Crónica de una ascensión al Naranjo de Bulnes

Si alguna vez te has preguntado qué emociones te embargan al ascender el Picu Urriellu, esta crónica de una ascensión entre amigos puede resolver algunas de tus dudas...

Carlos Perales

Crónica de una ascensión entre amigos al Naranjo de Bulnes
Crónica de una ascensión entre amigos al Naranjo de Bulnes

...una mirada entre amigos que saben que se van a enfrentar a su mayor reto en la montaña.

Llegamos a Bulnes entrada la noche. Era verano y llevábamos toda la tarde andando, viendo como, poco a poco, la luz nos abandonaba. Nos vimos obligados a recurrir a los frontales. Tras varios momentos de duda, pensando en acampar en el primer claro que nos dejara el bosque, vimos unas luces. Antes de entrar al pueblo nos encontramos un grupo scout que nos ofreció cenar y dormir con ellos; cosa que rechazamos, ya que no era la noche más adecuada para hacer colegas y no dormir lo suficiente. Atravesamos el pueblo en busca del bar, donde disfrutamos de una agradable cena en la terraza. No había un alma en la calle. El pueblo tenía su encanto; no más de seis grandes casas de piedra lo formaban, pero lo mejor era el puente que cruzaba el río, también de piedra. No había luna aquella noche.

La noche no pasó sin sobresaltos; justo después de la última conversación, nada más cerrar los ojos un fuerte ruido sobre nuestras cabezas nos despertó. Dos segundos después cayó a nuestro lado una rama enorme que casi aplasta a Rolo. Con una velocidad asombrosa se me tiró encima para esquivarlo; sin suponerle, con suerte, ningún daño. Primer aviso de la montaña que nos tomamos a risa y no impidió que durmieramos como niños.

La alarma sonó a las seis en punto. Chacos, como siempre, se levantó el primero sin luz en el cielo. Mientras metía el saco medio dormido exclamó con voz heroica: “¡En marcha!”. Rolo, Goncho y yo fuimos saliendo de los sacos, aún húmedos por la fría noche. A medida que metíamos todo en el macuto y nos atamos las botas nos iba despertando un cosquilleo. Ese cosquilleo que acompaña una sonrisa nerviosa, una mirada entre amigos que saben que se van a enfrentar a su mayor reto en la montaña. No con miedo, con respeto y con una ilusión enorme. Apenas pasaron diez minutos y, sin desayunar, nos pusimos el macuto al hombro y empezamos a caminar por un sendero que salía del final del pueblo y se perdía en el bosque que iba subiendo el valle. El camino que decidimos afrontar era La Majada de Camburero, algo más difícil que el convencional pero nos aseguraba encontrarnos a muchas menos personas.

El caso es que avanzábamos por el valle aún sin amanecer del todo. Con luz, pero con esa luz tenue que engaña y no calienta. Subíamos por la ladera sin poder ver la cima, aumentando el ritmo a medida que nos animaba la idea de dejar atrás la arboleda y empezar a caminar sobre roca. La luz iba dibujando destellos en las hojas de los árboles, que aún conservaban alguna gota del rocío mañanero. El gran surco por donde el agua se había abierto paso y no quedaban nada más que unas grandes rocas con musgo, por las que íbamos pasando sin mucha dificultad. Dejándonos, poco a poco, llevar por la magia de aquel lugar. Aprovechamos para tomar un desayuno ligero, un poco de leche y algún sobao pasiego.

Momento idílico que duró poco. Sobre las siete y media observamos como el terrenose volvía más empinado y comenzábamos a caminar sobre rocas sueltas del tamaño de puños, que no daban buena espina. La dificultad se debía al peso que llevábamos encima y a la inclinación de la pendiente. Por cada tres pasos retrocedíamos uno. Durante esta subida, que duró aproximadamente hora y media, fuimos disminuyendo las fuerzas.

En estas subidas se suele dar el caso, como en toda subida difícil, de empezar con el grupo unido, hablando y distrayéndose mutuamente y terminar separados, sin permitirnos el ir conversando, ya que el esfuerzo se vuelve más mental que físico, y las pocas fuerzas que te quedan son para motivarte a ti mismo y poder seguir dando un paso más… El cansancio avanzaba, pero los ánimos se mantenían. Esta no era una marcha cualquiera. Estábamos en el corazón de los Picos de Europa, y queríamos llegar al refugio que descansa a los pies de la cara oeste del Urriellu, como allí lo llaman.

Para nosotros suponía subir más alto que nunca. Sabiendo que arriba no había nada más que rocas y viento, y posiblemente sentirnos vivos. La idea de superarnos, de encontrarnos a nosotros mismos venciendo ese obstáculo gigantesco que habíamos decidido afrontar juntos. La idea nos llenaba el corazón de fuerzas.

Seguramente con una pizca de inconsciencia, aún sabiendo que las horas de calor más duras se acercaban, seguimos subiendo esa pendiente que se desmoronaba a nuestros pies. Hasta que, por fin, llegamos a una gran roca plana, nos quitamos el macuto y bebimos un buen trago de agua fría de nuestras cantimploras. Y aunque estoy seguro de que nos hubiésemos tomado cada uno los dos litros que llevábamos, supimos controlarnos y emprendimos la marcha de nuevo. Esta vez el terreno se volvía menos empinado, aún con buen desnivel, pero pudimos recuperar aliento. Pasada otra media hora y tras una pequeña colina vimos el pico. El esperado pico anaranjado que le da nombre. Una cara totalmente vertical de 300 metros que solo los escaladores pueden disfrutar de subir. Pero el objetivo que teníamos no era menor, debíamos llegar a la base del pico antes de las doce si no queríamos que nos pillara el sol, que iba adquiriendo cada vez más fuerza y nos hacía sudar el doble de lo que ya sudábamos.

La última hora antes de llegar al refugio fue dura. El terreno se volvía abrupto, lleno de bajadas y subidas, que nos hacían perder el pico como referencia, y con varios escalones de piedra de unos cuatro metros que nos hacían quitarnos los macutos y subirlos pasándonoslos entre nosotros. En este tramo nos cruzamos con las únicas dos personas que bajaban por nuestro lado. No debíamos andar muy lejos de la cima.

Por fin, ante nuestros ojos el pico, tan anaranjado como prometía, y en su base el refugio; al que entramos para echar un vistazo y tomarnos un café. Enseguida salimos a buscar una buena piedra para que nos diera algo de sombra y poder comer con una sonrisa de oreja a oreja.

Las vistas eran insuperables y fantaseábamos con ver el mar desde allí, cosa que parecía imposible por la distancia, pero que al final resultó ser cierta. Nos echamos un rato a dormir en los aislantes y pasamos así las horas de mayor calor. El pico es solo la mitad del camino, y el descenso, que empezó sobre las cinco de la tarde, es otra historia.

El escalador belga Siebe Vanhee.

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FOTOS: Sergio Romero

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