Verán, hubo un tiempo –no muy lejano– en que las montañas del mundo ofrecían tantos y tan difíciles misterios que desenmascarar sus enigmas solo estaba al alcance de unos pocos hombres y mujeres. Muy pocos en realidad. Una vez se coronaron los grandes picos del Himalaya, los ochomiles, las metas iban a empaparse en una filosofía en la que primaba el estilo, la belleza y la dificultad de una actividad. Esta corriente alpina, tan orlada de gloria como de tragedia, iba a escupirle a la cara a los límites humanos conocidos. Un ejemplo fue la ascensión de Reinhold Messner y Peter Habeler al Everest en 1978, primera vez que se hollaba el Techo del Mundo sin utilizar oxígeno suplementario. Para la mayoría un suicido, una machada digna de locos irresponsables y sin mucho aprecio por su vida. Al lograrlo, no sólo se ponía en duda el conocimiento establecido sobre los efectos de la falta de oxígeno en el cuerpo humano, además se estaba dando un salto cualitativo al futuro de la aventura. Por si quedaban dudas, dos años más tarde Messner repetiría la ascensión, esta vez en solitario, en la que es para muchos la más llamativa y espeluznante escalada del Everest.
Hans Kammerlander, nacido bajo el paraguas de las montañas del Sudtirol en el riguroso invierno de 1956, fue uno de esos adalides del compromiso en las montañas. Historia viva del alpinismo, uno de los representantes más lúcidos de lo que significa ser montañero. Conocido por ser uno de los compañeros de correrías de Messner, escalaron juntos montañas como el Dhaulagiri, el Annapurna o el Lhotse. Messner se iba a convertir en el primer ser humano en coronar los 14 ochomiles. Hans se quedaba en 13. Sucedía que en el año 2001, tras escalar el K2, se retiraba de las grandes cumbres. Para completar el célebre proyecto le restaba el Manaslu, donde en 1991 perdía a dos amigos durante el ataque definitivo a la cima, Karl Grossrubatscher y Friedl Mutschlechne. “He vivido demasiadas tragedias en el Manaslu, no quiero enfrentarme a mis pesadillas”, revelaba el tirolés.
Pero ahora, con 60 años, Hans Kammerlander ha vuelto a poner sus profundas pupilas en un gigante asiático. ¿Lo adivinan? El Manaslu, con sus 8.163 metros de nieve cegadora, demonios lastimeros y promesas nebulosas.
Historia con botas
El currículum de Kammerlander es absolutamente grandioso. Nunca ha utilizado oxígeno en sus ascensiones, porque según él tras ascender el Everest sin O2 no se podía justificar el hacerlo de otro modo. Fue el primero en encadenar la ascensión de dos montañas de ocho mil metros (Gasherbrums I y II) sin descender al campo base por el camino (junto a Messner, en 1984); entro en el libro Guinnes de los Récords cuando escalaba como un rabioso rayo el Everest en 16 horas y 45 minutos en 1996. El sonido de su trueno iba a llegar a toda la comunidad alpina, pero aún no se imaginaba de lo que era realmente capaz. Fue el primero en descender el Everest y el Nanga Parbat con esquís, e intentaba repetir la gesta en el K2, antes de retirarse para tratar de socorrer a un alpinista coreano que se precipitaba al vacío. Se ha probado con éxito en más de 2.000 rutas de los Alpes, llevando a cabo proyectos casi enfermizos como escalar el Cervino cuatro veces en la misma jornada, por cada una de sus cuatro aristas (Hörnli, Furggen, Lion y Zmutt). Ha abierto más de 50 nuevas vías y firmado varias decenas de ascensiones sin cuerda a líneas que superan el sexto grado de escalada. Enumeramos todos estos logros para dejar claro que Hans es de esos tipos capaces de dejar irreconocibles los baluartes de lo imposible.
“Lo cierto es que nunca he querido volver al Manaslu”, comenta el tirolés ahora que prepara su nueva expedición, en la que además se rodará un documental sobre su figura. “Siempre pensé que regresar sólo serviría para abrir viejas heridas”. Su opinión empezó a cambiar en 2006 durante una ascensión en el pico Jasemba (7.350 m) de Nepal. Un buen amigo, Luis Brugger, fallecía a causa de una caída mientras rapelaba. Un duro golpe. Al año siguiente regresaba a la montaña junto a Karl Unterkircher, completando la escalada. “Descubrí que es mejor seguir adelante en lugar de dejar la mente atascada en la arena y pararlo todo”. Y la idea de volver al Manaslu cobró vida. “No tengo ninguna presión por hacer algo destacable, solo quiero concluir este camino inacabado. Y vamos a hacer una gran película. Quizá no sea sensacional, pero será muy profunda. Un retrato de mi vida, con sus altos y bajos, y el Manaslu como protagonista principal”.
Sombras, instantes de inflexión como un accidente de tráfico en el que fallecía una persona mientras conducía ebrio. Luces, momentos de peregrinación al olimpo del autoconocimiento, como su ascensión de récord en 17 horas al Cerro Torre. Pase lo que pase, lo que está por llegar es una gran historia sobre el ser humano, sus terribles vacíos y su dignidad a borbotones. Sobre nuestra inevitable y vital relación con las montañas.
Fotografías: Colección Hans Kammerlander