El Duque de los Abruzzos: vida de un explorador

Historias a pie de vía.

Simón Elías

El Duque de los Abruzzos: vida de un explorador
El Duque de los Abruzzos: vida de un explorador

Vivir nunca ha sido fácil. Los enigmas más oscuros de la vida son iguales para el pobre que para el aristócrata. La soledad, la confusión, el amor o el éxtasis se sobreviven por igual en la zanja del obrero que en la carroza del rey. Quizá una de las cosas más difíciles de gestionar en el confuso devenir de la existencia es ese delicado equilibrio entre la libertad personal y la gregaria e imperiosa necesidad de los otros. Somos individuos tribales que a veces se comportan como héroes (o animales) solitarios.

Luis de Saboya pudo haber sido rey de España si los destinos de la historia no le hubiesen devuelto a Italia en el equipaje de su padre Amadeo de Saboya, que reinó en nuestro país por algo menos de dos años. Su hijo Luis fue el explorador más grande de la historia moderna. Realizó viajes y ascensiones inauditas para la época como el monte San Elías en Alaska, las Montañas de la Luna en Uganda o la primera investigación de la ruta que ahora lleva su nombre en el K2. Pero una de sus exploraciones más audaces no fue en el ámbito de lo geográfico sino en el espacio de la humanidad. Jugó un delicado equilibrio entre su papel de cortesano, con un profundo sentido del deber hacia su país y su rey, y su ansia de libertad.

Todos jugamos en esa cuerda floja que nos ata y nos separa de las otras personas, nos balanceamos en nuestros deberes como hermanos, esposas o ciudadanas y luchamos por mantenernos fieles a nuestro destino. A veces esa necesidad de espacio personal se refleja en una desenfrenada pasión por la filatelia, la comida o los zapatos de mujer. Sentir que dentro del conjunto de la vida, de sus maravillas y sus deberes, uno tiene la posibilidad de gritar y desnudarse en medio de una plaza, es una sensación maravillosa. Hacerlo lo es aún más. El rey quiere desnudarse en medio de sus súbditos, el plebeyo quiere montarse en la carroza y cubrirse de sedas.

Luis Amadeo de Saboya, el duque de los Abruzzos, peleó en la guerra, exploró los lugares más remotos del planeta, se ganó la confianza de un pueblo devastado por los azares de la historia pero no pudo tomar el mando de su corazón. Pasó su vida enamorado de una mujer que no pudo tener por respetar los estrictos códigos sociales de la corte. La suya fue una de las grandes historias de desamor de principios del siglo XX.

En la frontera entre Italia y Francia se encuentran las Grandes Jorasses, una de las murallas verticales más imponentes de todo el macizo alpino. Allí, a finales del siglo XIX, todavía quedaban un par de puntas vírgenes. El duque había mandado a su guía Joseph Petigax, acompañado de Laurent Croix, a investigar el acceso a estas dos puntas vírgenes que superaban los 4000 metros. Los guías regresaron al atardecer al alojamiento donde el duque les esperaba con su amigo Francesco Gonella.  Durante la presentación de la jornada, Petigax desaconseja la ascensión a causa del terreno inestable por donde transcurre la ruta. Gonella recrimina a los guías el no haber subido lo suficientemente alto y cubrirse con la historia de la caída de piedras. Petigax lacónico responde: “las piedras caen pero la cima será vuestra”. Al día siguiente los cuatro alpinistas se ponen en marcha, corre el verano de 1889 y esa misma jornada alcanzan las puntas más occidentales de las Grandes Jorasses. La primera es bautizada Margarita en honor de la tía del duque, la reina de Italia; la segunda Helena en homenaje a Elena de Orleans, esposa del hermano del duque. Durante la ascensión, en un lugar cercano a la cumbre, Petigax le pide a Gonella que meta la mano en un agujero de la roca y que coja un trozo de pan que los guías habían dejado el día anterior. Así, con el trozo de pan todavía blando en la mano, no había duda sobre la fuerza y valentía de estos hombres.

El duque de los Abruzzos. Vida de un explorador. Tenderán, Mirella y Shandrick, Michael. Ediciones Desnivel. 2001