Secret Tíbet: nómadas en extinción

Historias a pie de vía.

Simón Elías / Ilustración: César Llaguno

Secret Tíbet: nómadas en extinción
Secret Tíbet: nómadas en extinción

Me llamo Tenzin Dolma y vivo en Xining, capital de la región china de Qinghai. Xining es una urbe moderna de alrededor de dos millones de habitantes. Varias décadas antes de que yo naciese esto eran cuatro casas rodeadas de miles de kilómetros de prados y montañas donde los tibetanos se movían a caballo entre sus rebaños de ovejas y yaks. Yo soy tibetano y odio a los chinos. Cada vez que viajo cerca de la frontera con la provincia de Tíbet y veo los destacamentos militares, las líneas férreas, las hambrientas industrias de minería… me dan ganas de escupir. Esto no ha pasado hace cientos de años, esto está ocurriendo ahora y es una historia moderna con sus teléfonos de pantalla táctil y sus miles de luces de neón iluminando un mundo creado por los chinos, un mundo de falso progreso y esclavitud. Tengo 24 años y todo el mundo me llama Tadi. Pese a todo lo que odio a los chinos me encanta vestir bien y lucir gafas de sol de marca.

Crecí en libertad como un antílope en los alrededores de la casa de mis padres. Fui muy poco a la escuela pues a mi padre no le gustaban esas ideas que los chinos metían en las cabezas de los niños. Durante varios meses al año nos íbamos a los prados con los animales y vivíamos en una tienda negra que mi madre había comprado a  una anciana que todavía sabía tejer el pelo de yak. A los 12 años me llamó mi padre y me dijo que iba a ir a pasar una temporada lejos de casa. Recuerdo que me lo dijo muy serio y que mi tío Tenzin también estaba allí muy estirado y que él no dijo nada. Al día siguiente mi madre me metió una muda en una mochila y mi tío me llevó de la mano a un camión donde pasamos mucho tiempo y donde había otros tibetanos en el montón oscuro de la gente. En Lhasa nos quedamos en un monasterio y luego nos volvieron a montar en un camión. Mi tío me decía que íbamos a la India pero yo no le creía, para un niño aquella distancia era simplemente infinita. En el monasterio de Sakya hacía frío pues ya estábamos en las montañas. Allí estuvimos durante más de una semana esperando a otra gente. Los pasajeros iban cambiando y muchos se quedaban en Lhasa y otros se quedaron por el camino, parados como árboles solitarios junto a la pista de tierra. Cuando formamos un grupo de 12 personas comenzamos a caminar. Las montañas eran interminables y había mucha nieve pues era todavía el principio de la primavera. Por las noches me dolían los pies y mi tío se los metía debajo de su camisa y me los calentaba frotándolos sobre su estómago. Así me quedé dormido muchas noches hasta que un día los guías nos dijeron que ya habíamos cruzado la frontera. Era un punto muy alto entre dos montañas que llama Nangba La y mi tío me dijo que desde hace miles de años esa era la carretera de los tibetanos para acceder a las tierras del sur. Tras 18 días caminando llegamos a Namche Bazar en el lado nepalí de las montañas, aquel lugar me pareció horrible pues estaba muy cansado y las casas estaban construidas en pequeñas repisas que desafiaban a la pendiente. Me daba vértigo. Parece que estoy hablando de hace dos siglos pero esta historia ha ocurrido hace tan solo 12 años. Me había portado muy bien todo el viaje, no me había quejado ni una sola vez pero cuando llegamos a Namche estaba tan cansado, tan sucio y tan perdido que me puse a llorar. Luego descendimos hacia el fondo del valle durante varios días más a pie. Al principio nos cruzábamos con grupos de extranjeros que subían hacia las montañas y me daban ganas de pedirles auxilio, pero siempre acababa bajando la cabeza y apretando el paso.

A Katmandú llegamos en autobús público, ya no había miedo de los controles, y allí nos recibió la delegación de tibetanos exiliados y nos cuidaron muy bien. Recuerdo que algunos lugares del centro de Katmandú me recordaban a mi casa y cuando íbamos a rezar a la stupa y perdía la cuenta de las vueltas, no sabía dónde estaba pero me sentía tibetano. Tenían todo muy bien organizado y nos mandaron a Nueva Delhi y luego a mí me llevaron a Dharamsala donde me puse a estudiar. Entonces entendí lo que había dicho mi padre aquel día junto al fuego sobre mi futuro. Aquí nadie me atacaba por ser tibetano. Pasé 10 años estudiando en la India, allí aprendí inglés y muchas otras cosas pero un día mi madre enfermó y tuve que regresar. Volví con mi familia, volví a Tíbet, a ese lugar mucho más extenso que la provincia creada por los chinos donde todavía resistimos. Los chinos intentan hacernos olvidar. Mejoran las escuelas para poder lavarnos la cabeza, arreglan las carreteras para sacar su mineral y nos hacen desaparecer poco a poco en su inmensidad. Cada vez que pienso en esto me dan ganas de escupir.

Secret Tibet. Maraini, Fosco. Harvill Press. 2002.