La última señal: Percy Fawcett y la ciudad perdida de Z

En 1925, el explorador británico Percival Fawcett desaparece, junto a su hijo, mientras buscaba un mítico asentamiento en el Amazonas.

Jorge Jiménez Ríos

La última señal: Percy Fawcett y la ciudad perdida de Z
La última señal: Percy Fawcett y la ciudad perdida de Z

Percy Fawcett y la ciudad perdida de Z

LA ÚLTIMA SEÑAL

En 1925, el explorador británico Percival Fawcett se adentra, junto a su hijo, en la confusión del Amazonas buscando una mítica civilización perdida. Nadie volvería a verlos. ¿Qué les ocurrió a ellos y a las decenas de hombres desaparecidos que han seguido sus huellas?

Por Jorge Jiménez Ríos

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Una enclenque columna de humo se pierde hacia el espacio entre las estrellas, desparramándose en el terso firmamento que se extiende sobre el manto de una selva oceánica. Desde la aldea de los indios Kuikuros, a pocos kilómetros de allí, se observa ese hilillo manso que se estira desde la fogata nocturna, como un gusano tratando de escapar de un laberinto vegetal. Es la quinta noche que contemplan esa señal de vida filtrarse entre las copas hermanadas del Amazonas. Y también será la última.

Quien alimenta esa fogata mientras es torturado por enjambres de mosquitos es Percival Fawcett, veterano condecorado de la Primera Guerra Mundial y reconocido como uno de los grandes exploradores de su tiempo. Le acompañan su primogénito Jack y un amigo de éste, Raleigh. Tras meses de penurias y contactos volátiles con los indígenas locales, la expedición liderada por Fawcett se ha adentrado en el caos del Mato Grosso brasileño tratando de encontrar una antigua civilización perdida, cuyo latido debía de surgir de una gran ciudad oculta en el indescifrable núcleo de la jungla. La búsqueda se ha convertido en una obsesión para Fawcett. Será la última noche que se tenga noticias de los progresos de una empresa que Los Angeles Times había definido como “la más arriesgada, y ciertamente la más espectacular, aventura de su clase llevada a cabo nunca”.

Hallar, velada por las nieblas del olvido, un asentamiento mítico de una civilización primigenia en el Amazonas no era una idea revolucionaria. Desde que el misionero Dominico Gaspar de Carvajal, durante la primera expedición europea en descender de los Andes hasta la selva, reportase el avistamiento de culturas indígenas de aspecto occidental, han sido numerosos los intentos de poner una vieja leyenda en las páginas de la historia. Para Fawcett, uno de esos tipos capaces de aventurarse en territorios ignotos con nada más que un machete, una brújula y su propia pericia, la búsqueda iba a comenzar en 1906, cuando recibía un encargo de la Royal Geographical Society para mapear la frontera que comparten Brasil y Bolivia. Aquel tiempo de incógnitas, representadas por espacios en blanco en un mapa, era el hervidero tanto de teorías azarosas como de descubrimientos espléndidos. Durante los temibles trabajos cartográficos en una Sudamérica que ocultaba tantos riesgos como tesoros científicos, Fawcett descubrió señales de la existencia de pueblos con tecnología avanzada para la artesanía o la construcción de ciudades, en un lugar donde la ciencia negaba esta posibilidad por la insuficiencia de terrenos cultivables, imprescindibles para el desarrollo sostenible de grandes masas de población. Cuando los exploradores europeos realizaron sus primeras incursiones en los dominios del Amazonas, constatando tan sólo la presencia de reducidas tribus salvajes, estas arcaicas culturas tornaron en quimeras. “Mi padre es capaz de convertir la teoría en hechos”, escribió Jack Fawcett. Y a ello se iba a poner el Coronel, apoyado por hallazgos como el exhaustivo informe de unos colonos portugueses encontrado en Río de Janeiro y ásperamente titulado “Reporte de una extensa, oculta y muy antigua ciudad deshabitada descubierta en el año 1753”. Esto, junto con los relatos y mitologías locales que hablaban de indígenas de cabello claro o pelirrojo, instigó a Fawcett a poner en marcha un propósito que ya gravitaba en su mente romántica. “En aquel entonces me hallaba muy ocupado con las exigencias del trabajo topográfico”, escribía, “y sólo cuando prácticamente lo hube terminado descubrí que el brote de la curiosidad arqueológica se había desarrollado y había florecido”.

Con 57 años, dos caballos, ocho mulas, un par de perros y porteadores brasileños, Fawcett y su hijo partían en 1925 de Cuiabá en dirección norte en busca de la Ciudad Perdida de Z, internándose en el territorio de los indios Bakairí, siguiendo el curso del río Xingu, hasta llegar al último punto alcanzado en su expedición anterior –de la que se retiraba por unas terribles fiebres–, el campamento “Dead Horse”. Nunca más se supo de ellos. Y así empezó el que se ha llamado en los círculos exploratorios británicos como “el mayor misterio del siglo”.

Su posible destino es imposible de esclarecer, a pesar de los incontables intentos. Desde la imaginativa posibilidad de que Fawcett encontrase el emplazamiento y fuese imbuido por el espíritu de una vida más salvaje, instalándose en la selva como una suerte de Señor Kurtz que Conrad describía en “El corazón de las tinieblas”, a ser devastado por alguna de las numerosas amenazas que provén aquellas geografías: legiones de hormigas invasivas, insectos venenosos tan diminutos que son capaces de atravesar la más avanzada protección, a las flechas venenosas de los indígenas, los dientes castigados de los caníbales o alguna de las muchas enfermedades disponibles en el catálogo de muerte certificada del Amazonas. Aunque cabe destacar que Fawcett era un intrépido explorador, curtido en el terreno y en la guerra, capaz de llegar allí donde nadie lo había hecho antes… y sobrevivir. Una de sus postreras citas, recogida en la última carta que le envió a su esposa, oraba: “No temas al fracaso”. Por otro lado, todas esas severidades convertían a cualquier explorador de la época, al cabo de las semanas, en un cadáver andante impropio de la sociedad victoriana de la que procedía.

"La necesidad
de desentrañar incógnitas
está firmemente arraigada
en los genes de la humanidad."

 

SUMARSE A LA LEYENDA
Aquí un servidor cree firmemente que la curiosidad, la necesidad de desentrañar incógnitas, de pisar tierras desconocidas o de llevar los mitos al terreno de la realidad, está firmemente arraigada en los genes de la humanidad. La exploración y la aventura han sido los motores humeantes del progreso científico. Eso no sólo ha llevado a tipos corrientes o excelentes a perderse en las brumas del tiempo, también ha posibilitado los sueños de las siguientes generaciones que, fisgonas, han seguido sus tortuosos caminos. Lo que en este caso sólo ha conseguido dilatar el misterio. El propio nombre de la fabulosa ciudad, bautizada como Z por Fawcett, no era más que una treta para confundir a sus competidores en una carrera por el orgullo patrio que no se podía volver a perder después de lo acontecido con el Capitán Robert Falcon Scott en el Polo Sur, cuando era ampliamente batido por su rival noruego Amundsen. Hasta las coordenadas que compartía Percy Fawcett eran falsas, un anzuelo para los posibles contendientes. La auténtica verdad se esconde en el diario perdido de aquella última expedición, que se consideró finiquitada en 1927 cuando se oficializó la desaparición del cartógrafo británico. Más de un centenar de personas han desaparecido tras la huella de Fawcett, movidos por esa sed de gloria, esa remota posibilidad de convertirse en el nuevo Henry Stanley y encontrar a su Livingstone particular. Expediciones científicas y militares, familiares, aventureros de toda condición y arqueólogos han acompañado a Fawcett e hijo en una hermética fatalidad.

Uno de los que volvía vivo, pero con las manos igual de vacías que todos aquellos que han tratado de encontrar pistas del paradero del Coronel, era Peter Fleming, el hermano de Ian Fleming, ilustre creador de James Bond. Envueltos por el sonido del silencio, todos ellos han hecho caso de La Llamada. “Muy dentro de mí surgía una voz que me llamaba. Al principio apenas audible, pero tan persistente que nunca iba a poder ignorarla. Era la voz de los lugares salvajes, y sabía que ya iban a formar parte de mi para siempre”. Fawcett, lucidamente, adelantó su suerte.

Curiosamente, su trayectoria está estrechamente ligada a la ficción. Desde el clásico “El mundo perdido” del escocés Arthur Conan Doyle, que basó su relato en las primeras expediciones del británico, a servir de inspiración para personajes como Indiana Jones que, por mucho que le pese a sus creadores, cuenta con escenas como la de Indi corriendo a su avioneta bajo una lluvia de flechas indígenas que son, literalmente, ciertas. Lo pueden comprobar repasando los escritos de George Miller Dyott, quien comandó una expedición de la Royal Geographical Society en 1928, llegando al último poblado que había alcanzado Fawcett, y siendo aterrorizado por las rudimentarias armas locales. Dyott afirmó que el Coronel debía haber muerto a manos de aquellos mismos indígenas que habían estado a punto de colgar su pellejo en algún rincón húmedo de la selva.

Y es que estas grandes historias pioneras son el caldo de cultivo para que todos sigamos soñando con resquebrajar los muros de lo imposible. A algunos les llamaran locos, como ocurría con el descubridor de Troya, el arqueólogo aficionado alemán Heinrich Schlieman, que demostró al mundo que los lugares que describía La Ilíada eran históricos y no mitológicos. Un bofetón para todos los investigadores que se habían carcajeado de él en sus cómodos sillones de club de caballeros.

Michael Heckenberger, profesor de Antropología de la Universidad de Florida, ha desarrollado trabajos de campo durante más de una década en el Mato Grosso, donde ha encontrado desde murallas a caminos pavimentados allí donde la historia dice que no deberían existir, y tiene la teoría de que la Ciudad de Z es en realidad Kuhikugu, una localización arqueológica a orillas del río Xingu. No tiene claro si Fawcett llegó a encontrarla, pero asegura que aquella civilización era totalmente capaz de cultivar, erigir grandes estructuras y desarrollar su propia topografía. Para él la jungla aún guarda secretos que suponen un legado que no puede ser olvidado. “La Ciudad Perdida de Z representa un escenario imprescindible para el ser humano. Vastas culturas desconocidas, espacios agrestes que no podemos doblegar, el espíritu humano afrontando terribles dificultades y peligros para ampliar las fronteras del conocimiento. Fawcett debe ser reconocido como uno de nuestros grandes héroes. Fue un aventurero intrépido que ocupa un lugar junto a Drake, Cook, Livingstone o Scott”.

Estamos de acuerdo con Heckenberger en que el estallido primordial de toda aventura humana son los fantasmas danzantes de sus antecesores. Que la exploración es vital para esclarecer las necesidades de nuestros pueblos; un libro abierto de sabiduría esencial con el que aprender no sólo las virtudes de nuestro espíritu, también las de nuestro hogar. Un ejemplo: el informe “Amazonia Viva” del Fondo Mundial para la Naturaleza recoge los estudios realizados en el Amazonas de Brasil, Perú y Bolivia en la década que se comprende entre 1999 y 2009. Hay un dato categórico: en ese lapso de tiempo se descubrieron más de 1.200 especies, incluyendo mamíferos, en el bioma amazónico. Una nueva especie para el inventario del planeta cada tres días. Y la mayor parte de aquellas latitudes permanece inexplorada. A pesar contener este asombroso caudal de biodiversidad, en los últimos cincuenta años el ser humano ha provocado la destrucción de cerca del 20% de los bosques tropicales amazónicos. Estos bosques albergan entre 90 y 140 mil millones de toneladas de carbono. Esta reserva de gases, de ser liberada a través de la pérdida de bosques o del cambio en el uso de sus tierras, provocaría un incontenible aumento del calentamiento global que alteraría la vida en nuestro pequeño punto azul tal y como la conocemos.

Quizá estos relatos de aventureros espigados y rotos por sus pasiones, presas de todo tipo de penurias y de propósitos oníricos, sirvan tan sólo como inspiración para una tarde de primavera. Quizá para llevar nuestros pies donde un día nuestros anhelos se instalaron. Y con suerte, con mucha suerte, puedan ser útiles para replantearnos nuestros modelos de desarrollo no sostenibles y, a gran escala, nuestro papel en este cosmos de eras relativas y dimensiones desconocidas.