Vivir en la frontera

Historias a pie de vía.

Simón Elías

Vivir en la frontera
Vivir en la frontera

No debía tener más de siete u ocho años y ya estaba poseído por la magia de la lectura. Mi casa en las montañas de La Rioja, a 1.500 metros de altitud y once kilómetros de distancia del núcleo habitado más próximo, estaba repleta de libros. En su cuarto del sur, calentado por el sol que venía de Soria, trabajaba mi padre con su cabello largo recogido en un gorro de lana. Recuerdo que entrar a su cuarto era como traspasar el umbral de un mundo desconocido y fascinante. Sobre la mesa negra había montones de papeles, una máquina de escribir y una radio que emitía música clásica durante toda la jornada. Por el suelo había pilas de libros, fotografías y encuestas garabateadas con caligrafía apresurada por los pueblos de la comarca de los Cameros, aquellas sierras que todavía a principios de la década de los ochenta seguían siendo un lugar aislado donde la gente bajaba a Logroño a nacer, a morir, a por vino o a resolver urgencias. Mi padre era antropólogo, todavía lo sigue siendo con la misma pasión, y le encantaba pasar las horas charlando con los paisanos en los pueblos, bebiendo vino y aprendiendo detalles, para otro insignificantes, sobre lo que comían los pastores el día de la Ascensión o rescatando tal nombre o tal otro del mismo lugar perdido en el nacimiento del río y que los de Villoslada llamaban de tal manera y los de Montenegro de tal otra.

Pero para ser sinceros y dejar de tirarle azúcar al hojaldre de esta historia, lo cierto es que allí arriba, en esta casa perdida en medio de la montaña, sin amigos y con un hermano tan pequeño con el que no podía pelear; no había quién se entretuviese si no era subiendo y bajando laderas, escalando árboles o intentando con poca fortuna pescar truchas a mano en el lugar que llaman Puente Rada. Por las noches, sin televisión y con un grupo electrógeno que nos permitía encender cuatro bombillas, el único consuelo era la lectura. Yo había empezado a leer con desgana, preguntándome por qué no era como los primos de Pamplona que veían los programas de dibujos animados en casa de la abuela y los festivos jugaban al balón en el patio del colegio. Pero poco a poco, más bien por aburrimiento y por no tener otro pito que tocar, le fui cogiendo gusto a leer un libro de vez en cuando y, sobre todo, una colección de cómics que mi padre me dejaba con mucho cuidado porque me decía que “eran para mayores”. No sé cómo habían llegado hasta allí, pero en el cuarto de mis padres estaba la colección completa del Teniente Blueberry. Aquellos cómics del oeste me sumergían en peligrosos viajes en diligencia con Jimmy McClure, en batallas de saloon con la bella Chihuahua Pearl, donde volaban las botellas, se tumbaban las mesas como parapetos y siempre, algún tipo estirado y tiquismiquis acababa sumergido de un puñetazo en el abrevadero de los caballos. Los cómics se iban apilando debajo de mi cama durante las noches de invierno, que mi madre calentaba con viajes incesantes a rellenar una bolsa de agua caliente de cuadros rojos y azules. Muchas veces los leía con unos guantes de lana finos que tenían un agujero en el índice para poder pasar las páginas. Allí aprendí que nariz rota se dice tis-na-pha en apache y que en esa zona entre Nuevo México, Arizona y Sonora no se puede definir la línea de la frontera, ni la de la legalidad. Con Blueberry y con mis correrías por el monte de sol a sol comprendí que la vida allí afuera, entre el polvo que levantaban los caballos y los dedos que se me ponían morados de cazar ranas y leer sin descanso, estaba regida por una ley que nada tenía que ver con esos señores que salían en la tele de mi abuela trajeados, repeinados y que decían que eran los que mandaban en el país. En esa frontera entre la realidad y la ficción en la que me helaba el flequillo subiendo a buscar las vacas a Cebollera aprendí que allí arriba no mandaba el Gobierno, sino la fuerza y belleza de una vida tan inmisericorde como el viento de Cantabria o la escopeta de un furtivo. Y que quería vivir allí para siempre.

Libro recomendado: “En la frontera”. McCarthy, Corman. Random House Mondadori. 2013.