, cierra los ojos y se desparrama sobre la arena, ofreciéndome la oportunidad de llegar hasta apenas diez metros. Apoyo el teleobjetivo en una roca, calculo los parámetros, sabiendo que casi todas las fotos saldrán movidas y oscuras. Disparo cerca de un centenar, asegurando el tiro. Compruebo en la pantalla de la cámara que he cumplido mi propósito. Ahora es cuando me relajo yo también, aparcando la fotografía para dejarme llevar por uno de esos momentos siderales, como aquel en Alaska con mi primer grizzly, o en Polonia, cuando compartimos huellas en la nieve con un gran bisonte europeo. Es por esos instantes por los que estamos aquí, clavados bajo la luz mortuoria de la Andalucía nocturna, cara a cara con uno de los animales más exquisitos de la naturaleza, y también uno de los más insólitos. Pero nuestra misión, en realidad, es otra: atestiguar la recuperación del lince ibérico en España gracias al programa Life Iberlince, con el que se ha logrado resucitar parte de sus poblaciones históricas, superando un punto de inflexión casi definitivo, cuando por poco desaparece la que quizá sea la especie más icónica de nuestro territorio, símbolo de los escenarios prohibidos para el ser humano.
Este lince, al que podéis ver en la apertura del reportaje, se llama Keniata. Lo reconocemos por la cicatriz que luce sobre el ojo derecho, evidencia de una reciente pelea con otro macho de un territorio vasto, único en cuanto a biodiversidad, y terriblemente hermoso. Damos gracias porque se ha superado ese invierno como especie, tan cerca de ser tragados por la extinción, de quedarse como escarcha en el recuerdo. Pero ya es verano para el lince tras el florecimiento de los últimos años. Hay esperanza en esta isla tecnológica en que vivimos, rodeados de una naturaleza a la que muchos miran como si fuese inabordable y ajena.
Desde 1970, nuestro mundo ha perdido el 60% de sus vertebrados. La sangría de especies que desaparecen no se subsana con buenas intenciones. Son gentes formadas y certeras, como los técnicos de WWF España, los que han puesto de manifiesto nuestro potencial para cambiar las cosas. El equipo de trabajo del proyecto LIFE Iberlince ha logrado uno de los mayores casos de éxito de la conservación global, luchando contra la pérdida de biodiversidad, una muerte silenciosa que, como advertía la ONU recientemente, tendrá unas consecuencias catastróficas para toda la vida. Las acciones humanas han ido menguando la capacidad de los ecosistemas para regenerarse (biocapacidad). Un progreso inaceptable, cortoplacista, que pone en un brete a las futuras generaciones. La degradación de los hábitats, la tala indiscriminada, la presión urbana y la sobrepoblación han sometido al planeta. Tres cuartas partes de este punto azul pálido, como lo describió Carl Sagan, se han visto conquistadas por el audaz pero despiadado desarrollo humano. Especies como el lince, guardianes de su entorno, especialistas puros de la perseverancia y la belleza, son ahora los supervivientes de un paraíso perdido habitado por aspirantes al olvido.
Un proyecto de por vida
El encuentro con un lince remueve algo antiguo y profundo, algo que parece latir dentro de nosotros hace miles de años. Y la oportunidad debemos agradecérsela al programa de conservación de la naturaleza LIFE (siglas en francés de L’Instrument Financier pour l’Environnement), en concreto a sus proyectos Iberlince, que han apostado por la recuperación de sus poblaciones en España y Portugal. Las labores están comandadas por la Consejería de Medio Ambiente y Ordenación del Territorio de la Junta de Andalucía, al que se han unido otras cinco administraciones españolas, el Instituto da Conservação da Natureza e das Florestas (ICNF), así como una decena de organizaciones no gubernamentales como WWF, con cuyos técnicos compartimos varias jornadas de monte y observación.
Hoy podemos celebrar que existen cerca de 600 ejemplares del Lynx pardinus en libertad en la Península Ibérica, una recuperación excitante pero todavía insuficiente. “Estuvimos muy cerca del punto de no retorno". Al habla María José Pérez, veterinaria responsable del centro de cría de la Olivilla, donde trabaja desde hace más de una década en la reintroducción de ejemplares en el medio salvaje. Estos centros, como el de Silves, en Portugal, o el del Acebuche, en Huelva, han sido el principal motor de la salvación de la especie. Una suerte de grupos de resistencia que sostienen una lucha sin descanso contra el enemigo común: nosotros mismos. “La especie más peligrosa para ellos siempre ha sido el ser humano, por lo que tratamos de entrenar a los cachorros para que estén alerta ante nuestra presencia, para que se oculten de nosotros". La exploración, desarrollar su capacidad de curiosidad, su autonomía en libertad y su relación con otros linces son los principales factores que deben interiorizar las crías antes de ser trasladadas a territorios benignos para su reintroducción. Algo muy arduo si tenemos en cuenta que una de las principales causas que influyeron en su rápida desaparición sigue amenazando su supervivencia.
Los romanos bautizaron nuestro territorio como Hispania, literalmente tierra abundante en conejos. Y es precisamente el conejo uno de los principales actores en esta historia. Dos enfermedades, la mixomatosis y la neumonía hemorrágica, han ido diezmando las poblaciones de conejos en nuestro país desde hace décadas, menguando el sustento principal del lince, obstaculizando su conservación. Fue en 1952 cuando el médico francés Paul-Félix Armand-Delille, cansado de que los conejos arruinasen sus cultivos, introdujo la mixomatosis de forma artificial. Tuvo tanto éxito combatiendo la plaga de conejos (causada por nuestro ímpetu aniquilando a sus depredadores) que hasta le dieron una medalla por su iniciativa. Pero la epidemia se expandió rápidamente, cruzando fronteras y haciendo colapsar sus poblaciones en media Europa.
La caza furtiva también ha tenido su parte de culpa, sobre todo en los años 80, cuando cerca de cuatrocientos linces fueron atormentados por el ego humano. Los atropellos en carreteras –2017 fue el año más trágico con 31 ejemplares caídos en el asfalto– son igualmente una amenaza directa para el gato de todos. “Su conservación es al mismo tiempo una fuente de inspiración y de problemas. Cada vez es más complicado porque tenemos linces en más sitios y más frentes abiertos". Ramón Pérez de Ayala lleva veinte años trabajando con el lince en España. Acababa de salir airoso de los estudios universitarios cuando asistió a una reunión familiar, de esas a las que van hasta primos terceros que no has visto en la vida. Su futuro cambió para siempre. Cuando los primos se juntaron para ver vídeos de animales, Ramón se mostró tan interesado que uno de ellos le advirtió de la existencia de un proyecto incipiente por la conservación del lince. Al día siguiente Ramón hizo la entrevista y consiguió un empleo en el Ministerio que acabaría catapultándole al puesto de Técnico del Proyecto Iberlince que hoy ocupa en WWF España, siendo uno de los principales impulsores de este triunfo fenomenal. La clave, como muchas veces el problema, es la gente. “Somos muchos implicados, con experiencia y motivación, dedicados en cuerpo y alma al lince. Es verdad que también hemos tenido un poco de suerte, pero es la suma de esfuerzos de las personas y de las administraciones por lo que hoy podemos celebrar". Un depredador especializado, como es el lince, depende directamente de su entorno para prosperar. Custodios de su territorio, sus poblaciones son capaces de autorregularse, jamás anularían su propio sustento en lo que se consideraría un suicido ecológico, por lo que a día de hoy el mayor trabajo de conservación se realiza más sobre los conejos que sobre el propio lince. “Conservar una población viable a largo plazo es complicadísimo. Sobre el conejo depredan más de cuarenta especies, y hay dos enfermedades mortales que aparecen de vez en cuando. También depende del año, de la calidad de la hierba… hay tantísimos factores. Un año puede funcionar perfectamente y al año siguiente todo se va al garete. Es complicadísimo. La conservación del conejo es un auténtico desafío y a día de hoy el 40% del presupuesto se va en la mejora de sus hábitats", expone Ramón, que ya empieza a adivinar una luz al fondo del túnel. “Llevo toda mi vida profesional dedicada al lince y llegar a sacarlo del peligro posiblemente me lleve toda la vida. Espero jubilarme y haberlo conseguido. Empezamos el trabajo sin saber cuántos linces había, cómo podíamos ayudar, planteamos actuaciones, después las reintroducciones. He conocido una parte de España que no conocía. El mundo rural desde dentro, que ya me acepta y me respeta, aunque al principio no fue tan fácil. Llegaban los hippies de Madrid a decirle a la gente del campo qué tenía que hacer. Ganarse el respeto de un mundo que no es el tuyo da mucha satisfacción".
Precisamente una de las claves a la hora de sacar adelante un proyecto de conservación es la concienciación de los moradores del territorio, de los monteros, los ganaderos, cazadores o caminantes de este paisaje denso y acogedor, pero severo. En este caso el mayor problema a afrontar es el carácter privado de buena parte del territorio del sur. “Desde el primer momento todo se ha basado en convenios con fincas privadas. De Madrid hacia abajo, hay muchísimas grandes propiedades privadas. Es su casa y a veces les cuesta dejarte entrar. Una parte fundamental es la paciencia. Empezar con los que te conocen, con tranquilidad, que el resto vean que no eres un ogro, que no causas problemas y que no vas a prohibir nada. En seguida ven que estamos haciendo cosas buenas para la finca y al final todos van queriendo participar, porque es bueno para todos".
Otro gran debate, a veces virulento en ciertos foros, es causado por la caza. La acción cinegética humana es imprescindible como intérprete del territorio y ha sido así desde lo más remoto de nuestra historia. “La caza ha sido siempre parte del ecosistema. En la Sierra Morena la mayoría de ingresos del campo vienen de la caza, sin esos ingresos no se podrían gestionar las fincas ni la conservación de la vida salvaje. Se perdería mucha biodiversidad. Desde las ciudades se ve con malos ojos al mundo cinegético pero son una pieza fundamental en la conservación, quizá tienen un problema en la imagen que transmiten, sin esa capacidad de llegar al público a través de esa parte de conservación. Siempre se lo digo. Colaboran mucho con proyectos de conservación de especies, y en España cada vez hay menos cazadores y menos licencias y muy poca base de gente joven, así que a este ritmo habrá desaparecido la caza española en unos veinte años. Es una situación preocupante". Ramón Pérez de Ayala lo ve cristalino, todos los actores del territorio son necesarios para el desarrollo sano del hábitat, sobre todo cuando se trata de auténticos expertos sobre el terreno.
A propósito de Neón
Vivir es un asunto personal y para mí lo más liberador es encontrarme en medio de una naturaleza a la que no le interesan nuestras prisas, llevando su propio ritmo en el dulce transcurrir de la existencia. El tiempo es prescindible. Puedes hallarte frente a un río y sus miles de años de erosión lamiendo las gargantas, o frente a un lince de diez años persiguiendo sus últimas hazañas. Ninguno de ellos se preocupa por mis ambiciones en absoluto. Es por eso que caí en el embrujo de los espacios indómitos y es por eso que decidí profundizar en los tejemanejes de un proyecto de conservación tan cautivador. Mi primera visita a Sierra Morena fue de la mano de Alfonso Moreno Vega, técnico de campo para WWF que lleva desde 1999 en la patrulla de control. El objetivo era hallar y fotografiar a uno de los linces liberados en Viso del Marqués, en Ciudad Real. Su nombre: Neón.
Conocer a Alfonso y su relación con Neón fue uno de esos momentos que tiempo después se descubren como una marea imparable que ya ha inundado y arrasado aspectos de tu vida que te parecían inamovibles. De pronto, hay un proscrito dentro de ti batallando por cambiar tu perspectiva. Y el cabrón no se va a rendir hasta que le hagas caso. Ya era un enamorado de la vida salvaje, pero a veces consideraba al ser humano un ente prescindible y hasta pernicioso. Hoy, y gracias a los miembros de WWF España, tengo claro que no siempre es así. En una de sus incursiones rutinarias para localizar ejemplares, Alfonso halló a Neón agonizando, aquejado de una grave reacción alérgica a la picadura de una abeja. Lo tomó en sus brazos, no sin una peligrosa resistencia del animal, y logró llevarlo hasta los especialistas veterinarios para una intervención de urgencia que le salvó el pescuezo. Una cicatriz mal curada en la pierna de Alfonso certifica los hechos. Desde entonces, Neón agradece aquel atrevimiento, a vida o muerte, permitiendo a Alfonso acercarse hasta él siempre que se encuentran. Parecía una carta ganadora para llevarnos unas buenas fotos a casa, pero como mencionaba antes, mis ambiciones iban a tener nula importancia. Cubriendo un territorio de casi mil hectáreas, es imprescindible usar radares satelitales y terrestres para localizar a este ejemplar que, sin embargo, suele protagonizar correrías anárquicas que le llevan más allá de sus dominios. Tras varios intentos quedó patente que Neón no iba a protagonizar ninguna de nuestras imágenes, pero sí que iba a servir para una revolución interior y, sobre todo, para no dejar pasar la oportunidad de conocer a alguien como Alfonso, un pacificador de su tierra, de carácter afable y bonachón, y con esa sabiduría terrenal de las gentes sencillas ligadas a su tierra con la misma fuerza que las viejas raíces de los olivares.
El de Alfonso, por cierto, es uno de los 65.000 jornales que desde 2011 se han generado sólo en Andalucía para cubrir las necesidades del proyecto LIFE Iberlince, siendo una eficiente fuente de empleo y confirmando que la conservación del lince genera una riqueza imprescindible para su territorio. Por el momento no parece que vaya a frenarse la financiación de un proyecto que aún no tiene asegurada su continuidad, como tampoco lo está el futuro del lince a pesar de las victorias cosechadas. “Estamos en un punto de inflexión muy complejo", sigue Ramón Pérez de Ayala. “En el momento en que dejemos de invertir y trabajar su conservación será insostenible". En este momento existen ocho poblaciones saludables en España, pero en lugares con poblaciones históricas como Andújar o Doñana el progreso aún es lento, siendo preciso asegurar la conectividad y la variabilidad genética de las poblaciones. A ello ayudarán las nuevas generaciones, otra de las sorpresas agradables que nos llevamos en esta colaboración con la fundación. Jóvenes y resueltos, figuras como las de la comunicadora Mónica Timón, el abogado medioambiental Daniel del Olmo, la ingeniera Sonia Illanas o el biólogo Antón Álvarez, manifiestan una pasión fundamental para continuar diseñando el destino de los hábitats.
¿El panorama estimula el optimismo? Pérez de Ayala me responde. “Cada vez somos más urbanitas, incluso en los pueblos se empieza a vivir de espaldas al medio. El movimiento animalista cada vez tiene más auge pero está desconectado de la realidad ambiental. La naturaleza es salvaje, y dura, y hermosa, pero muchos quieren convertirla en el mundo de Disney, y eso de cara al futuro nos puede traer muchos problemas. Precisamente en Europa tenemos que ser un ejemplo de cómo relacionarnos con la naturaleza: hay dinero, posibilidades y gente muy preparada. Tenemos una oportunidad única para convivir con los grandes mamíferos que están regresando. Si lo logramos, habrá un futuro".