Alrededor de trescientas personas alcanzaron la cumbre del Everest el pasado veintidós de mayo. Las imágenes de la fila para llegar a la cima, traje de plumas contra traje de plumas, han dado la vuelta al mundo. Once personas han muerto en lo que va de temporada y la noticia de los escándalos ha pasado del conocimiento especializado a los grandes medios de comunicación. Todos tienen su punto de vista. Algunos apuntan a la avaricia del gobierno nepalés, otros a las compañías de guías, otros a la inexperiencia de los pretendientes. Algunos periódicos comienzan a diferenciar las ascensiones con oxígeno de las que se realizan con medios más éticos. El alpinismo no solo se ha democratizado sino que es crónica de la prensa del corazón.
El francés Gaston Rébuffat fue uno de los representantes de la época heroica de la montaña, cuando las caras nortes de los Alpes se conquistaban a base de un coraje de dimensiones míticas. En su libro Estrellas y borrascas describe la profesión de guía como una de las más bellas porque en ella el hombre ejerce sobre la tierra virgen. Esta aspiración de soledad y paisajes primigenios ha sido desde siempre una de las directrices del sentimiento alpino. La montaña era una puerta hacia el éxtasis a través del esfuerzo y la intensidad pétrea del paisaje. Como en algunos ritos chamánicos. Fue el impulso racionalista el que llevó a los hombres hacia la cima de las montañas. Pero quizá esos mismos hombres, ya en el siglo XVIII, no estaban buscando el futuro evolucionado y explicado, sino un pasado cargado de misterios. “El avance del útil ha acabado con la aventura" dijo el escalador y fabricante de material Yvon Chouinard. También podríamos decir que el avance de la ciencia y la tecnología han desvanecido el misterio del mundo. Escalar montañas no tenía nada que ver con hacer deporte, con realizar una actividad señera o con confrontar un reto; escalar montañas era, ya tristemente en pasado, vivir ese misterio. Y en ese misterio que ocultaba la bruma de lo antepasado, resonaba la fuerza de los mitos, la percusión de lo atávico. Un sonido profundamente humano, por ser frágil y efímero frente a una toda-poderosa naturaleza.
Una de las reflexiones más repetidas es que las grandes montañas son una arena donde se miden los egos bajo el cronómetro de la competición, sustentada por cifras económicas que rozan lo absurdo. Montañeros o no, esta es una realidad aceptada por todos. Lo que es más difícil de aceptar es que el efecto no solo ocurre en las grandes cimas sino en todas las esferas de lo que llamamos “deportes de montaña". Un día cualquiera de verano podemos encontrar trescientas personas en la cumbre del Mont Blanc, donde las aspiraciones de los participantes y los servicios de los guías y hosteleros crean cuantiosas relaciones de producción. Un fin de semana en la zona de escalada de Patones, cerca de Madrid, podremos encontrar más de cien personas y treinta perros. En el otoño del año 2013, el guía francés Rémi Thivel tomó una fotografía de la cara norte de las Grandes Jorasses en la que se contaban más de cien personas en la antaño pared imposible.
Curiosamente, en medio de estas aglomeraciones, los alpinistas todavía buscan esa sensación primigenia de soledad y lucha contra los elementos. Hace unos días, en la concurrida arista de Cósmicos del macizo del Mont Blanc, un guía fue increpado mientras adelantaba a otra cordada porque “en la montaña no deberíamos comportamos de esta forma". El indio Rizza Alee, desde los atascos del Everest del día veintidós de mayo, criticaba la poca empatía de los montañeros y su “falta total de emociones". Es sorprendente que gente que paga grandes cantidades de dinero para pasar el día en un atasco montañés (desde el teleférico hasta el final de la vía. Desde el campo base hasta la cumbre), todavía aspire al sentimiento primigenio de soledad y solidaridad. Como si tras pagar cantidades desorbitadas por el material, por los transportes, por la cumbre y por los guías, también quisiesen comprar los sentimientos de los pioneros. Pero la soledad y el éxtasis estético de la naturaleza desaparecen en las multitudes.
Entender que los sentimientos ya no forman parte de una actividad que estaba construida alrededor de ellos, no es sencillo. Entender que nuestra cotidianidad montañera está dirigida por lo financiero, por el reto, por la contaminación y por la competición, no cae bien en los corazones alpinos. Si queremos sentimientos habrá que buscarlos viajando en bicicleta, cultivando un huerto, honrando a nuestras madres o abrazando al prójimo, pero nunca más escalando montañas.