Patente alpina: inventos para conquistar la cima

Meritxell-Anfitrite Álvarez

Patente alpina: inventos para conquistar la cima
Patente alpina: inventos para conquistar la cima

Mucho ha cambiado el material de montaña desde que Jacques Balmat holló la cumbre del Mont Blanc con suelas claveteadas… O desde que Edward Whymper ascendió con una cuerda de cáñamo al Cervino… O desde que Rabadá y Navarro se encaramaron con alpargatas por los Mallos de Riglos. Las grandes gestas del montañismo se alcanzaron con un equipo totalmente desfasado a día de hoy, que fue evolucionando para satisfacer las demandas del escalador: seguridad, economía de esfuerzo y confort. Un desarrollo sin freno del que han sido testigos Josep Manuel Anglada, Jordi Pons y Miguel Ángel Gallego.

LOS TESTIGOS

Hemos hablado con los tres montañeros y nos hemos leído un magnífico libro al respecto: Alpinismo. La saga de los inventos (Ediciones Desnivel, 2016). En el número de verano de la revista Oxígeno repasamos la evolución del calzado, crampones, cuerdas, sacos de dormir  y mochilas, y aquí os dejamos las consideraciones sobre bastones y piolets, arneses, cascos, ferretería…

Josep Manuel Anglada y Jordi Pons nacieron en 1933, cuando todavía no se habían inventado las cuerdas de nailon, ni los pies de gato, ni el arnés, ni los friends, ni el Gore-tex. Con los medios del momento, realizaron ascensiones insignes como la cara Norte del Eiger, el espolón Walker o el Cervino. Entre tantas otras gestas, fueron los primeros españoles en encumbrar un seismil (el Nevado de Huascarán), un sietemil (el Itor-o-nal, en el Hindu Kush pakistaní) y un ochomil (el Annapurna Este). Además, son los inventores de la Tanka.

Miguel Ángel Gallego tiene 65 años y es otro de los veteranos. Desde que debutó abriendo la primera vía en las paredes de Leiva, ha dejado su firma en cantidad de rutas nuevas. Por citar solo dos gestas, realizó la primera invernal al Naranjo de Bulnes y la primera escalada española al Capitán, en Yosemite. ¿Quién, sino él, podría haber inventado el mítico pie de gato Firé?

LOS TESTIGOS

DEL BASTÓN AL PIOLET

Otro útil ancestral es el alpenstock, un antepasado del piolet que ya citaba en el siglo XII un monje inglés y que seguía siendo moda alpina en tiempos de Mark Twain: «No se considera seguro moverse por Suiza, ni siquiera por la ciudad, sin un alpenstock. Si al turista se le olvida y baja a desayunar sin su alpenstock, vuelve, lo coge y lo deja apoyado en el rincón».  Era el tipo de bastón con el que Jacques Balmat y el doctor Paccard hollaron la cima del Mont Blanc. La vara que ellos llevaban medía tres metros; se fabricaba con una madera resistente y ligera como la del fresno (también valía la de roble o la de abeto), y tenía una punta de hierro en un extremo, sobre el que se apoyaban en los repechos. Tan pronto les servía para sondear un glaciar como de puente para atravesar grietas o de pértiga en las torrenteras. El apero se completaba con un hacha tosca, como las que llevaban los buscadores de cristales y de gamuzas; solo que, en su faceta de guías, las empleaban para tallar peldaños en las subidas.
Pues bien, el piolet nació al fusionarse el hacha y el alpenstock; no consta la fecha exacta ni el inventor. El prototipo inicial fue disminuyendo de tamaño, partiendo de que a finales del siglo XIX medía unos 120-130 cm. Por lo demás, la forma se mantuvo prácticamente inalterada hasta 1966, cuando Yvon Chouinard, que era herrero además de escalador, sacó su piolet a tracción: una primicia de 55 cm con la hoja dentada y curva. A partir de los años ochenta, los mangos también se curvaron en pos de la manejabilidad. Con tal de aligerar, del fresno se pasó al bambú… al acero… al aluminio… al titanio… a la fibra de carbono y al kevlar.

JP: Mi primer piolet me lo compré en los años cincuenta; me acuerdo bien de cómo era porque tengo una foto con él en el Posets: medía unos 75-80 cm, de madera, y lo usaba tanto para atravesar un glaciar como para subir por una ladera vertical, lo cual era un inconveniente a la hora de clavarlo, porque sobraba mango. Ahora tenemos piolets de 40-45 cm, con unas formas aerodinámicas y unas láminas mucho más acuradas; pero entonces aquello era lo más técnico.
JA: El Charlet-Moser era uno de los mejores piolets de la época; también los de la casa Simond, porque los franceses todo esto de la escalada en hielo lo dominaban bastante.
JP: Yo todavía conservo el Charlet-Moser que me llevé a la pared norte del Eiger. Los otros los fui donando y regalando, pero este lo conservo con mucho cariño.
Los ojos se le llenaron de lágrimas a Émile Pic —nombre oportuno para un guía del XIX— al perder el piolet con el que había conquistado el Monte Viso (3.841 m) y el Meije (3.984 m). Y a punto estuvo de extraviar el suyo Maurice Herzog, quien paralizó durante dos días la expedición al Annapurna hasta que lo encontró. «Este piolet es más que un utensilio —dijo—, es parte de mí mismo, una prolongación de mi vida». En 1991 lo legó al Museo Olímpico.

DEL BASTÓN AL PIOLET

ARNESES Y CASCOS

JA: Yo escalé hasta los años sesenta con una cuerda como arnés.

Alberto Rabadá perfeccionó aquellos arneses caseros con el “nudo Edil”. Hoy quizá no cumpliría con los requisitos de seguridad, pero en 1959 pasó el test más exigente: Goito Villarig tuvo una caída monumental en el espolón norte del Puro y no le pasó nada, bien sujeto como estaba con una cuerda que le agarraba por las piernas, la cintura y la espalda.

JP: Debíamos de ser muy valientes, porque íbamos sin arnés… ¡y sin casco también!

Gaston Rébuffat optó por protegerse con un gorro acolchado con medias cuando escaló la cara norte del Eiger, en 1952. El apaño artesanal le salvó de una buena, pues logró amortiguar el golpe de una piedra que la cordada de delante desprendió sobre su cabeza.

ARNESES Y CASCOS

JP: Nosotros nos íbamos a los Alpes cargados hasta arriba de ferralla, con el martillo, los pitones, los mosquetones… Muchas veces nos lo fabricábamos nosotros mismos, y pesaba una barbaridad, porque todo era de hierro.

Los primeros pitones pesaban alrededor de 300 gr, y no eran más que un gancho con una anilla en el extremo; hasta que un guía austriaco, Hans Fiechtl, inventó en 1910 una clavija de una sola pieza con un ojal por donde pasar la cuerda. Al principio, incrustaban los clavos con lo que tuvieran a mano —en otras palabras, a pedrazos—; desconocemos la mente sofisticada que empezó a emplear la maza. El alemán Otto “Rambo” Herzog fue el instaurador del mosquetón: vio que este gadget colgaba del cinturón de los bomberos bávaros y se le ocurrió incorporarlo a su instrumental de escalada, porque era mucho más seguro y práctico que los cordeles que venía utilizando: ata, desata… desata, ata…

JP: Aquellos mosquetones de acero pasaron a ser piezas de museo desde que descubrimos los diseñados por Pierre Allain.
El inventor reincidente fraguó en 1933 una anilla de aluminio que pesaba 65 gr frente a los 140 de un modelo que se quedó enseguida obsoleto. Se calcula que el francés fabricaba unos cuarenta mil mosquetones ligeros al año; y esto a lo largo de setenta años. Tenía 90 y seguía trabajando. Concibió otros aparatos, como el descendedor y el desenganchador; sin embargo, fue un adalid de la escalada libre, que él mismo practicó.
JA: Hablamos de un tiempo en que si querías hacer según qué no te quedaba otra que pitonar.
MG: La gran revolución vino de Estados Unidos, con Yvon Chouinard.

Para los pioneros de Yosemite, los pitones europeos eran demasiado blandos (y demasiado caros); no encajaban bien y luego costaba mucho sacarlos; así que no podían reutilizarlos y tenían que ir cargados en ascensiones largas, de días… semanas. Harto, el escalador norteamericano optó por fabricarse sus propios clavos, siguiendo el ejemplo de John Salathé, el manitas que forjó los Lost Arrow con una aleación de acero carbónico y vanadio. Chouinard los perfeccionó y empezó a venderlos por un dólar cincuenta en plan top manta. La demanda fue tal que fundó la Great Pacific Iron Works (empresa cuyos restos compró Black Diamond).

MG: También es el dueño de Patagonia… Yo visité su taller original en California y era increíble: un par de habitaciones absolutamente ridículas donde se parieron algunos de los mejores inventos de la historia del alpinismo moderno.

Los pitones constituían la partida más rentable del negocio; con todo, los fue retirando del catálogo poco a poco, al reparar en las cicatrices que estaban dejando en El Capitán. «Las montañas son finitas y, a pesar de su apariencia, frágiles», sostenía. «Cuantos menos gadgets haya entre el escalador y la escalada, mayor será la oportunidad de alcanzar la deseada comunicación con uno mismo… y con la naturaleza». Para demostrar la compatibilidad de sus ideales medioambientales con las big walls, en 1973 realizó la primera ascensión sin martillo por la Nose, sirviéndose solo de fisureros. Desarrolló herramientas de quita y pon, como los stoppers y los hexéntricos.

JP: Nosotros en Montserrat usábamos unos tacos de madera para las fisuras anchas, donde los clavos no nos valían…

Se cree que esta técnica se le ocurrió a Morley Wood, un inglés ingenioso que en 1926 se llenó los bolsillos de piedras para empotrarlas en las paredes del Clogwyn du’r Ardu (700 m), en Gales del Norte. Pero a saber cuántos montañeros antes que él salieron de un apuro encajando cualquier cosa (un piolet o una cacerola) en la roca.

JP: Hoy ya no nos haría falta, porque hay toda la parafernalia de empotradores que quieras…La mayor colección del mundo se halla en un museo corso.
JP: Que si aliens, offsets, camalots, friends…
MG: Los friends fueron otra gran innovación, que debemos a Ray Jardine. Me acuerdo de verlo en las ferias intentando vender su invento… ¡y nadie le hacía ni puñetero caso!
Al principio temía que le plagiaran sus cachivaches; por eso experimentaba con sus prototipos de extranjis: los llevaba escondidos en una bolsa y solo los mostraba a colegas de confianza como Chris Walker, que un día, habiendo oídos indiscretos cerca, quiso saber disimuladamente si había traído a sus “amigos” con él. De allí el nombre.
JP: El primer friend que tuve en mis manos me lo regaló en los años setenta Simond. Posibilitaron una progresión mucho más rápida y sin malgastar la montaña.
En la vertiente opuesta del desfiladero estaba Cesare Maestri y su taladro.
MG: Lo de Maestri es un caso raro en la historia del alpinismo…
En 1970 ascendió al Cerro Torre colocando unas cuatrocientas clavijas de expansión con una taladradora y un motor de explosión; así perforó la Vía del Compresor.
MG: Yo le conozco personalmente… Era un atleta, un alpinista raro… Pero atención, que se ha hecho solo la cara nordeste de la Civetta en dos horas y media, y luego se ha bajado por la misma ruta sin cuerda; o sea, que este tío sabe subirse por las piedras. Lo del Cerro Torre fue una aberración, un trabajo de albañilería, un sinsentido, porque esa ruta se podía resolver no ya con material ultramoderno, sino con herramientas tradicionales. Creo que fue una obsesión personal más que deportiva, para adelantarse a la cordada de Bonatti y Carlo Mauri.

Estuvo casi un mes vivaqueando en hamacas de pared, las que inventó Warren Harding, las portaledge. Su creador las llamaba BAT tent, donde BAT significa “Tecnología Básicamente Absurda” en inglés. La diseñó para abordar El Cap por The Wall of Early Morning Light, ya que en esta cara había pocos o ningún saliente donde acampar. Pasó 28 noches colgado allá arriba, capeando una tormenta que puso en alerta a los helicópteros del Parque Nacional. «¡Ni queremos ni aceptaremos un rescate!», les advirtió. Estaban en plena celebración, y el grupo de salvación les había cortado el rollo justo cuando habían abierto la botella de cabernet y el queso.

FONDO DE ARMARIO

JP: Para escalar íbamos con unos bombachos, de esos que te llegaban por debajo de las rodillas. Lo que llamábamos antiguamente rocciatore.
JA: Fuimos así durante muchos años, pero no era demasiado práctico…
JP: No, porque cuando teníamos que hacer un vivac sentados, con las piernas plegadas por falta de espacio, los pantalones se te subían hacia arriba, los calcetines hacia abajo y las rodillas te quedaban al aire.
Para molestias de verdad, trepar con la falda que las pioneras del alpinismo se ponían sobre los pantalones; no les quedaba otra que quitársela en caso de complicaciones.

JA: Además, usábamos pana, que pesaba mucho cuando se mojaba.
JP: La primera vez que subí al Dru fue con pantalones de pana… ¡Y nunca más!, me dije al bajar. Después de aguantar un tiempo horrible de lluvia y nieve, me compré unos de fieltro en Chamonix, como los que gastaban los guías de alta montaña.
Los antepasados de esos guías se trajeaban con paño de Bonneval, una tela gruesa y pesada, algo desagradable al tacto pero resistente a los desgarros, que la marca Arpin continúa fabricando con ovejas tirolesas. Más ligero y caliente que la lana era el forro polar que en los años sesenta desarrolló la firma noruega Helly Hansen para equipar a los marinos del Atlántico Norte; los alpinistas se lo apropiaron más adelante.
JP: Antes de los sintéticos llevábamos prendas de algodón. Yo tenía un anorak fino, resinado por dentro, tipo cortavientos, pero la película engomada se caía a trozos así como se iba haciendo viejo.

El que lució George Mallory en el Everest también era de algodón: una gabardina Burberry color verde flojo que, además de chic, era transpirable y resistente al agua y al viento. El GORE WINDSTOPPER del momento.



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