In memoriam: Jane Goodall

Con profunda emoción y admiración, honramos la vida, la obra y el legado de Jane Goodall, cuya pasión y curiosidad transformaron nuestra relación con los animales, la naturaleza y con nosotros mismos

In memoriam: Jane Goodall. Ilustración: César Llaguno / Revista Oxígeno
In memoriam: Jane Goodall. Ilustración: César Llaguno / Revista Oxígeno

Ha fallecido Jane Goodall, a los 91 años, mientras realizaba una gira de conferencias en Estados Unidos. Su partida física deja un vacío, pero su ejemplo, su voz y su espíritu permanecen con nosotros para siempre. Su vida fue una lección constante de compasión, curiosidad y coraje; y su huella no se borrará: cada niño al que inspiró, cada bosque que ayudó a preservar y cada conciencia que despertó son su auténtico legado. Su ejemplo nos recuerda que la ciencia puede hacerse con ternura, que la esperanza es un acto de resistencia y que la empatía es quizá la herramienta más poderosa que tenemos para cambiar el mundo.



"Mi trabajo es intentar que la gente comprenda que cada uno de nosotros puede hacer la diferencia. Y todos, juntos, con sabias decisiones en cómo nos tratamos unos a otros, podemos empezar a cambiar el mundo" - Jane Goodall, en una entrevista en The Washington Post

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I. El origen de un sueño

Jane Valerie Morris-Goodall nació en Londres el 3 de abril de 1934. De niña, mientras otros soñaban con castillos o aventuras ficticias, ella se quedaba horas observando gallinas en el jardín para entender cómo ponían los huevos. Su madre no solo toleraba esas excentricidades: las celebraba.

Más tarde, Goodall evocaría esa infancia diciendo: “Desde muy pequeña tuve animales cerca, y comprendí que no somos los únicos seres sensibles y conscientes en el planeta”.

A los 23 años, con apenas un cuaderno, unos prismáticos y una pasión indomable, viajó a Kenia. Allí conoció al paleoantropólogo Louis Leakey, que la eligió — contra todas las convenciones académicas de la época — para liderar una investigación inédita: observar a los chimpancés en libertad en las colinas de Gombe, al oeste de Tanzania.

Era el inicio de una revolución científica y humana.

II. Gombe: el laboratorio del alma

En 1960, Jane Goodall se internó sola en la espesura de Gombe. Sus primeros meses fueron de silencio, paciencia y soledad. Durante semanas, los chimpancés huían al verla. Solo con una perseverancia inquebrantable fue conquistando su confianza. “Sin paciencia jamás habría tenido éxito”, reconoció más tarde.

El día en que David Greybeard — un viejo macho de barba gris — aceptó un plátano de su mano y luego volvió sin miedo, supo que había cruzado una frontera invisible. Poco después, observó cómo ese mismo chimpancé utilizaba una rama para extraer termitas de un hormiguero. El hallazgo recorrió el mundo: los humanos ya no éramos la única especie capaz de fabricar y usar herramientas.

Con el tiempo, Goodall descubrió aún más: que los chimpancés se abrazan, se consuelan, forman alianzas políticas, libran guerras territoriales, lloran a sus muertos. “Cuando estás en la selva, rodeada de esos seres vivos, te conviertes en parte del relato”, escribió.

Su decisión de nombrarlos — Fifi, Goliath, Passion, Frodo — en lugar de numerarlos, fue vista como un acto herético por la ciencia ortodoxa. Pero ella defendía que el lenguaje debía reflejar la personalidad que observaba: “No solo los humanos tienen emociones como la alegría o la tristeza”.

Con ello derribó una muralla: la que separaba a los animales de los humanos como mundos incomunicables.

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III. De observadora a guardiana

Tras décadas de observación, Goodall comprendió que la selva no podía sobrevivir sin compromiso humano. En 1977 fundó el Jane Goodall Institute, que combinaba investigación científica con programas de conservación y educación.

A finales de los ochenta lanzó Roots & Shoots (Raíces y Brotes), un programa educativo que hoy involucra a más de 100 países. Su lema era claro: “Cuando los jóvenes comprenden los problemas y se les da poder para actuar, cambian el mundo. Lo hacen mejor para las personas, para los animales y para el medio ambiente, porque todo está conectado”.

Su defensa de los animales iba más allá de los chimpancés: luchó contra la experimentación en laboratorios, denunció la caza furtiva, criticó la ganadería industrial. En una de sus frases más célebres resumió su ética: “Lo mínimo que puedo hacer es alzar la voz por quienes no pueden hablar por sí mismos”.

Al mismo tiempo, advertía contra el inmovilismo social: “El mayor peligro para nuestro futuro es la apatía”.

Su compromiso no era abstracto: viajó más de 300 días al año durante décadas, recorriendo continentes para dar conferencias, reunirse con líderes políticos y dialogar con comunidades locales.

IV. Cuidar la Tierra, cuidar el futuro

Goodall siempre unió la conservación con la justicia social. Creía que los bosques no podían salvarse si las comunidades humanas que los rodeaban vivían en pobreza. Así nació el programa TACARE (Take Care), que combinaba reforestación con desarrollo agrícola y educación para las familias vecinas a Gombe.

Su mirada sobre el cambio climático era lúcida y radical: “Para frenar el cambio climático debemos afrontar cuatro problemas que parecen imposibles: eliminar la pobreza, cambiar los estilos de vida insostenibles de tantos de nosotros, abolir la corrupción y pensar en el crecimiento de la población humana. Pero creo que tenemos una ventana de tiempo para actuar”.

También recordaba que cada persona tiene un papel que desempeñar: “No puedes pasar un solo día sin tener un impacto en el mundo que te rodea. Lo que haces marca una diferencia, y debes decidir qué tipo de diferencia quieres hacer”.

Esa convicción la convirtió en una mensajera universal. En 2002, la ONU la nombró Mensajera de la Paz, título que llevó con humildad pero con una energía infatigable.

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V. Una voz al corazón

Goodall comprendía que la batalla por el planeta no se gana con estadísticas, sino con emociones. “Si quieres que alguien cambie de opinión, de nada sirve discutir. Hay que llegar al corazón”, decía.

Esa habilidad para conmover, sin dogmatismos ni imposiciones, la convirtió en una de las oradoras más influyentes de nuestro tiempo.

En cada charla dejaba un mensaje de esperanza activa: “Mi trabajo ahora es ayudar a la gente a comprender que todos podemos marcar la diferencia. Y que, en conjunto, las elecciones sabias que hacemos cada día pueden empezar a cambiar el mundo”.

No creía en la esperanza pasiva, sino en una esperanza que obliga a actuar: “La esperanza no es pasiva — es un impulso activo hacia el cambio”.

VI. Las últimas estaciones del viaje

En 2025, Jane Goodall seguía viajando, hablando, inspirando. Su agenda estaba llena de conferencias y encuentros. Falleció mientras dormía, tras una jornada intensa de charlas en Estados Unidos.

La noticia correará como un eco de selva al mundo entero. Desde parlamentos hasta aulas escolares, desde revistas científicas hasta redes sociales, miles de voces la despidieron. En cada homenaje resonarán sus palabras: “El futuro depende de lo que hagamos hoy”.

Jane Goodall partió físicamente, pero su espíritu permanece en cada árbol, en cada gesto de compasión, en cada niño con un sueño que comprende que no está solo en este planeta.

Su adiós no es un silencio: es una llamada. Su vida nos recuerda que no basta con observar: hay que proteger, cuidar, actuar.

“El mayor peligro para nuestro futuro es la apatía”, repetía. Y ella, con su vida entera, nos mostró la alternativa: la acción, la ternura, la esperanza.

En este mundo agitado, Jane Goodall fue, es y será un ancla, una brújula... siempre el camino a seguir.

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