África en bicicleta

Gerard Castellà

África en bicicleta
África en bicicleta

Un sueño: cruzar África a pedales. De norte a sur: desde El Cairo a Ciudad del Cabo, Sudáfrica. Seis meses, 11.400 kilómetros y 12 países después, Gerard Castellá nos cuenta su intensa aventura en compañía de su bicicleta de acero.

DE EGIPTO A SUDÁFRICA

Abrir un mapa de África y trazar una línea imaginaria de norte a sur del continente puede ser irreversible. La mente despega hacia países desconocidos, divaga entre culturas exóticas, viaja por áreas remotas y se cultiva en pueblos ancestrales. Un sinfín de seducciones indomables que un trozo de papel coloreado con nombres extravagantes y fronteras artificiales suscita en un alma inquieta. En ese instante la decisión está tomada. Todo un continente a lomos de una fiel compañera de batallas, mi bicicleta de acero. Un viaje que me llevará de El Cairo hasta Ciudad del Cabo a lo largo de doce países, 11.400  kilómetros y seis meses. Por delante, una gran desconocida: África.

África en bici mapa

Tras salir del aeropuerto de El Cairo percibo en el ambiente un aire denso, impenetrable. Son tiempos revueltos en Egipto. La plaza Tahrir, corazón de la Revolución egipcia de 2011, rebosa de tanques soberbios y militares armados que delimitan las calles principales de la ciudad con largas paredes de alambre. Un escenario ideal para que el ciclopelacañas de turno aparezca con su bicicleta, vaya.

La urbe es una patata caliente y, más aún, cuando el juicio del presidente Morsi se celebrará en tres días, de manera que, tras una rápida visita a las pirámides de Gizeh, emprendo la marcha. Voy al sur siguiendo el río Nilo y los abundantes controles militares impiden mi avance por motivos de seguridad. “Amigo, no puedes seguir en bicicleta. Ningún turista extranjero puede viajar por esta ruta en un vehículo que no sea el autobús o el tren”, me dice un militar con más armas en su cuerpo  que años de vida en su pasaporte. No consigo hacerle cambiar de opinión, así que, muy a mi pesar, subo al primer tren que pasa y llego al sur del país en un viaje entretenido. Paso una semana de arduos trámites burocráticos en Aswan para conseguir el visado de Sudán y el billete del mítico barco que une ambos países, y finalmente cruzo el lago Nasser para pisar el desconocido Sudán.

DE EGIPTO A SUDÁFRICA

SUDÁN

La polvorienta ciudad de Wadi Halfa marca el inicio del desierto que cruza Sudán, un país más conocido por los oscuros conflictos de Darfur y Sudán del Sur que por la genuina calidez de su po-blación. Para mí, acaba siendo uno de mis rincones favoritos del mundo, y es que hospitalidad y mundo árabe suelen caminar de la mano. Las jornadas empiezan temprano, antes de que el temible sol del mediodía abrase mi piel a 45ºC, y finalizan con acampadas de ensueño engalanadas con atardeceres rojizos en la solitud embriagadora del desierto. Durante el día me siento el ciclista más famoso del país. A menudo, los conductores se detienen al verme y me preguntan si necesito algo: agua, comida, un refresco, un techo bajo el que descansar. En otras ocasiones me detienen sencillamente para desearme un “bienvenido a nuestro país, que tengas un buen viaje”. Así, todo es más fácil.
El sol cae tímidamente y paro en una pequeña aldea a comprar agua y arroz para la acampada diaria. Tras las fotos de rigor y unas cuantas risas, los más jóvenes me invitan a jugar un partido de fútbol. Cuando terminamos me dirijo a una escuela para plantar la tienda, pero Mohammed insiste que vaya a su casa. “Sería un privilegio que pases la noche con nosotros”. Añade que duerma en su cama, él descansará en el suelo, y no puedo contrariarlo. “Estás en Sudán, así que eres nuestro invitado”. Bajo un cielo encandilador degustamos los variopintos platos que sus amigos nos traen: un vaso de leche fresca recién ordeñada; en un cuenco, pasta fina, parecida a una creppe, y en otro, una mezcla de verduras y carne troceadas bañada en una salsa sospechosamente viscosa. Por la mañana, me levanto con más leche, buñuelos y un pan para la comida. Esta gente tiene poco, muy poco, y aún así, lo comparte todo conmigo. Sudán me ha abierto su corazón y me ha roto el mío.

SUDÁN

ETIOPÍA

Es curioso que un puente de cincuenta metros no sólo separe Sudán y Etiopía, sino dos realidades tan opuestas. Del islamismo al cristianismo ortodoxo, del fuul al injeera, y de las llanuras monótonas a los desniveles infernales. ¡Y es que ni en los Andes ni en el Himalaya indio encontré pendientes del 25%! Etiopía es uno de los países más pobres de África. Entre carreteras onduladas observo atónito simples construcciones hechas de paja y troncos de madera, animales escuálidos y un montón de niños semi-desnudos pidiendo dinero al grito de farenji (blanco). Esto desgarra mi mente al paso de los días, particularmente cuando, frente a la negativa de darles unos birr, responden con piedras. Tal escenario convierte a Etiopía en un territorio hostil para viajar en bici, al menos para mí, y cada jornada es una odisea entre gritos, piedras voladoras y un bochorno espantoso. Deseo abandonar este país cuanto antes, por lo que sumo kilómetros a un ritmo ver-tiginoso, hasta que me cuelo en el valle del Omo, al sur, célebre por su mosaico de tribus semi-nómadas. Mursi, Hamer y Dersenach, con sus cuerpos fibrados, coloreados de blanco, rojo y amarillo, adornados con pieles de animales y accesorios de metal. De piel firme, con escari-ficaciones y ni un gramo de grasa, desprenden un olor fortísimo. Parecen sacados de un documental de National Geographic. A escasos kilómetros del río Omo, frontera de Kenia por la remota área de Turkana, la llanta trasera se parte en dos. ¡Menudo desastre! Ante la imposibilidad de seguir y encontrar recambios en este culo de mundo, subo a un camión, deshago parte del camino y me dirijo ahora hacia Nairobi (Kenia) por la frontera de Moyale. Hallar repuestos de calidad en la mayoría de capitales africanas es como buscar una aguja en un pajar aunque, tras una intensa búsqueda de cuarenta y ocho horas en Nairobbery, consigo la preciada llanta.

Kenia bici

Kenia
El entorno de sabana y la pista rojiza que recorren el Parque Nacional del Monte Kenia trazan el clásico escenario de postal africana. Días radiantes entre tribus de Maasai, Samburu y Kikuyu, y de emociones sobre ruedas entre elefantes, jirafas y cebras. Una señal me indica que he saltado al hemisferio sur, y en breve penetro en el caluroso valle del Rift. Montañas encrespadas, tintadas de verde y de rojo, humildes comunidades de barro y latón, y sonrisas inmaculadas me regalan los mejores días en Kenia. Jornadas de sudor polvoriento donde la música negra me dibuja una sonrisa a la hora de irme a la cama.

ETIOPÍA

UGANDA

Un inesperado aguacero tropical me da la bienvenida a la perla de África, Uganda, uno de los tesoros más preciados de este viaje. Un país relativamente pequeño, estable, donde se puede ver lo mejor del continente negro. Con el paso de los kilómetros el paisaje se transforma en una acuarela amazónica, de estridentes tonalidades de un verde encandilador, repleto de palmeras, con densas llanuras de plataneros de hojas gigantescas. La gente local es relajada, amigable, uno se siente como en casa, aunque los gritos de mzungu, mzungu (blanco) de los más pequeños resultan cansinos. Me dirijo al oeste de Uganda a través de carreteras impecables que se empinan debido a la exigente orografía de esta tierra, y avanzo alrededor de un mar verdoso de amplias plantaciones de té. Cerca de Fort Portal, al pie de la cordillera más alta de África, las montañas de Rwenzori, encuentro el lugar idóneo para un merecido descanso: el lago Nkuruba. Un oasis de paz con la compañía de primates traviesos. Si viajar por África resulta excitante de por sí, hacer un safari en bicicleta lo supera con creces. Y es que mi salida del país por el Parque Nacional de Queen Elizabeth, al sur, viendo en su salsa a elefantes, jirafas, cebras y antílopes diversos es memorable.

Ruanda

Ruanda
Hay pocos países con una historia reciente tan manchada de sangre como Ruanda. Que el genocidio entre Tutsis y Hutus de veinte años atrás robara un millón de vidas en cien días, con atrocidades animales, obliga a cuestionarme el límite del ser humano. “Después del genocidio pude casarme y tener tres hijos, lo cual era muy extraño entonces; fue una bendición de Dios”, me cuenta Patrick clavando sus ojos en el vacío, un fornido policía que transmite el aliento de esta gente. Un pueblo optimista, que aprendió de su pasado para construir un futuro lleno de oportunidades, y que me abre sus brazos a mi paso por la tierra de las mil colinas.

UGANDA

BURUNDI

Los pueblos fronterizos suelen ser unos reductos peculiares, una mezcla kafkiana de personajes variopintos que se acentúa durante los fines de semana, cuando el deporte nacional es ir al bar. Y la frontera entre Ruanda y Burundi no es ninguna excepción. Esa noche comparto demasiadas cervezas con los funcionarios de inmigración, quienes, tras escuchar a todo volumen la versión africana de “me gusta la gasolina”, desatan la locura en esta remota aldea. ¡Menudo panorama! Un visado de tránsito de tres días me permite descubrir el diminuto, aunque montañoso, Burundi. Tierra de escasez, pobre en dinero y rica en humanidad, un enclave alejado de los circuitos turísticos donde el ciclopelacañas de paso desata a menudo las lágrimas de los más pequeños en su primer encuentro con un blanco. Me pregunto si es por mi color de piel o por mi vestimenta, adornado con pantalones de lycra, un sombrero de Indiana Jones y unas chanclas de alemán. “¿Dónde puedo comprar arroz?", pido cuando me detengo en una comunidad de casitas de paja y adobe. En menos de dos minutos soy el protagonista de la película. Decenas de ojos blancos se amontonan para observar a ese extraterrestre procedente de otro mundo, como si de un circo se tratara, y las sonrisas van y vienen cuando les deleito con un recital de Kirundi, la lengua local. Esta situación podría parecer intimidadora a priori, pero no hay malicia, sino que es un hecho cultural. La privacidad que entendemos en Europa, aquí, no existe. Trepo la última pared vertical del país encantado, feliz por conocer una tierra ajena a la perversión del turismo, con el telón de fondo del lago Tanganyika trazando una atmósfera de ensueño.

Tanzania bici

Tanzania
Viajar en bici significa envolverse en la fragilidad de la porcelana. Uno vive las veinticuatro horas del día expuesto a los encuentros, a los elementos, a la incertidumbre, a una vulnerabilidad perpetua, sin más protección que una coraza forjada de sueños. Con el paso de las semanas, cuerpo y mente se endurecen, aunque no a cualquier precio. Así fue mi paso por el oeste de Tanzania en plena estación lluviosa, un infierno de barro. Días de arrastrar la bici hasta la extenuación por piscinas de lodo, de aventuras y desventuras en tierras aisladas, y de esa pobreza que desgarra el alma. “En el tramo que va de Uvinza hasta Mpanda encontrarás leones”, apunta el tendero una vez me aprovisiono de agua y arroz para los próximos doscientos kilómetros. “Duerme al lado de nuestra cabaña, por favor, hay cocodrilos e hipopótamos cerca de la pista”, me dirá un pastor en otra ocasión, en medio de la nada. Franquear esta exigente región con éxito me sabe a gloria. Sé que, cuanto más duro sea el camino, mayor será la recompensa. El peaje a pagar es un cuerpo destrozado y una mente abatida. Me despido de este infierno de barro entre fantasías de días soleados a la orilla del paradisíaco lago Malawi…

BURUNDI

Pescadores enflaquecidos de piel áspera y manos diestras, de ojos gastados por los temporales del sur que llegan en época de lluvias, sentados entre viejas embarcaciones de madera contorneadas con la pericia de un cirujano. El encuentro no podía ser más romántico: Malawi es un paraíso natural con una de las poblaciones más simpáticas y encantadoras del continente, y los ánimos regresan tras la paliza de Tanzania. Aquí, la vida tiene su propia inercia y la prisa no es bienvenida. Cruzo el país a ritmo de caracol recorriendo el perfil de su bella costa, y es que las acampadas en rincones inmaculados, bajo la magia de las noches africanas, cierran un círculo perfecto. Pocos días antes de abandonar las estribaciones del lago Malawi, un señor de cara curtida que descansa en la entrada de un establecimiento me mira con ojos de conversación. “¿Cuál es el secreto de la felicidad de los africanos?”, una pregunta que formulo a menudo. Con una sonrisa contagiosa, responde: “No puedo responderte porque no tengo la respuesta. Sólo sé que, en África, siempre hay cosas que hacer: trabajar en el campo, cuidar los hijos o ayudar a los amigos. Mientras todo eso acontece, llega el momento de despedirse de esta vida. A diferencia de occidente, aquí no tenemos tiempo de preguntarnos qué es la felicidad”.

MOZAMBIQUE

Entrar en el Mozambique central es el retorno a la vida precaria. Una existencia sencilla y básica, casi primitiva, sin más pretensiones que tener un plato en la mesa, un lugar para descansar y una familia con quien compartir la alegría de vivir un día más. La tremenda penuria de esta región, que remueve las entrañas a quien surca por ella, se contrapone a la inconmensurable riqueza humana de su pueblo. La dignidad y ganas de vivir de esta gente, la alegría que desprende y la simplicidad de su cotidianidad hacen mella dentro de mí. Con todo, la abundancia retorna en cuanto pongo un pie en la costa bañada por el océano Índico, en el pueblo pesquero de Vilankulo, una perla de color turquesa. Las maratonianas jornadas en la planicie mozambiqueña bajo un sol descarnado me regalan una deshidratación de caballo al llegar a Maputo, una ciudad entrañable dentro de los patrones africanos. Allí descubro otra cara del país: una emergente clase social adinerada, bohemia, hambrienta de estándares occidentales. Al norte del país se mueren de hambre, mientras que aquí pagan precios europeos por una cerveza. La temible corrupción que azota Mozambique ahoga, día tras día, a mi país favorito.

Suazilandia

Suazilandia
De puntillas. Así paso por la última monarquía absoluta de África: Suazilandia. Un país pequeño y verdoso, con infernales montañas al oeste y deliciosas llanuras al este, omitido por muchos viajeros a menudo, y que en dos días me deja un dulce sabor de boca. “¿Joven, estás casado?”, me pregunta Anne, la vendedora de plátanos de una tienda en la calle, mientras me enseña una fotografía de su nieta en una Blackberry china. “No. Y usted, ¿está casada?”, replico. “Sí, de hace años”. “Pero… ¿con cuántas mujeres comparte su marido?”, musito con una sonrisa pícara. “Con otra mujer, solamente”, afirma con orgullo. En la Suazilandia rural la poligamia aún existe, aunque, como veré más adelante de la mano de jóvenes universitarios, las nuevas generaciones rechazan esta práctica como también las políticas prehistóricas de Mswati III, un monarca que colecciona esposas… ¡hasta la cifra de quince!

MOZAMBIQUE

SUDÁFRICA

Tras cruzar la moderna frontera de Sudáfrica, dejo de ser un turista o un visitante: soy un blanco. Así es como la gente, tanto blancos como negros, forman una actitud frente a mí. Los primeros me tratan con una formidable hospitalidad, heredada de los años que llevan en el continente negro, mientras que, los segundos, guardan una distancia que pocas veces acortaré. Veinte años más tarde, el legado del apartheid es todavía palpable en la sociedad sudafricana. Afortunadamente, a medida que vaya para el sur esta situación se suavizará. Y sumando kilómetros hacia el sur descubro lindos enclaves encubiertos por la brisa del océano Índico: la South Coast, Wild Coast, Sunshine Coast y la Garden Route. Es invierno, llueve con fuerza y las temperaturas casi hielan el mercurio, aunque lo peor de todo es el terrible viento en contra. Con unas medias de 7km/h batallo con Eolo hasta la
exasperación, si bien soy consciente de que nunca ganaré esta partida; es como querer romper una pared a cabezazos. Así, de camino a Ciudad del Cabo, sumo duras jornadas de pedaleo hasta alcanzar lo que un día soñé sería el fin de este viaje: el Cabo de Agulhas, la punta más austral de África.

Es un final de viaje sin banderitas ni línea de meta, sin pódium, menos aún con chicas guapas besando al ganador de etapa. Se trata de un triunfo personal, la realización de un sueño. En lo alto de la piedra que separa el océano Índico y el Atlántico, me emociono al recordar lo vivido: la tensión de Egipto; la hospitalidad de Sudán; la hostilidad de Etiopía; las sabanas de Kenia; la exuberancia de Uganda; las cicatrices de Ruanda; la genuinidad de Burundi; la dureza de Tanzania; el paraíso de Malawi; las ganas de vivir de Mozambique; el exotismo de Suazilandia; y la contradicción de Sudáfrica.

África, todo y nada a la vez. Fue un placer conocerte.



SUDÁFRICA