Se trataba de resistir. Siempre se trata de resistir. De resistir y de seguir. Seguir hacia adelante, la única dirección posible para llegar a cualquier parte. Aunque el cielo amanezca cubierto de tormentos y nubarrones gris noruego. Aunque empiece a lloviznar. Eran las once pasadas, el puerto abarrotado y Nansen sin llegar… Una multitud le esperaba para despedir al Fram. Las gotas indecisas acaban por mojar, pero hay que aguantar. Para eso fue concebido el barco, al fin y al cabo… para aguantar. Aguantar y avanzar hacia adelante, hacia el enésimo grado de latitud ignota: hacia el Polo Norte.
«Noruega. 24 de junio de 1893, fiesta de estío. Día de tristeza para nosotros. Es el momento de la partida…» Oslo despidió a sus hombres con una salva de cañones desde el muelle (donde ahora se cogen los ferry); les recibieron con un banquete al recalar en Bergen, en Trondheim con aplausos, con más vítores en Tromsø. «Resulta algo agobiante ser objeto de tanto homenaje antes de que se haya conseguido nada…»
Reducir el dominio de lo desconocido era, en líneas generales, el objetivo. Del Ártico se sabía que hacía fresco, que aun con manoplas se te congelaban los dedos, que las embarcaciones naufragaban aplastadas por el hielo y que era común agonizar de escorbuto. «Me río del escorbuto… me río del hielo… me río del frío… Eso no es nada». Se ignoraba si en esas latitudes había tierra o un mar abierto; ninguna nave había llegado hasta allí para verlo, todas zozobraban en el intento. La Jeannette es solo un ejemplo: se hundió en el mar Siberiano; restos del naufragio, sin embargo, salieron a flote en Groenlandia, a miles de kilómetros de distancia, arrastrados, se creía, por una presunta corriente marina que fluía por el Polo o sus cercanías. Fridtjof Nansen se aferró a esta teoría para trazar el plan más osado que jamás se hubiese escuchado: dejarse apresar por el ponto polar y ceder el timón a la incógnita de la deriva. Lo que los expertos en escepticismo denominan: una soberbia locura. «Debo confesar que mi proyecto distó mucho de conseguir los sufragios de los exploradores árticos…»
Para que el disparate funcionara… «Necesitaba, ante todo, un buque de una solidez excepcional, capaz de resistir los embates de los hielos, que seguramente serían terribles durante la prisión en medio de la banquisa…» Solo el astillero de Colin Archer podía atreverse con semejante reto. «Si nuestro viaje resultó un éxito, lo debemos en buena parte a este hombre». El constructor naval aparejó el encargo como un bergantín-goleta de tres palos, 39 metros de eslora y 11 de manga máxima. «Lo más pequeño y fuerte posible», le pidió. Que sea sólido pero manejable, a la par que acogedor. Maderas de pino y olmo americano, roble italiano y un laurel sudamericano macizo como él solo. No importa si apenas alcanza los 7 nudos de navegación. El resultado fue un velero rechoncho. «La forma adoptada después de largos tanteos no era precisamente elegante…» El casco, la quilla y la popa redondeadas, para que los témpanos no hallaran por dónde acometer su abordaje y resbalaran por la superficie del barco, que se escurriría hacia arriba «como una anguila húmeda entre las manos». Pero esto era otra teoría, faltaba comprobarlo.
«La lucha de hielos contra hielos es, sin duda, un espectáculo extraordinario. Se siente uno en presencia de fuerzas titánicas». Se oye como un terremoto. «Los ecos del gran desierto de nieve, hasta allí silencioso, repiten ese mugido con estampidos de trueno. Los gigantes de la Naturaleza se preparan para el combate». Retumba un fragor macabro. «El hielo cruje por todos lados, se rompe, se amontona… y, de repente, os encontráis en medio de esa lucha espantosa». El Fram tiembla. «Envueltos en semitinieblas, veis subir los témpanos como montañas y acercarse a vosotros como olas amenazadoras...» Las cuadernas se tensan. «Fragmentos de cuatro o cinco metros saltan al aire en esas colisiones y montan unos sobre otros o caen pulverizados…» Las vigas crujen de dolor en la convulsión. El estrujón es desgarrador. «Como si fuera el día del Juicio Final…» La esfera se agrieta, los astros caen, el sol se pliega. «Poco a poco, se restablece la calma, disminuye el ruido y se pasa lentamente a un silencio sepulcral». Cualquier otro buque hubiera sucumbido al ataque… «El Fram, como yo esperaba, se conduce de una manera admirable». Resistió, combate tras combate. Aunque, en una ocasión, a punto estuvieron de evacuar la embarcación. «Sverdrup, siempre impasible, tuvo la ocurrencia de elegir ese momento para tomar un baño. Cuando di la orden de subir los sacos al puente, iba como Dios le trajo al mundo».
Otto Sverdrup era el capitán del Fram. «Me había acompañado en mi anterior expedición a Groenlandia». Aquella en la que atravesaron la isla esquiando, al grito de «¡cruce o muerte!» Otra de esas locuras geniales. «No podía ponerse en mejores manos la dirección del buque». Nansen eligió a 12 hombres y 34 samoyedos para su tripulación. A los hombres les exigió que fueran de nacionalidad noruega (haciendo campaña para la futura independencia); aun así, se le coló un sueco, el segundo maquinista, Lars Petterson. Hubiese querido un perfil más científico del grupo, gente con quien poder charlar sobre neurología, sobre mizostómidos… Pero esta especie, la del científico, no abundaba (y ahora menos) en el mundillo de la Aventura. Por eso no le fue fácil dar con un médico, porque escasean los suicidas en el gremio.
El doctor Blessing fue de los pocos dispuestos a enrolarse en un viaje tan incierto. Tenía poca carga de trabajo en el barco; todos sus pacientes estaban sanos y acudían a su consulta por minucias: que me ha dado un reúma, que tengo diarrea, que Mogstad me ha pegado un puñetazo, que un oso me ha metido un bocado… «Yo no recuerdo haber tenido nunca mejor salud. Más aún, recomendaré las regiones árticas como un excelente sanatorio para las personas debilitadas o aquejada de afecciones nerviosas». A falta de enfermos, el médico consagró su atención a los perros. Y, para pasar el rato, comenzó a experimentar con opiáceos; también recolectaba algas y dirigía el periódico de a bordo (fue noticia el nacimiento de trece cachorros). Una vez al mes, pesaba a todos los miembros de la expedición. Diagnóstico: estaban engordando.
Adolf Juell se hizo un cursillo de cocina antes de embarcar, para que le admitiesen como chef del Fram; aunque al final los muchachos se turnaron con el delantal. Para comer: sopa de rabo de buey, pudding de pescado, asado de reno con guisantes y patatas, dulce de arándano, crema de zarzamora ártica y galletas. «Por la noche se sirve el café con acompañamiento de ananás, almendrados, pasteles de jengibre y frutas secas». El alcohol estaba restringido, y en seis meses se bebieron toda la provisión de Ringnes. A falta de birras, se contentaban con jugo de lima y azúcar, y en Nochebuena brindaban con champán de bayas maceradas al ron, infalible antiescorbútico. «Si esto sigue así, ¿qué tendremos que contar a la vuelta? Todos mis compañeros están rollizos y robustos, ninguno tiene ese semblante pálido y esas mejillas hundidas que parecen de rigor en los invernantes polares, ni ofrecen el menor vislumbre de abatimiento. No hay más que oír las animadas conversaciones y las carcajadas del salón».
Las carcajadas son por el arponero, Peder Hendriksen, que habrá contado otro de sus chistes verdes. Estarán jugando a las cartas. Como a Anton Amundsen no le gusta apostar, se pondrá a la pianola, a tocar un vals o una polca. Y luego Theodor Jacobsen se arrancará con alguna canción nostálgica. «¡Ninguna de las dichosas músicas me recuerdan a ti!», escribía Nansen a Eva, su esposa, que era una famosa cantante de ópera, la compañera que aguantaba sus correrías expedicionarias y amorosas, sus arrebatos de mal humor, sus etapas melancólicas. «Te llevo conmigo a todas partes, entre las nieblas, a través de los mares…» Ella no quería ejercer ese papel de Penélope, y amenazó con acompañarle si antes de irse no le hacía madre. «No te preocupes por mí…» Liv tenía seis meses cuando su padre se marchó al Polo. «Debes saber que no voy a exponerme a ningún peligro, ¡absolutamente a ninguno!»
Llegó la temida noche ártica, con sus cinco meses de oscuridad total, que no fue tan total al final, porque el Fram contaba con un flamante sistema de electricidad y con Bernhard Nordahl como electricista encargado del molino de viento y la dinamo que iluminaban las lámparas de arco voltaico. Bajo el calor de su resplandor leían alguno de los más de seiscientos libros que surtían las estanterías. Mientras, en el exterior, los mercurios se agarrotaban por debajo de los –50ºC. «Pero tal frío no causa ningún sufrimiento. Ayer, en un paseo con los esquís, llevaba yo una camisa ordinaria y dos abrigos de piel; en las piernas calzones, pantalones, polainas de paño, y sudaba la gota gorda». Algún caluroso incluso salía ¡en mangas de camisa y calzoncillos! a mirar el termómetro.
Sigurd Scott-Hansen realizaba las observaciones meteorológicas, magnéticas y astronómicas; era el responsable de determinar la posición exacta del barco en aquel mapa en blanco. «Toda la tripulación se agrupaba a la puerta de su camarote, esperando con impaciencia el resultado». Lo calculaba con el sextante, las tablas trigonométricas y el almanaque. «Saber si la corriente nos había empujado hacia el norte o hacia el sur, y cuánto, era una cuestión capital para nosotros. De ello dependía en gran parte nuestro estado de ánimo». Empezaba a desesperarse. El Fram no avanzaba. De seguir a ese paso, tardarían seis o siete años en cruzar el océano Glacial. No aguantaba más. «¡Maldita disposición mía, que me lleva siempre a soñar con algo más que la realidad que me circunda!» En este estado de ansias pergeñó otra (sí, otra) de sus locuras: bajarse del barco (como quien se baja del bus en un atasco) para acercarse a los 90ºN, a ver qué hay, sin opción de regresar al Fram, que continuaría con el plan de ruta inicial.
Para la tripulación fue un descanso librarse de Nansen, estaban hartos de su arrogancia, que lo aguantara Hjalmar Johansen, que es quien tuvo la preeminencia de acompañarle, con tres trineos de perros y dos kayaks. Juntos llegaron hasta los 86º14’ de desolación Norte. Nadie hasta la fecha estuvo tan cerca de la meta; pero era inútil continuar: la banquisa les empujaba hacia atrás con mucha más vehemencia de lo que tiraba de ellos el demonio de la vanidad. Se dieron media vuelta. Lo que vino a continuación fue una retirada épica. «¡Adelante, cueste lo que cueste!»
"Corrieron un riesgo enorme". Børge Ousland lo sabe bien, porque él y Thomas Ulrich repitieron esa misma travesía en 2007, siguiendo las huellas de Nansen—. "Resulta imposible entender las dificultades por las que pasaron hasta que estás ahí". «Para haceros una idea de la banquisa, figuraos un hacinamiento de enormes témpanos separados, ya por agujeros de nieve blanda y de agua, ya por anchos estanques. Una serie de montañas rusas que se bambolean; luego un cerro, un barranco; en resumen: un terreno formado por moles desiguales amontonadas en el más extravagante desorden. Ni la menor placa continua donde poder plantar la tienda y esperar. Para remate, una densa niebla». "Es tal cual lo describe, exactamente igual. Nunca estás a salvo en la banquisa. En invierno oyes crujir el hielo, pero en verano no hace ruido y puede romperse bajo tu tienda mientras duermes, sin que te enteres", continúa Børge.
«Durante esta marcha penosa, cuando llega la noche, el sueño es invencible (…) Nos metemos en los sacos de dormir para deshelar nuestra ropa (…) Por más que nos arrimemos el uno al otro, durante más de hora y media damos diente con diente antes de sentir un poco de calor…»
"Quizá ahora hay un par de grados más, por el cambio climático, pero sigue haciendo mucho frío. Las principales transformaciones se han dado en los transportes" — te rescatan en un Mi-8 si te haces un esguince en el Polo Norte—, "en las comunicaciones" —puedes llamar a casa para dar las buenas noches"— "y en los sistemas de navegación: nosotros sabíamos en cada momento dónde nos encontrábamos con el GPS" —sus paisanos tenían que imaginárselo: solo llevaban un mapa de la Tierra de Francisco José, pero era muy esquemático y encima estaba equivocado. "Donde no hay tanta diferencia es en el equipo. Vale que el suyo era más pesado" —en total, 700kg—, "pero su ropa, sus kayaks, sus tiendas… eran sorprendentemente buenas, incluso comparadas con las modernas. El material que llevan usando los inuit desde hace miles de años continúa siendo válido. De hecho, cuando en 1986 crucé Groenlandia llevábamos prendas de algodón y lana, y botas de piel muy similares a las de Nansen, y nos orientábamos con sextantes… Creo que podría llegar al Polo Norte con los medios de entonces; lo que más echaría en falta sería el traje seco para el agua. En cuanto a la comida, tampoco ha variado mucho: carne seca, verduras deshidratadas…"
«Por la mañana y noche comemos carne de oso sin cansarnos nunca. Aviso a los gastrónomos: el pecho de osezno es un manjar de primer orden». "Probé la carne de oso hace mucho tiempo… Sabe a foca, y la foca sabe a pescado. Si tienes mucha hambre, está rica." «Un tentempié exquisito eran los pedazos de grasa de morsa que habían ardido en las lámparas, eran nuestras golosinas… Si hubiésemos tenido un poco de azúcar, ¡cuánto mejor nos hubieran sabido!» Con estos manjares, Nansen engordó diez kilos en ocho meses, lo que duró su hibernada refugiados en una choza improvisada.
"El refugio aún sigue allí, pero está en ruinas…". Un agujero de tres metros de largo por dos de ancho, un poco justo para el metro noventa y dos de Fridtjof. Cuando le preguntaron cómo se las arreglaron para pasar todo un invierno ahí dentro, se encogió de hombros y, esbozando esa media sonrisa suya, contestó: «Bueno, quizá fuera algo monótono…» Se trataba de aguantar. Aguantar y esperar la hora de dormir y de almorzar. Esperar y aguantar. Aguantar la molestia de compartir el silencio y esperar. Esperar a que se callara el vendaval para salir de paseo y aguantar. Aguantar fricciones y aguantar los ronquidos de Johansen. Aguantar. Aguantar esa segunda piel de hollín y mugre y esperar. Esperar que pronto se pudieran duchar. Esperar. Esperar que todo fuera bien en el Fram. Esperar la aurora en la noche más negra. Esperar. Resistir y esperar para ponerse de nuevo en marcha y aguantar. «Sea como sea, hay que seguir adelante, va en ello la salvación».
"Les quedaban más de quinientas millas desde la Tierra de Francisco José hasta Spitsbergen. Es un tramo con hielo roto y mucha agua, no lo hubieran conseguido en kayak; los vientos del norte les hubieran empujado hacia el mar de Barents… Estoy bastante convencido de que hubieran perecido si no llegan a encontrarse con Jackson en el Cabo Flora", explica Ousland. Fue la mayor casualidad en la historia de la exploración polar: Jackson, Frederick Jackson, se había montado su propia expedición después de que Nansen rechazase cortésmente su candidatura por ser inglés... ¡Pues van y se topan con su campamento en el archipiélago de Francisco José!, que no es precisamente la Karl Johans Gate, sino un amasijo de 191 islas laberínticas. No hubo rencor alguno por parte del anfitrión fortuito: By Jove, I’m glad to see you!, exclamó cuando discernió al otrora apuesto noruego en aquel salvaje andrajoso con greñas a quien más de uno creía muerto. Al fin pudieron fregarse la roña de quince meses de travesía, asearse con toallas limpias, ¡sentarse en sillas!
«El deber está cumplido, el trabajo ha terminado, ahora puedo descansar, descansar y esperar». Esperar. Esperar que no hubiera estallado una guerra entre Suecia y Noruega. Esperar ver pronto a Eva y a la niña. Esperar al SS Windward.
"Thomas y yo también estuvimos allí esperando a nuestro barco", nos cuenta Ousland, y en el ínterin coincidieron con un crucero de turistas. "Es una locura. Cuando fui al Polo Norte por primera vez, en 1990, era algo que quedaba muy lejos, solo podías llegar esquiando. Ahora ya no, ahora te llevan en helicóptero. Nunca volverá a ser lo mismo. Por una parte es triste; pero, por otra, es bonito poder compartir esa belleza con otra gente" —él mismo dirige una agencia de aventuras con viajes al ártico, para los interesados www.ousland.no/—.
"Nansen y Johansen han sido la inspiración de todas mis expediciones —Ousland fue la primera persona en cruzar ambos polos en solitario, con esquís y sin apoyos… Demostraron un convencimiento, una fuerza de voluntad y un coraje asombrosos. Pero dudo que Nansen se hubiese atrevido a realizar ese viaje sin su experiencia previa en Groenlandia con los inuit. La experiencia es fundamental para el éxito. Por eso sobrevivieron; por eso y porque jamás se rindieron." «Lo difícil lleva su tiempo, lo imposible un poco más».
El Fram tardó tres años en volver a casa… Resistió. Olía a pocilga, pero resistió. Porque de eso se trataba. De resistir y de seguir. Así que resistió y siguió. Siguió el itinerario previsto, dirección noroeste, y resistió. Alcanzó los 85º57’N (¡a menos de cincuenta kilómetros del récord de Nansen y Johansen!) y siguió, atareado con sus faenas científicas, cargado de estamina. Siguió a la deriva hasta entrar en aguas libres. Siguió y resistió. La tripulación al completo resistió, apoteótica. Y el Fram siguió. Siguió a la aventura en la campaña de Sverdrup (1898–1902) y resistió. Como resistió con Roald Amundsen en el Polo Sur (1910–1914). Como sigue resistiendo hoy, 125 años después de su primera expedición.
Un museo para un barco
El Museo del Fram está situado en los 59º54’N, Oslo, Noruega. Se abrió en 1936 para acoger al barco de madera más resistente jamás botado, un barco récord, el único en navegar por la latitud más al norte y más al sur, una proeza de orgullo nacional que, con el estallido de la Gran Guerra y cumplido ya su tercer cometido en los hielos, estuvo a punto de zozobrar abandonado en un arsenal. Fue Otto Sverdrup quien más empeño puso en rescatarlo, porque «¡allí —dijo— es donde empezó todo!». «Estuvieron diez años para restaurarlo, con fondos privados», cuenta el director del museo, Geir Kløver. «Como se encontraba en tan mal estado, Amundsen se compró otro barco…» El Maud, que ha permanecido hundido en aguas canadienses hasta hace poco. «Ahora lo tienen en Groenlandia; este verano quieren traerlo a Noruega…» Coincidiendo con el centenario de su singladura por el Océano Glacial Ártico. «Pero a ver si llega…», recela.
En cualquier caso, no echará anclas en este museo, donde también fondea el Gjøa, el primer velero en atravesar el Paso del Noroeste con éxito. Otras reliquias polares (dejando atracciones tridimensionales aparte) son un mechón de Nansen (de cuando se peinó en la base de Frederick Jackson); el kayak de Johansen (el de Nansen lo tienen en el Museo del esquí) , interesante para comparar el equipo que entonces usaban con el que lleva ahora Børge Ousland); barómetros, teodolitos, brújulas… las raquetas y las botas de Fridtjof… la vajilla del Fram (en la tienda de recuerdos venden una igual); alguna botella (vacía) de cerveza, sobras de galletas… Los pancakes famosos de Lindstrøm estaban tan buenos que no dejaron ni una miga para la posteridad; para colmo, el chef polar —al mando de los fogones en la segunda y tercera expedición del Fram— quemó en un arrebato la receta original. Las tortitas que sirven en la cafetería del museo no están recién hechas, y la mermelada no tiene pinta de ser casera; respecto al café… mejor no rechistar.
«La tripulación de Nansen se quejaba de que solo contaban con provisiones de café para seis semanas; tenían que apurar los posos y estaba asqueroso». También protestaban de que no pusiese la calefacción para ahorrar carbón… Y así se caldeaban los malos rollos a bordo. «En mi opinión, Amundsen fue mejor líder que Nansen. Nansen siempre quería tener razón en todo, y eso resultaba bastante estresante». Kløver conoce mejor que nadie lo que pensaban aquellos hombres. «He tenido en mis manos nueve de sus diarios, y cada uno cuenta una cosa distinta; leyendo solo la versión de Nansen no te enteras ni de la mitad».
La librería del museo es una Valhalla para los amantes de la literatura bajo cero. Como recomendación: Nansen, maestro de la exploración polar. El científico que llegó a Premio Nobel de la Paz, una biografía apasionadora escrita por Javier Cacho, autor de otros dos títulos imprescindibles en las coordenadas más extremas de nuestra biblioteca: Amundsen-Scott. Duelo en la Antártida y Shackleton el indomable.
Más lejos, todavía más lejos…
Polhøgda, “lugar polar". Así se llama la casa que Fridtjof Nansen se construyó cuando regresó de los 86º14’ N, convertido en el héroe nacional que aquella Noruega impúber necesitaba. Su estampa estaba en todas partes: en gorros, guantes, caramelos, lápices… Abrumado por el fenómeno fan, imaginaba «un castillo con fosos y puentes levadizos que ni una sola alma de esa gente aburrida pudiera cruzar». Él mismo diseñó la fortaleza: recia, grande, austera; enramada en la afueras de Oslo, entre paseos boscosos, con vistas al fiordo donde salía a nadar y a remar y donde anclaba el Veslemøy, la embarcación que se compró para sus investigaciones oceanográficas por las Svalbard.
"Estaba siempre muy ocupado, escribiendo, dando conferencias, con sus obligaciones diplomáticas y humanitarias…", cuenta Marit Greve, su nieta. "En las fotos siempre parece enfadado…" Ella apenas le conoció. "Mi padre no hablaba mucho de él…" A Odd Nansen no le gustaba presumir de hijo de. "Quería que fuésemos alguien por nosotros mismos…" Es decir, que aprendió más cosas sobre su abuelo en el colegio que en casa. "Me da la impresión de que los jóvenes de hoy ya no saben quién fue, al menos aquí, en Noruega… No es como en Armenia: allí lo tienen como a un dios". No han olvidado su compromiso con los refugiados tras el genocidio. "Muchos todavía vienen a verle…".
Quiso que enterraran sus cenizas ahí, bajo el abedul que llora escarcha en el jardín. La última persona que le vio con vida fue la madre de Marit. Un ataque al corazón. Sentado en el banco del balcón. Era primavera, la de 1930. Hacía sol. Su estudio del torreón está tal cual lo dejó: los libros, la cámara de fotos, los fonógrafos, el telescopio, el globo terráqueo, las gafas de inuit, la piel de oso, las pipas, las maletas, la foto de Eva… y la máquina de escribir. Justo había empezado a trabajar en un nuevo artículo, apenas una frase… la primera frase… su última frase: «Más lejos, todavía más lejos… hacia el Norte».
Del Polo Norte al Polo Sur
A Polhøgda se llega en unos 20-30 minutos desde el centro de Oslo, cogiendo el autobús 31 o el tren hasta la estación de Lysaker. La tumba del explorador es de acceso libre, pero la mansión está cerrada al público. La familia no quiso que fuera una casa-museo, sino un espacio de investigación que, desde 1958, es la sede del Instituto Fridtjof Nansen , dedicado al estudio de las regiones árticas y antárticas, el calentamiento global, la biodiversidad, el derecho del mar, la cooperación internacional y el impulso de nuevas políticas energéticas y medioambientales para la era del antropoceno. Así que muchas de las habitaciones son ahora oficinas, y colarse dentro es complicado sin una excusa convincente.
Por el contrario, la casa de Roald Amundsen sí puede (¡y debe!) visitarse (aunque hay que pedir cita previa y en transporte público no queda cerca). Se la compró después de cruzar el Paso del Noroeste y la han conservado tal cual estaba cuando su inquilino desapareció, en 1928. Parece decorada por la abuela del explorador: pasamanería en las lámparas, butacas capitoné, damasquinado para el papel de pared, cortinas de encaje… ese tapete se lo bordó Frederick Cook en la cárcel… el piano es el del Fram… aquel de allá es Fridtjof disecado (Fridtjof es el canario que Roald se llevó a la Antártida para que le cantara). Un pingüino y una osa posan taxidermizados en el despacho, donde planeó la conquista del continente helado. De hecho, el Framheim lo montó en el jardín, de prueba; luego lo volvió a montar tal cual en la Bahía de las Ballenas, como un mueble de Ikea. A todo esto: hay una réplica de la cabaña en Finse, un pueblo noruego de montaña, a medio camino de ferrocarril entre Oslo y Bergen, que alcanza temperaturas de hasta –40ºC y que tanto Nansen como Shackleton utilizaron para entrenarse. También se libró allí la Batalla de Hoth, la del episodio V de Star Wars, pero centrémonos: en el refugio se exhiben diarios de Amundsen y de Scott, y desde allí es posible equiparse con pieles de foca y trineos para emular la carrera del noruego y del inglés por clavar sus banderas en el Polo Sur, en un viaje de recreación histórica organizado por la agencia de aventuras Your Way.