Antes de la Primera Guerra Mundial, que una mujer esquiara era una inmoralidad. El esquí como deporte era cosa de hombres, hasta que las esquiadoras se apuntaron a un campeonato sin freno por la libertad, el reconocimiento y la igualdad de derechos. Desde entonces, han hecho frente a descensos con una inclinación de esas del 85%, derrapando sobre valores sociales congelados sin perder canto; se han salido fuera de pista y de caminos marcados; han tenido virajes complicados, cada puerta del eslalon era un obstáculo, un skicross de baches por superar. Ha sido una carrera para fondistas de largas distancias, pero ya han ganado unas cuantas medallas y están entrenadas para conseguir las que les faltan.
El primero que vio a Eva Nansen esquiar en pantalón se horrorizó, y eso que la noruega llevaba una falda por encima que le cubría hasta por debajo de las rodillas... Fue hacia 1892, cuando hizo una travesía por el altiplano de Hardangervidda con Fridtjof —que además de ser explorador polar, era su marido—. De hecho, él mismo le diseñó el vestido, siguiendo como patrón los trajes tradicionales de las mujeres sami, y ella lo confeccionó con un tejido gris de lana gruesa y áspera típico de Escandinavia —wadmal, o wadmel, o wadmol, lo llaman…—. Lo escandaloso del modelito es que dejaba las pantorrillas a la vista, cuando lo normal es que las señoras recatadas esquiaran con unas faldas aparatosas y largas que arrastraban. Qué más da si tropezaban; de una mujer no se esperaba que esquiara bien, sólo que resultara bella y delicada. Un copo sobre la nieve polvo. Siempre elegante, ingrávida, como si su cuerpo no realizara ningún esfuerzo. Lo contrario hubiera parecido obsceno, y una indecencia si era domingo cuando la pillaban deslizándose por la montaña.
Las que practicaran deporte debían hacerlo de una forma estética y refinada. Una jovencita ataviada de hombre perdía toda su gracia, además de ser tachada de pervertida y depravada, cuando no sospechosa de bisexual o lesbiana. «¿Puede alguien de veras afirmar que las mujeres son unas inmorales por esquiar, aun yendo acompañadas por hombres? —se preguntaba Eva Nansen indignada— ¿Puede alguien creer que los salones de baile, las calles y los cafés de Cristiania —lo que hoy es Oslo— son lugares moralmente más saludables para las chicas jóvenes que los bosques…?»
Una noruega de 23 años, Kristine Drolsum, fue la precursora anónima que se atrevió a esquiar con pantalón y sin falda que lo camuflara; en Suecia hicieron lo mismo las gemelas Sigrid y Tora, pero ninguna de ellas pasó por ello a la historia. En la estación alemana de Sauerland, la moda del pantalón se equiparaba a «una especie de prostitución»; había leyes en Baviera contra esta prenda revolucionaria; en Francia incluso estuvo prohibido fotografiar a las mujeres que la usaran. Las más modestas empezaron vistiendo bombachos o híbridos de falda-pantalón; también había quienes llevaban una falda en la mochila, que se ponían si entraban en una tienda o en una cafetería, para no mostrarse tan provocativas.
«¡Fuera los corsés!», clamaban mujeres, y también hombres, en los años 1890. Aun así, en 1911 lanzaron al mercado un corsé especialmente diseñado para esquiadoras, el Ski-Stay, que garantizaba una figura delgada, «higiénicamente encomiable e insuperable en elegancia». Pero el decoro de aquellos distinguidos figurines no era compatible con la comodidad ni con la libertad de movimiento sin trabas que las jóvenes reivindicaban. Si, al principio, el toparse con una esquiadora era noticia, ahora, en las secciones de clasificados de la prensa, se leía: «Chica guapa y alegre busca esquiador culto y valiente con buena apariencia como acompañante para travesía…» «Hombre de negocios, 21 años, busca chica joven y culta para esquiar. Fotografía y carta de presentación requerida».
Esquiar era el deporte en boga, y muchas boutiques del West End londinense comenzaron a publicitar el ski look style. Siguiendo la última tendencia, muchas inglesas viajaban a los Alpes y contrataban a un monitor, aunque no siempre asistieran a las clases: «¡Oh, realmente no queremos esquiar! —le trataban de explicar dos señoritas a su instructor— Los esquís son sólo parte del traje…». Un accesorio esnob para lucir sobre el hombro. «¡Qué maravilloso y saludable es esquiar! —exclamaban otras— Sólo espero que no sea una moda pasajera».
En 1889 se fundó el primer club de esquí femenino en Trondheim; le llamaron Skade, en honor a una deidad esquiadora de la mitología nórdica. Al nombre se había opuesto una de las socias, por considerarla una divinidad poco pudorosa —no entraremos aquí en los deslices amorosos de la diosa—. Organizaban paseos nocturnos con antorchas por el bosque, a los que también invitaban a hombres. Años antes, algún que otro club masculino ya había admitido en sus filas a miembros del otro sexo, aunque al comienzo no fueron muchas las que se unieron. «No es sólo que la entrada de mujeres esté permitida, es que es sumamente deseable», constaba en los protocolos de uno de los clubs más activos: en 1897, entre sus 564 socios, había 56 mujeres.
Los médicos recomendaban a sus pacientes algo de actividad, pero moderada. Un resort en Suiza lo curaba todo, desde una depresión a unas hemorroides, siempre que los deportes de nieve se llevaran a cabo «con una fatiga mínima» —así lo prescribían—, porque las mujeres nacían con una cantidad limitada de energía —es una de las teorías ridículas que los doctores argüían—. Ellas debían consagrar sus reservas al hogar y a la maternidad, y no malgastar fuerzas en descensos ni en trayectos campo traviesa. Por eso no las dejaban participar en carreras, y por eso Ingrid Olsdatter Vestbyen tuvo que pedir permiso cuando en 1863 quiso competir en Trysil, la mayor estación de esquí noruega. «En un pueblo donde esquiar es vital tanto para mujeres como para hombres —escribió en una carta a los organizadores—, puede que fuera de interés ver un ejemplo de las habilidades de una mujer en el uso de los esquís». Y le dejaron correr. Se ve que la chiquilla osada de 16 años lo hizo bien —al menos, mejor que algunos hombres—, animada por los espectadores. Siete años más tarde, se montó la primera carrera de esquí abierta a mujeres en Skedsmo, cerca de Oslo, pero el itineario fue tan corto que casi no cuenta. En 1879 hay documentada otra en Estocolmo, pero no tuvo mucho poder de convocatoria: sólo esquiaron dos mujeres y ninguna salió victoriosa. Hanna Aars fue la primera campeona de esquí de la historia, gracias a que, en 1891, el presidente del Ski Club Asker, Laurentious Urdahl, invitó a las noruegas a correr en su campeonato anual. «Las carreras de chicas eran algo nuevo en ese momento, y mis padres no estaban muy seguros de que esas apariciones públicas pudieran compatibilizarse con la “auténtica feminidad" —contaba la vencedora—. Pero me las arreglé para obtener su permiso y un brillante día de invierno esquié los cinco kilómetros de la carrera. Fue tremendamente excitante estar en lo alto de la ladera con un dorsal en el pecho y esperar para la señal de salida. Estaba lleno de público por todas partes, y entre ellos se encontraba el mismísimo Príncipe Carlos. (…) Estaba no poco orgullosa cuando fui a recibir el primer premio con mis esquís —un bonito broche de oro con el nombre de Su Alteza—. Me dio una sonrisa y un apretón de manos de regalo, e hice la mejor reverencia que pude con los esquís puestos». Después de esa, la chica estuvo ocho días sin lavarse la mano derecha.
En general, aquellas primeras carreras de esquí femeninas eran harto aburridas. Véase como ejemplo la que tuvo lugar en Mürzzuschlag, Austria, en 1893: eran 600 metros y había sólo cinco esquiadoras. Mizzi Angerer se alzó en el podio; al año siguiente repitió victoria, en una carrera aún más corta, de 400. Aun así, extenuante si se compara con los 40 metros que tuvieron que superar las esquiadoras en Mont-Louis, Francia. En otras áreas había distancias menos consideradas con las señoras, como la travesía de 2.500 metros que se dio en Sankt Andreasberg, Alemania, en 1899. La primera en completar el circuito lo hizo a los 10 minutos 13 segundos; a 45 segundos venía pisándole los esquís la segunda; un minuto 45 segundos después, finalizó la tercera y última contendiente. En 1901 complicaron el reto a 3.500 metros.
Antes de la Primera Guerra Mundial, aquello eran más un show que un torneo en serio: los organizadores velaban por la seguridad de las damas, y los eventos se cancelaban si las condiciones de la nieve no eran las adecuadas. Tampoco se seguía un trazado concreto: había un punto de salida y otro de llegada, y que cada una bajara por donde pudiera. No era extraño que hombres y mujeres participaran juntos en las mismas pruebas; es más, en una Copa celebrada en Montana, Suiza, la señorita Fabling venció al señor Duncan Hay por dos minutos y medio. «Una exhibición de esquí magnífica», relataba el periodista del Times.
El esquí femenino y masculino debutaron a la vez en los Juegos Olímpicos de Garmisch-Partenkirchen, en 1936. Había una única disciplina, la de Combinada alpina, que ganó Cristl Cranz, una máquina alemana que se hizo con doce Campeonatos del Mundo. Nada podían hacer contra ella las dos representantes de la delegación española, Margot y Ernestina. Esta última ni siquiera terminó la prueba y se fue a casa dislocada. A la otra tampoco le fue mucho mejor: en el descenso acabó antepenúltima después de varias caídas —una en un riachuelo; otra justo ante la línea de meta—, y en el eslalon la descalificaron por superar el tiempo máximo. Y eso que era toda una estrella, conocida como «la indiscutible reina del esquí del Guadarrama» en la prensa de la época.
En España, el esquí también se puso de moda entre las muchachas. «Cada temporada aumenta el grupo de las sportwomen en la Sierra y ya se empiezan a enumerar las buenas esquiadoras», relataban en la revista Blanco y Negro, allá por los años treinta. «Las debutantes comienzan en terreno fácil su aprendizaje en el manejo de los esquís; siguen con entusiasmo los cursos del profesor, pues ahora se aprende el esquí, como el inglés, en doce lecciones; otras aprenden solas con los consejos y la emulación de las expertas». Y menciona, entre otras, a «tres triunfadoras del esquí y entusiastas de todos los deportes: las bellas señoritas Elena Cruz, Clarita Stauffer y Elena Potestad», de las que ya sólo se acuerdan las hemerotecas.
El primer equipo de esquí femenino español lo forbaban una andorrana, Olga Vilanova, y tres catalanas, las hermanas Conchita y Nuria Puig, y Montse Bofill, que aclara: —Hubo un equipo anterior, pero las mujeres se cabrearon porque no las quisieron llevar a las pruebas internacionales y lo dejaron. Éramos muy jovencitas… Debió de ser hacia el año 1967, porque yo tenía 14 años… y a los 15 ya estaba participando en el Campeonato del Mundo —calcula quien en su día fue campeona de España en eslalon y quien puso en marcha el Musèu dera Nhèu, en el Valle de Aran, y el Museo del Esquí, en Cercedilla.
—Mi hermana y yo también empezamos muy jóvenes en el esquí de competición —recuerda Conchita Puig, primera española en conseguir un podio en la Copa del Mundo—. Había chicas que esquiaban, pero pocas. Y a mí siempre me hacían salir la última en las carreras porque era la más pequeña, para que no molestara si iba lenta…
—¡Imagínate, unas niñas entre todos esos tiarracos de la Sierra!
—En el mismo circuito salíamos primero nosotras, dejaban cinco minutos, y luego bajaban los chicos.
—Pero la mejor época fue la de Blanca Fernández Ochoa —primera española en conseguir una medalla en los Juegos Olímpicos—. O quizá incluso más buena fue la de María José Rienda —la española con más victorias en Copa del Mundo—. Después de Carolina Ruiz —la única española en ganar un Descenso en Copa del Mundo—, ya no ha destacado nadie en alpino. Sin embargo, en snowboard está Queralt Castellet, que es de las mejores del mundo; en esquí de montaña, Mireia Miró, y en esquí de fondo, Laura Orgué. No tenemos un equipo fuerte, pero hay casos aislados de tías muy potentes. Esto ya no es un mundo de hombres.
Aunque a veces haya quien se empeñe: hasta Sochi 2014, a las mujeres no les dejaron participar en la disciplina de salto de esquí olímpico.
—En unos rancios informes de los años sesenta se decía que el salto femenino podía acarrear lesiones graves, entre ellas el desprendimiento de matriz, y por ello las chicas siempre tuvieron prohibido saltar en pruebas sancionadas por la Federación Internacional de Esquí (FIS) —cuenta Ángel Joaquinet, saltador desde la temporada 1972/73 hasta 1986 y autor del libro En un salto (T&B Editores).
«El salto de esquí es como tirarse de, digamos, unos dos metros de altura unas mil veces al año, lo cual no parece muy apropiado para las señoras desde un punto de vista médico», opinaba en 2006 el presidente de la FIS y miembro del Comité Olímpico Internacional (COI) Gian-Franco Kasper. Le rebate un doctor miembro del Comité Científico de la Sociedad Española de Ginecología y Obstetricia, al que consultamos, por si acaso: «Ser mujer no está reñido con el deporte ni con otra actividad anteriormente focalizada al ámbito masculino. La mujer joven con buena y adecuada preparación física, así como un suelo pélvico anatómicamente bien constituido, puede llevar a cabo los referidos saltos de esquí». Otros, a la preocupación por el útero añadían la de la espina dorsal, pues pensaban que la columna de la mujer era demasiado débil, incapaz de soportar la presión de un aterrizaje tan brutal.
—En mi época había chicas saltadoras, pocas pero las había —cuenta Joaquinet—. Me acuerdo que entrenábamos con una francesa en Autrans que se pegaba unos guarrazos tremendos, pero su tenacidad era encomiable y nunca le pasó nada. La austriaca Daniela Iraschko-Stolz tiene el record de salto en 200 metros y sigue entera, de una sola pieza; alguna vez se ha lesionado, es cierto, como suele ocurrir en los deportes de riesgo.
—Era algo absolutamente incoherente que no les consintieran tirarse de un trampolín si la misma FIS les permitía superar los 150 kilómetros por hora en un descenso… Pero no hay que olvidarse de que eran otros tiempos; la norma fue abalada en su día por médicos, y siguió vigente porque nadie la cuestionó.
En 2004, la Federación —cuyo consejo forman una mujer y 18 hombres— entró en razón y se creó una Copa continental femenina, y una Copa del Mundo en 2011. Entretanto, las saltadoras de esquí iniciaron un proceso legal en la Corte Suprema de Canadá para que les dejaran participar en las Olimpiadas, algo que llevaban demandando desde Nagano ‘98.
—El COI no quería que saltaran, pero no porque fueran mujeres, sino por una cuestión de números: tiene que haber un mínimo decente para que el espectáculo se pueda emitir por la tele, porque el deporte son sponsors y minutos.
También se sugería que las chicas no alcanzaban los estándares técnicos requeridos en una cita olímpica. Aquella máxima de «estimular y apoyar la promoción de las mujeres en el deporte, a todos los niveles y en todas las estructuras, con el objetivo de implementar el principio de igualdad…» se la saltaban.
El caso de las canadienses tuvo bastante repercusión mediática, aunque finalmente el tribunal fallara en contra. No lograron lanzarse en Vancuver 2010, pero sí en las siguientes.
—Ganó una alemana, Carina Vogt. Y un dato curioso: ella saltó 103 metros; el mejor chico, en el mismo trampolín, 101. La que está arrasando ahora es la japonesa Sara Takanashi —el ex saltador sigue a unas cuantas de sus compañeras por Instagram—. Yo siempre consideré que las chicas eran capaces de saltar, y se me ocurre que a las propias organizaciones les interesa que ellas también salten, para que las instalaciones resulten rentables.
Queda otro reto pendiente con las pruebas de Combinada nórdica, de donde las esquiadoras siguen excluidas. Es de suponer que se aluden razones parecidas. Dicen que es la modalidad más dura, que el deportista debe ser un crack en salto y darlo todo en esquí de fondo. El caso es que en las próximas olimpiadas de Pyeongchang, las mujeres todavía no podrán participar. Hasta la próxima temporada 2017/18 no contarán con una Copa Continental; en 2019 se les permitirá entrar en el Campeonato del Mundo Junior, y para 2020, en el de adultos; ese mismo año, puede que les dejen (o puede que no) competir en los Juegos Olímpicos de la Juventud. Pensar que estarán en las Olimpiadas de Beijing 2022 es quizá demasiado ambicioso, así que la FIS se ha marcado las de 2026 como meta. Sigue la carrera.
10 esquiadoras que han hecho historia
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Christl Cranz (1914-2004). Nadie ha superado aún a la alemana, que sigue siendo la esquiadora con más medallas en el Campeonato Mundial de Esquí Alpino.
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Nancy Green (1943). La canadiense ganó la primera Copa del Mundo, celebrada en la temporada 1966/67.
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Marielle Goitschel (1945). Con dos medallas de oro olímpicas y siete títulos de Campeona del Mundo, tiene el mejor palmarés de la historia del esquí francés.
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Annemarie Moser-Pröel (1953). La austriaca que arrasaba en todas las disciplinas en los años setenta: descenso, eslalon gigante y combinada alpina.
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Hanni Wenzel (1956). Consiguió la primera medalla olímpica para su país, Liechtenstein, en 1976. En las siguientes Olimpiadas, se hizo con otras tres.
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Erika Hess (1962). La suiza acabó su exitosa carrera con dos medallas de oro en el Campeonato del Mundo de 1987, a sumar a todas las que tenía antes.
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Vreni Schneider (1964). Encabeza el palmarés del esquí suizo femenino con tres medallas de oro olímpicas, tres Campeonatos del Mundo y tres Copas del Mundo.
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Anja Pärson (1981). La sueca es la primera esquiadora de la historia en ser Campeona Mundial en las cinco modalidades de alpino: descenso, súper gigante, eslalon gigante, eslalon y combinada.
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Janica Kostelic (1982). La croata es la única mujer con cuatro oros olímpicos de esquí alpino.
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Lindsey Vonn (1984). La esquiadora estadounidense tiene el mayor número de victorias en la historia de la Copa del Mundo de Esquí Alpino, y le faltan 10 títulos para superar el record absoluto masculino.