Las poblaciones de elefantes africanos están amenazadas por la caza furtiva. Para protegerlas, el Fondo Internacional para el Bienestar Animal y la Fundación TUI proponen que todas las agencias de seguridad de Kenia y los ciudadanos trabajen conjuntamente.
Caminan despacio. Un paso. Otro paso. Miran a su alrededor para percatarse de todos los detalles. En silencio. Tienen uniformes militares, y las armas colgando de sus hombros: AK-47. Solamente se escucha el tintineo de los cargadores. El ruido ensordecedor de las cigarras. La tierra seca. Cada pisada produce un crujido en el suelo, cuarteado por el calor intenso y la falta de lluvias. Al mediodía, mientras el sol está en lo alto del cielo, en las sabanas del este de África reina una calma sorprendente. Como si el mundo se hubiese parado y solamente hubiesen resistido las cigarras. Las aves están calladas. Los animales se esconden entre la hierba o en los arbustos repletos de espinas: leones, leopardos, búfalos, elefantes. Por eso, para esta patrulla de guardabosques es importante permanecer atentos, no bajar la guardia en ningún momento. Están en los alrededores del parque nacional del Tsavo, en Kenia, y su objetivo es detectar a los cazadores furtivos antes de que maten a más elefantes.
De acuerdo con African Wildlife Foundation, los furtivos matan a alrededor del ocho por ciento de todos los elefantes africanos cada año. Como el interés por sus colmillos ha crecido, las cacerías también. En Tanzania, a unas pocas decenas de quilómetros del parque nacional del Tsavo, la población de elefantes descendió de 110.000 individuos en el 2009 a poco más de 43.000 en el 2014, sobre todo por culpa del furtivismo. Aunque el precio del marfil cayó hace tres años, cuando China anunció la prohibición del comercio doméstico de este material, la demanda apenas si ha cambiado. En China, Vietnam, Tailandia o en los Estados Unidos, los colmillos de los paquidermos se transforman en figuras, esculturas, pulseras, collares u otros adornos exclusivos. Si las tendencias se mantienen, los elefantes podrían desaparecer en unos años, pues se cazan a un ritmo más rápido del que necesitan para regenerar sus poblaciones.
Es el momento de pasar a la acción. Por eso, en el parque nacional del Tsavo, una sabana semidesértica con una superficie similar a la de Suiza, el Fondo Internacional para el Bienestar Animal ha desarrollado una idea innovadora para proteger a estos mamíferos.
CUANDO LOS ELEFANTES BLOQUEAN EL CAMINO A LA ESCUELA
En las sabanas del este de África los amaneceres duran poco tiempo. Desde que una entreluz morada anuncia el inicio del día hasta que el sol reclama con energía su hueco en el cielo, los animales de los herbazales pastan o cazan sin que las altas temperaturas les molesten: es el mejor momento para observarlos. Cada mañana, decenas de turistas de todo el mundo circulan por las pistas del parque nacional del Tsavo. En Kenia, la posibilidad de encontrar manadas de elefantes y otros animales caminando despacio en una sabana inmensa, sin humanos ni edificios, atrae a cerca de dos millones de turistas al año. Para ellos, estos mamíferos son un símbolo: la imagen con la que sueñan los viajeros que desean conocer África. Para las personas que residen alrededor de los espacios naturales, son sus vecinos. Y como ocurre en todas las relaciones de este tipo, en ocasiones surgen enfrentamientos.
En mitad de la oscuridad, mientras los turistas se montan en sus todoterrenos, Christine prepara a su hija para ir al colegio. Una mochila azul. El uniforme impecable. Su casa es una única habitación humilde pero digna, con los muros de cemento y el tejado de chapa; la escuela está a un par de quilómetros de distancia, en los alrededores del espacio protegido. Caminan en silencio por una pista de tierra, abarrotada de huellas de animales: antílopes, leones, leopardos, elefantes. A veces, los paquidermos se quedan parados durante horas en mitad del camino o a unos pocos metros, y las madres como Christine, que acompañan a sus hijos a la escuela, deben detenerse y esperar. O volver a casa. Si se acercan demasiado, los elefantes pueden atacarles: corren a 45 quilómetros por hora y matan cada año a alrededor de 500 humanos.
—Los elefantes son como los humanos: cada uno tiene una personalidad distinta —dice Christine—. A los elefantes que están cerca de nuestras casas les ponemos apodos relacionados con sus conductas. Algunos son impulsivos, y otros son más tranquilos.
Christine trabaja en un colmado —una tienda de comestibles pequeña—, y su marido es pescador. Su pueblo está en las orillas de un lago donde los elefantes beben.
—Los elefantes han matado a mucha gente —lamenta Christine—. Todos los años muere alguien. Conocemos a los animales, sabemos cómo hay que comportarse con ellos. Pero en ocasiones, cuando están escondidos, no nos da tiempo a reaccionar.
En un lugar donde, aparte del turismo, existen pocas oportunidades para prosperar económicamente y la desigualdad es rampante, muchas personas piensan que no obtienen beneficios del parque nacional. La meta de los traficantes de marfil es colaborar con este tipo de gente, pues necesitan cazadores locales familiarizados con el terreno donde viven los elefantes. A cambio, comparten con ellos una parte diminuta de los beneficios que consiguen en los mercados ilegales. El Fondo Internacional para el Bienestar Animal, con el respaldo de la Fundación TUI, quiere terminar con esto. Según sus expertos, el furtivismo solamente se detendrá si los animales, los ciudadanos y las agencias de seguridad kenianas permanecen en el mismo bando. Las patrullas de guardabosques comunitarios, encargadas tanto de concienciar a sus vecinos sobre la importancia de conservar la naturaleza como de detectar a los furtivos y compartir esa información con las autoridades, son un buen ejemplo de esta filosofía.
Christine dice: —Es horrible cuando los elefantes matan a nuestros conocidos. Nos sentimos hundidos. Pero no queremos que los elefantes desaparezcan. Comprendemos que, como sucede con las personas, algunos elefantes son buenos, y otros son malos. Es injusto desear que mueran todos por el comportamiento de unos pocos individuos.
LOS USOS DEL MARFIL
Los colmillos de los elefantes no son más que los dientes superdesarrollados de los mamíferos terrestres más pesados del globo: una herramienta con la que derriban árboles para comer sus hojas, excavar en la arena, levantar obstáculos o pelear, sobre todo en el caso de los machos. Los árabes comerciaban con ellos desde por lo menos el siglo II d.C. El marfil se mandaba a lugares tan distantes como La India o China.
Las historias de esas cacerías se han integrado en la tradición oral de muchos pueblos del este de África. En las aldeas de Uganda, algunos ancianos aún cuentan una leyenda que escucharon a sus padres, a sus abuelos: según ellos, los elefantes eran tan abundantes y ruidosos que los barritos formaban parte del paisaje de la región. Se escuchaban todo el tiempo, por todos lados. En ocasiones, el ruido era tan ensordecedor que las personas debían taparse los oídos para soportarlo. Pero esto cambió lentamente. Cuando las comunidades abandonaron sus costumbres nómadas y comenzaron a cultivar, el apetito insaciable de los elefantes se transformó en un peligro para los huertos y la seguridad alimentaria de los pueblos. A medida que las cacerías para comerciar con el marfil y los enfrentamientos con los agricultores aumentaban, estos animales cambiaron sus costumbres y se convirtieron en unos seres silenciosos.
A finales del siglo XIX, cuando la demanda europea estaba por las nubes, los colmillos de los elefantes africanos eran los protagonistas de un negocio considerado más rentable que el de los esclavos. Las personas morían o enfermaban mientras caminaban a los puertos; con el marfil no había pérdidas y en los mercados internacionales existían pocos productos con precios tan estables. Por Tabora (Tanzania), un puesto de comercio a mil quilómetros del mar, pasaban 500.000 porteadores de marfil al año. Los burgueses de Europa estaban dispuestos a pagar mucho dinero por ese material. Como podían tallarse fácilmente, se usaban para construir un sinnúmero de productos: empuñaduras de cuchillos, bolas de billar, peines, abanicos, teclas de piano, estatuas… Poseer estos objetos era un símbolo de prosperidad: las élites los mostraban con orgullo. Lo mismo sucedía en los mercados asiáticos, donde muchos templos estaban decorados con ese material desde hacía miles de años. Era un negocio con muchos beneficios. Solamente había un problema. Para participar en él, los comerciantes pasaban meses en lugares remotos, enfrentándose a animales, enfermedades desconocidas y pueblos hostiles.
Las matanzas fueron tan intensas que en únicamente sobrevivieron y tuvieron descendientes los ejemplares de menor tamaño; como consecuencia, en la actualidad, solamente existen alrededor de 20 elefantes con colmillos con más de 45 quilogramos, y cerca de la mitad están en Kenia, en el parque nacional del Tsavo.
LOS DEFENSORES DE LOS ELEFANTES
El despertador de Purity Lakara —uno de los 40 guardabosques comunitarios del proyecto del Fondo Internacional para el Bienestar Militar— suena a las cinco de la mañana. Aunque aún está oscuro, no tiene tiempo para apoltronarse en su esterilla. Lakara está a muchos quilómetros de su familia. Sus jornadas de trabajo son agotadoras, y las comodidades escasean en los cuarteles donde duerme. Corre todas las mañanas para mejorar su estado físico. Hace dos patrullas al día. Decenas de quilómetros diarios en territorios ignotos, a muchos grados de temperatura.
A Lakara (25 años) le gustan esta clase de desafíos, aunque son extenuantes. Creció en un pueblo masái. Su casa era una cabaña redonda en mitad de la sabana, protegida de los animales salvajes con un cercado de palos con espinas. Siempre le fascinó la manera en la que los ojos de los leones brillaban cuando sus padres sacaban las linternas en la oscuridad de la noche. Eran tan silenciosos que esa era la única manera de detectarlos. Con el paso del tiempo se convirtieron en sus animales preferidos.
—Desde que era una niña quería ser tan fuerte con ellos —dice con una sonrisa enorme.
Lakara tenía una deuda pendiente con los animales. Sin ellos, no habría terminado sus estudios, pues su madre pagaba las tasas de la escuela con el dinero que ganaba vendiendo pulseras masáis y otros adornos a los turistas, dentro del parque nacional.
—Cuando era pequeña, recogía agua en los mismos lugares donde los elefantes bebían. He crecido con estos animales. Son mis hermanos. Somos iguales. Por eso, tengo el deber de convencer al resto de mi comunidad de la importancia de protegerlos. Son una parte importante de nuestro país. Lo hacen mucho más bello. Y también, con el dinero de los turistas, nos ayudan a construir hospitales, escuelas o carreteras.
Es una labor peligrosa: al contrario que los agentes forestales del parque nacional, los guardabosques comunitarios no llevan armas de fuego. Para Lakara, los riesgos merecen la pena porque han obtenido buenos resultados. Desde la puesta en marcha de este programa, en el 2014, la caza ilegal se ha reducido un 83 por ciento. El papel de los guardabosques comunitarios es imprescindible en el programa del Fondo Internacional para el Bienestar Animal: son los intermediarios entre los guardabosques del parque nacional, los cuerpos de seguridad y el resto de los ciudadanos. Saben que su trabajo es importante. Por eso, a Eunice Peneti (27 años), la compañera de Lakara, tampoco le importa dormir en una tienda de campaña esta noche.
—Estamos demostrando que las mujeres podemos hacer lo mismo que los hombres —dice Peneti—. Otros guardabosques decían que no soportaríamos este trabajo. Les hemos enseñado que estaban equivocados. Podemos hacerlo tan bien como ellos.
Lakara y Peneti patrullan en silencio. Deben concentrarse, poner toda su atención en el terreno. Los arbustos espinosos, la tierra seca, el ruido de las cigarras: ese es el mundo de los guardabosques. En el campamento, unos minutos antes de salir, Peneti nos dijo:
—Proteger a los animales es la razón de mi vida.
Kabanyoro, Uganda, 10 de abril del 2020