El mundo de la montaña se ha quedado un poco huérfano. El suizo, uno de los alpinistas más vanguardistas de todos los tiempos, desaparecía en el Nuptse mientras se aclimataba para una de sus actividades futuristas en los dominios del Everest. Este es nuestro particular homenaje a un tipo que cambió la forma de entender la lucha por las cimas.
Texto: Jorge Jiménez Ríos
Hay un lugar más adelante y me voy. Me voy tan rápido como mis pies puedan volar. Quizá reconozcan esta letra de la Creedence Clearwater Revival. Quizá quieran pensar en ella mientras la unen a la imagen de Ueli Steck. El tipo que quiso ser máquina. Una máquina compuesta por carne y corazón y sangre caliente y un cerebro capaz de usar sus engranajes a velocidad terminal. Aunque a él no le gustase demasiado el sobrenombre, sin duda se lo había ganado: “The Swiss Machine”. Para desdicha del alpinismo, de la aventura, de todo lo que supone que el ser humano vaya un paso más lejos, Ueli fallecía ésta primavera a los 40 años. Y lo hacía en la montaña. En una alta. Difícil. En el Nuptse, donde se preparaba para un reto aún más exigente. Ueli quería escalar el Everest ascendiendo por la notable arista oeste, inaugurada en 1963 y nunca más repetida a pesar de varios furiosos intentos. Tras ello, planeaba realizar la travesía hasta la cima del Lhotse sin descender al campo base. De haberlo logrado, hubiera supuesto una de las grandes gestas sobre la resistencia humana a la altitud. Una travesía expuesta, sobre un terreno técnicamente riguroso, en versión non-stop y sin utilizar oxígeno suplementario. “Eso es exactamente lo interesante. Nadie lo ha hecho antes”. Sin embargo, en el Nuptse, sólo y bajo el abrazo de la noche, en uno de esos tallados con los crampones que había realizado miles de veces, algo falló. Y Ueli, ya reconocido como uno de los montañeros más brillantes de siempre, se convertía en mito.
El suizo creció a los pies de la montaña más emblemática y terrible de los Alpes, el Eiger, que pronto iba a convertirse en su particular campo de juegos. Lo escalaba por primera vez a los 18 años y llegaba a acumular más de 40 ascensiones a su cumbre, incluyendo tres veces el récord de velocidad en su histórica cara norte. En la última de estas escaladas detenía su cronómetro en 2 horas y 22 minutos, en una pared que para muchos alpinistas experimentados puede llevar varios días de brega. Es importante entender que la filosofía alpina de Steck, más allá de una obsesión con los tiempos, se basaba en la limpieza, la honestidad de enfrentarse con la menor cantidad de medios artificiales a una montaña, en la ligereza y en la perfección del rendimiento. “Debes saber que no puedes llegar a tu límite de rendimiento en terreno técnico, porque hay un punto en el que llega a ser muy, muy peligroso. No es lo mismo que en una carrera, en la que puedes correr hasta destruirte a ti mismo y lo peor que puede pasar es que tengas que abandonar. Si haces eso en la montaña, mueres”, reconocía en una entrevista. “Quieres encontrar tus límites personales y ser mejor. Esa es mi perspectiva del rendimiento, pero tampoco hay nada malo en la gente que dice que no le importa lo difícil o larga que sea una vía y que sólo quiere pasar una bonita experiencia en las montañas. Creo que es una mentalidad diferente y no hay nada malo ni bueno en ello; cada uno puede elegir su manera de ir a las montañas”. Ueli eligió una que le iba a catapultar a la mayor y más peligrosa vanguardia del deporte. Entrenando una media de 1.200 horas al año, su explosiva preparación le permitía alguno de los logros más inhumanos del siglo XXI. El Cervino en 1 hora y 56 minutos o las Grandes Jorasses en 2 horas y 21 minutos. “Para mí el alpinismo es una experiencia transitoria, por eso debo repetir constantemente, para vivirlo de verdad”.
Cuando los Alpes se le empezaron a quedar pequeños, Ueli puso sus ojos claros en los gigantes agraviados de los Himalayas. Mientras las expediciones comerciales plagan los campos bases de contendientes por una cima, cosen de cuerdas fijas las montañas y envían comandos de sherpas a equipar los tramos más expuestos de la montaña, la actividad del suizo era un soplo de aire fresco, de progreso y evolución en la forma de acometer la ascensión a las moles asiáticas. Fruto de esta visión llegaban hitos como la escalada en 10 horas y media de la pared suroeste del Shisha Pangma (8.027 m). Y por supuesto, el Everest. En 2013, Ueli trataba de acometer la esquiva arista oeste, pero debía abandonar sus intenciones a causa de una multitudinaria pelea –muy publicitada en los medios– con un grupo de sherpas que trabajan equipando la ruta y que se enfurecían, posiblemente airados por el habitual trato occidental, cuando el suizo y sus compañeros trataban de evitar la línea de cuerdas fijas. Además de tener que huir, de estar a punto de ser apuñalado, y de llevarse alguna pedrada, a Ueli le afectó sobre manera el incidente. Genuinamente cercano con la gente de Nepal y su cultura, con sus montañas y sus paisajes, en lo que se había convertido el Techo del Mundo le desagradaba enormemente. A modode redención, ese mismo año marchaba al Annapurna donde escalaba en solitario y en 28 horas su vertiente sur, una de las más complejas y delicadas paredes de todo el Himalaya. Aunque su trayectoria ya era monumental, esta escalada era tan futurista que pronto surgieron voces desacreditándola por falta de pruebas. Eso no le iba a importar al jurado del Piolet de Oro, una suerte de Oscar del alpinismo, que le concedían su segundo premio por esta actividad. Sobre Ueli ya gravitaba un aura de leyenda. “Simplemente escalar y preocuparse por lo que viene a continuación. Esa es mi filosofía. Día a día, paso a paso. Es el ahora lo que cuenta. Lo que viene después es incierto. Lo aprendido ayer es vital para hoy y es esperanza para el mañana”.
Como adalid del alpinismo ligero y de velocidad, de un tipo de escalada que no suele permitir errores ni segundas oportunidades, Ueli allanó el camino para que tipos como Kilian Jornet, Dani Arnold o David Göttler compartieran esta revolucionaria visión de las montañas. Una más sencilla, más pura. Y más implacable. Verán, confundidos por el estruendo de la humanidad, en el fugaz instante en que vivimos, se tiende a precipitar las emociones, las decisiones, a crear un irritable estado de espera. Pensamos que el mañana vendrá con algo mejor, perdiéndose así el equilibrio del presente, la apabullante felicidad del momento. Le damos vueltas a ese sueño que cumpliremos algún día. Pero ese algún día nunca llega. La Creedence, ya saben. El estilo de Ueli Steck en las montañas era exactamente lo contrario. “Fue un gran hombre, un atleta increíble y llevó el alpinismo a otro nivel”. Así habla el americano Steve House, otro de esos alpinistas que supieron ver más allá que el resto, como demuestran actividades impensables como la ascensión a la cara oeste del K7 o esa salvajada en el Nanga Parbat que fue escalar el Pilar Central de su pared Rupal: 4.100 metros de penurias durante cuatro jornadas en una de las montañas más inmisericordes del planeta. “Ueli era capaz de entender las montañas y su estado de ánimo. Como humanos creamos esta sensación de control en todo lo que nos rodea, y en el alpinismo, especialmente, esta certeza no existe. El entorno es demasiado dinámico, demasiado complejo para saber que puede ocurrir. Todos hemos perdido amigos y Ueli estaba perfectamente al tanto de este riesgo”.
SER MEJOR
Ueli progresaba por esa delgada línea entre la seguridad de avanzar rápido en la montaña, menos expuesto a los imponderables, pero donde los fallos penalizan en exceso. Concentrado, riguroso, técnicamente intachable, el suizo representa mejor que nadie el salto cualitativo de la exploración en los tiempos modernos. “Era meticuloso tanto escalando como en su vida personal. Recuerdo tomar un té con él en el campo base del Everest. Ambos nos parecíamos. No parábamos de repasar nuestro diario, los partes de la meteo, nuestro estado de salud, la lista de frecuencias de radio y hasta los gastos de la expedición. Ueli lo tenía todo absolutamente controlado”, al habla Conrad Anker, al que sólo podemos definir como uno de los aventureros más influyentes de la historia americana. “Como escaladores profesionales teníamos las mismas motivaciones, nos movíamos guiados por la misma fuerza: la escalada era nuestra vida”.
Para el italiano Simone Moro, el alpinista con más ascensiones invernales a ochomiles de la historia, Ueli era “un campeón en el deporte y en la vida”. Simone, aunque con insalvables diferencias en el estilo de su actividad, también es de esos que tienden a dejar inútiles los baluartes de lo imposible. “He tenido la suerte de compartir con él momentos de su vida y algunos proyectos, y lo considero uno de los grandes tesoros que he encontrado. Ahora Ueli guarda silencio, y solo palpita el dolor de su perdida. Su muerte es tan miserablecomo noble, pero su vida fue impecable, nunca la vivió a las órdenes de nadie, no busco el entendimiento o el consenso. Sólo quería hacer las cosas bien, de acuerdo con sus aspiraciones y sus motivaciones. Para muchos tenía el defecto de ser demasiado bueno, de proponerse cosas que otros ni podían soñar. Algunos en vez de quitarse el sombrero, lanzaron sospechas y dudas. No podían estar más equivocados. Nos veremos Ueli, más pronto o más tarde, nos veremos”.
Como Erhard Loretan, como Reinhold Messner, como todos aquellos que llevaron los límites conocidos un poco más lejos de lo imaginable, Steck pasó sus días centrado en una meta: ser la mejor persona que podía ser. Cuando eso sucede en hombres y mujeres con unas condiciones físicas y psíquicas extraordinarias lo único que puede ocurrir es que sus vidas también sean extraordinarias. Puede que Ueli ya no esté con nosotros, que su espíritu imperecedero y terco gravite sobre los hielos del valle del Khumbu, sobre los tejados de Nepal, su última morada, pero de una u otra manera, para todos los que le conocieron, leyeron alguna de sus crónicas o se fascinaron por la intrepidez, por el coraje del suizo, hay un hueco reservado en la jaula del pensamiento. Un hueco donde una palabra araña las rejas parasalir como un Sputnik: audacia. Dijo Ernesto Guevara: “No podemos estar seguros de tener algo por lo que vivir si no estamos dispuestos a morir por ello”.