
Jerzy Kukuczka y el camino desconocido
Se han cumplido 30 años de la desaparición de Jerzy Kukuczka, una de las figuras más talentosas y fascinantes que se han subido nunca a una montaña. Segundo ser humano en coronar los 14 ochomiles.
30 años sin Jurek
Tres décadas después nos plantamos en Istebna, una encantadora villa que salpica de casitas de madera los interminables pastos, bajo la cordillera de las Beksids y los cielos reptantes de Polonia. Allí tenía su casa de verano Jerzy, y allí compartía largas jornadas de descanso con su mujer Cecylia (conocida por todos como Celina) y sus dos hijos. Hoy, Celina pasa más tiempo en la finca que en su casa de Katowice, ocupada en mantener el museo que abría en honor a su esposo. Nunca pensó que un lugar así existiría, pero tras el fallecimiento de Jurek una tromba de visitantes se agolpaba con frecuencia para ofrecer sus condolencias, rendir tributo, hacer fotografías o simplemente fantasear sobre uno de los lugares en los que vivió su ídolo montañero. Eso inspiró a Celina a abrir esta suerte de mausoleo donde uno puede pasear entre viejas fotografías, recuerdos de los viajes de Kukuczka, libros, artículos y una heterogénea colección de herramientas alpinas carcomidas por el tiempo y la nostalgia. Todavía en nuestros días, la figura de Jerzy sigue procurando un magnetismo fascinante. “No me extraña", confirma Celina cuando responde pacientemente a todas nuestras preguntas. Todavía se emociona visiblemente cuando habla de su marido. “Me siento bien ahora en esta casa. Al principio era muy doloroso para mí. Tengo que reconocer que los primeros años lo pasé muy mal. Pero nunca me planteé dejar esta casa. Con todos estos objetos y la gente que viene a verlos, me siento más cerca de él".
Jurek y Celina se conocieron en una cafetería del casco antiguo de Katowice. Ella acudía junto a una amiga y aguardaban a que una mesa se quedara libre, cuando un grupo de chicos pagó su cuenta y se dispuso a salir de local en busca de trasnochadas correrías urbanas. Cuando se acercaron para tomar asiento, uno de ellos se detuvo y confesó que ahora le parecía una tontería marcharse. Acabaron sentándose juntos y pasaron una tarde deliciosa. “Me fije en Jurek porque transmitía mucha ternura. Parecía muy dulce y tranquilo, y sus ojos me inspiraban confianza. Desde el principio supe que estaba ante una buena persona, ante alguien especial".
Celina, que no pertenecía al mundo de la montaña, no tenía ni idea de que iba a enamorarse de uno de los incipientes héroes de una Polonia necesitada de ilusiones. El comunismo ruso, que llegó para salvarles del nacionalsocialismo y luego ya nunca se marchó, había sumido a su país en un encierro cuyas jaulas eran el desánimo y el imparable brotar de nuevos edificios de cemento donde se agrupaban enjambres de seres olvidados. Toda una generación iba a escapar de lo cotidiano para encontrar la libertad feroz de las montañas, y Kukuczka iba a ser su campeón definitivo. “Era muy modesto. Después de un tiempo comenzó a invitarme a algunos lugares de escalada y me presentó a alguno de sus amigos. Entonces me empecé a dar cuenta de quién era realmente". Y de todo lo que le quedaba por ser.
30 años sin Jurek

La (no) carrera por los 14 ochomiles
Entre grises chimeneas y el desasosiego flotante de los campos de carbón, Jerzy Kukuczka nacía en 1948 cerca de Katowice, ciudad que había sido deshumanizada y arrasada durante la Segunda Guerra Mundial. Los soviéticos levantaban sus colmenas monótonas sobre los esqueletos humeantes de los viejos edificios históricos y los años se deslizaban lentamente, como desanimados. Para cuando Jerzy alcanzó la pubertad, cualquier cosa que quisieras conseguir en Polonia requería de auténtica perseverancia y creatividad.
A los 16 años descubría la escalada y solo dos años más tarde ya se probaba en los severos contornos de los Tatras, las montañas que han moldeado a las mejores generaciones polacas. En 1971, su compañero Piotr Skorupa fallecía durante un intento a la Direttisima del Kazalnica, conocida por ser una de las líneas más duras del macizo. Y aunque esa tragedia casi acaba de inmediato con su carrera, haciéndole dudar seriamente sobre la actividad, solo tres años después probaba fortuna en el Denali, donde era vencido por el mal de altura, perdiendo un dedo del pie por congelaciones. Fueron unos comienzos duros, que sin embargo le educaron para todo lo que iba a afrontar en los Himalayas durante los siguientes años, para el difícil arte de sufrir.
“Mi primer contacto con Jurek fue escalando una de sus rutas en Jura. Aluciné con lo difícil que era. No sólo el compromiso que requería escalarla, es que además la había equipado entera en solitario, porteando todo el material. No podía comprender como una sola persona había podido hacer tanto trabajo", reflexiona Janusz Gołąb, veterano y curtidísimo alpinista que aún hoy anda bregando con ascensiones históricas como tratar de lograr la primera invernal del K2. Pasamos dos jornadas con él recorriendo la sendas de los Tatras. Aquí y allá levanta la mano e indica algunas de las rutas que se fueron enhebrando con los años en aquellas paredes vertiginosas. “Todo lo que aprendió en Jura y en los Tatras lo trasladó posteriormente al Himalaya. Siguió un camino muy lógico. Su fuerza física era absolutamente increíble. Era extremadamente fuerte y todos en Polonia le seguimos adorando".
Durante aquella década de los 70 el himalayismo entraba en una nueva fase. Había concluido la edad dorada, entre los años 1950 y 1964, cuando se habían logrado todas las primeras ascensiones de los ochomiles y se comenzaba a implantar el estilo de los Alpes; ascensiones ligeras, en estilo alpino, buscando nuevas y estéticas rutas. Por aquel entonces, solo dos personas habían participado en más de una ascensión a un ochomil: Hermann Buhl y Kurt Diemberger. Las expediciones eran tan difíciles y costosas que resultaba impensable plantearse muchos proyectos en los colosos asiáticos. Hasta que llegó Reinhold Messner. El tirolés se convertía en el primer ser humano en escalar tres ochomiles en 1975. Para finales de la década ya acumulaba seis, incluyendo el Everest sin usar oxígeno junto a Peter Habeler, la ascensión imposible, el K2 y el Nanga Parbat. Había sido el primero en ascender un ochomil en solitario desde el campo base, no usaba nunca los cilindros de oxígeno y coronaba las montañas por rutas inexploradas y formando cordadas íntimas y veloces. “Mi intención era estar un paso por encima de nuestros predecesores", explicaba Messner, que ya barruntaba la idea de coronar todos los techos del mundo, los 14 ochomiles, la Corona del Himalaya.
La (no) carrera por los 14 ochomiles

El último gran tesoro
En el libro Beyond Risk, de Nicholas O´Conell, Reinhold Messner explica: “Jurek a veces decía que se trataba de una carrera, y otras veces que no. Quizá hacia el final estaba más convencido de ello, sobre todo por la presión de la prensa, pero en ningún momento fue una cuestión competitiva. Nos encontramos en muchas ocasiones y siempre fuimos buenos amigos". Celina Kukuczka comparte el sentimiento. “Nunca fueron enemigos ni nada parecido".
El hecho de que Jurek hubiese coronado todos los techos del mundo en tan poco tiempo, siempre fiel a un estilo limpio y atrevido, era igual de sorprendente que el hecho de que lo consiguiese con el material del que disponía, muchas veces fabricado por él mismo o comprado de segunda mano. La financiación de las expediciones polacas muchas veces debía recurrir a fuentes arcanas o directamente ilegales. “No podía quitar los ojos de su maravilloso material", confesaba Kukuczka tras encontrarse por primera vez con Messner en un campo base.
En cualquier caso, Jerzy ya se había convertido en una rutilante estrella. El recibimiento en Polonia fue una fiesta. Celina le esperaba en el aeropuerto con catorce rosas rojas, que destacaban entre la marabunta de periodistas que se agolpaban para captar su llegada. “Cuando llegó estaba visiblemente emocionado y las lágrimas se le acumulaban en los ojos". Había completado el proyecto de su vida, pero lejos de ahogarse en las mieles del éxito, dentro de él se abría el mismo vacío que cuando estaba alejado de las grandes cumbres. “¿Ha llegado algo a su fin? No, el mundo vertical nunca llega a su fin. Permanece, esperando. Y yo volveré".
Y así fue. En 1988, abría una nueva ruta en estilo alpino hasta la cima Este del Annapurna y en el 89, espoleado por la espina que suponía haber escalado su primer ochomil por una ruta normal, regresaría al Lhotse. “Jurek me decía que sólo le quedaba una cosa por hacer, un sueño: la cara sur del Lhotse. Después de eso iba a limitar sus viajes y estar más con nosotros". Celina recuerda que cuando vio marchar a su marido a aquel último viaje se le veía cansado; una sensación amarga sobrevolaba aquella estación de tren. “¿Por qué voy a dejarlo cuando todo va tan bien? No me imagino dejando las montañas", cerraba cualquier conversación sobre su futuro Jerzy Kukuczka. “Quería corregir su destino". Kurt Diemberger escogía bien las palabras tras la trágica desaparición de Jurek.
Una cuerda precaria sellaba el final de Kukuczka en el Lhotse, aquel otoño de 1989. Su memoria se ha transformaba en un baluarte de lo que significa la aventura, una palabra algo domesticada en nuestros días. Pero aquello era genuina aventura, siempre transitando por terrenos y emociones inexploradas, por sendas desconocidas donde los peligros brotaban azarosamente. Y su legado, más allá de la tenacidad para superar contextos inhóspitos, es un mosaico de arte creativo, de talento individual y de la perenne colisión de las fuerzas humanas con los bastiones indómitos de la naturaleza. Como un átomo chocando con un planeta, las montañas permanecerán impasibles ante el empuje humano, pero la inspiración es una fuerza poderosa y violenta, imprescindible para comprender nuestra necesidad de ir siempre un paso más lejos.
El último gran tesoro
