El día en que los señores del gobierno se pusieron las mascarillas, las cosas se aclararon bastante. Era una imagen a medio camino entre los antiguos comunicados de ETA y la fiesta de Helloween. Era curioso como con un pequeño trozo de tela cubriéndoles el rostro se destapan todas las verdades y era imposible no pensar en su aire de cuatreros. Oscar Wilde decía que si le das una máscara a un hombre te dirá la verdad y en esta ocasión no podía ser más certero. Comenzó el descontrol generalizado, la culpabilización de los ciudadanos por la falta de recursos sanitarios que ellos mismos habían recortado, la represión “por nuestro propio bien" y la exaltación del peligro en los medios de comunicación recordándonos la fragilidad del viandante que no respetaba las reglas. El miedo se apoderó del planeta, la gente se hacinaba en sus pequeños apartamentos, los políticos no paraban de decir estupideces y el pueblo les vitoreaba desde los balcones.
Me pregunto qué ha sido durante esta pandemia de los medios humorísticos como El Jueves o El Mundo Today cuando cualquier periódico estaba plagado de noticias de un dramático humor surrealista: los tres médicos chinos que se volvieron negros tras aplicarles tratamiento, el señor de Logroño que salió a pasear a sus peces o los cinco mil euros por cabeza que estaban pagando algunos marroquíes para cruzar el Estrecho de regreso a su país. Muchos decían que el mundo estaba cambiando, lo que no nos esperábamos es que se hubiese convertido en una película dirigida por Jose Luis Cuerda.
Los escaladores se entrenaban en sus casas colgados del marco de la puerta mientras dos niños cortaban el cable de fibra óptica de su maestra para que no enviase más deberes. Los horticultores con hectáreas de verduras y frutales tenían que ir a comprar los mismos productos que ellos producían mientras se contagiaban en los supermercados. Los músicos se promocionaban en internet en nombre de la solidaridad. Los del tercero denunciaban a los del segundo porque habían salido dos veces a pasear al perro. Las residencias de ancianos, esos lugares tan apañados para apalancar a nuestros mayores en el ritmo infernal de la sociedad moderna, se convirtieron en morgues. Los sanitarios, los valientes de esta catástrofe, trabajaban sin protección porque algún señor se había olvidado las gafas de cerca y no leyó la fecha de caducidad de los productos. Unos tipos quedaron confinados en un puticlub de La Rioja. El presidente de Vox, Santiago Abascal, increpó al gobierno “el odio histórico de la izquierda a los homosexuales" y se señaló como nuevo defensor del movimiento queer.
Y en medio de este circo yo me pregunto qué sentiría una de esas cabras hispánicas que regresaron al Sistema Ibérico y que habían ido a dar una vuelta al núcleo urbano de Cervera. Las imagino contemplando con solemnidad los aplausos de las ocho de la tarde, escuchando las canciones de Manolo Escobar o ese famoso Sobreviviré que tanta lesiones irrecuperables ha producido en los tímpanos de algunas personas. Yo pienso que estaban muy contentas de poder comerse las hortensias de las señoras que comenzaban a florecer, de no escuchar más ruido que el de las peleas doméstica. Allí estarían rumiando con su gesto impávido mientras la del primero gritaba: -¡Juan, con la azada no! Y es que la violencia doméstica ha aumentado dramáticamente durante estos días extraños.
Me imagino a las cabras comiéndose las banderas de los ayuntamientos. Esas banderas por las que han surgido tantos conflictos, muertes y desórdenes. Luego atacarían las caléndulas del colegio, con los patios vacíos, mientras los niños en sus casas rezaban a Bill Gates para que volviesen las clases y ¡por el amor del ciberespacio! les librasen de sus padre. Después del festín regresarían a sus cuevas en los roquedos a defecar, copular y sacudirse cabezazos. Dicen que la naturaleza es cruel y salvaje, pero el ser humano ha agotado todos los adjetivos.