Esa mañana Mauricio Cuadra se había levantado temprano para desayunar con tranquilidad antes de ir a trabajar. Aquel día no ojeó la prensa y prefirió fumarse un cigarro, tranquilo en la terraza, contemplando el horizonte de la sierra de Guadarrama. Se montó en el coche y al salir del garaje vio que estaba encendido el piloto de la reserva de gasolina. Otra vez su mujer había cogido el coche y no había puesto combustible.
Le extrañó encontrar poco tráfico en las calles y una larga hilera de vehículos en la gasolinera del centro comercial. Junto a los tanques de combustible había grupos de hombres y mujeres que vociferaban y hacían aspavientos. Al acercarse se enteró de la noticia. “No hay gasolina”, le dijo un hombre joven, corpulento, con el pelo recogido en una coleta. Y casi como una confesión añadió: “dicen que no hay combustible en ningún lugar, que se ha acabado, que no hay más. Parece que estamos bien jodidos… se comenta que algunas de las gasolineras en la sierra todavía tienen algo de combustible pero no sé cuánto durará. La ciudad está colapsada ¿no ha escuchado las noticias?”. Mauricio Cuadra estaba atónito sin poder distinguir si lo que estaba ocurriendo era todavía parte del sueño de la noche anterior o si la pesadilla era simple y llanamente una dolorosa realidad. Llamó por teléfono a su empresa y le confirmaron la debacle: no había más gasolina, ni gasoil, ni ningún tipo de combustible derivado del petróleo. El gas no funcionaba, donde quiera que lo comprásemos habían cortado el chorro. Y parece que el suministro eléctrico tenía las horas contadas. Mauricio llamó a su mujer y le avisó para que no saliese de casa, él volvería con el coche hasta donde pudiese conducir y luego caminaría. Durante el trayecto vio asaltos a supermercados y entidades bancarias, vio coches abandonados a ambos lados de las carreteras y él mismo tuvo que abandonar el suyo en el colapso producido por un camión en una rotonda. La gente caminaba por la calle ensimismada. Estaban tan perplejos con lo que estaba sucediendo que solo eran capaces de caminar sin rumbo, esperando a que alguien les despertase de la pesadilla. Otros habían pasado la acción y salían de las tiendas de los centros comerciales con los brazos cargados de prendas o carros enteros cargados de comida. Unos minutos después el abastecimiento eléctrico dejó de funcionar.
Mauricio Cuadra consiguió regresar a su casa y lo primero que hizo es buscar la ropa de abrigo, esas prendas que solo salían del armario cuando dos o tres fines de semana al año iban a esquiar a Navacerrada. Era todavía invierno y el frío parecía haber congelado el paisaje sin el ruido de un motor a docenas de kilómetros de distancia. Intentó llamar a sus padres pero el teléfono ya no funcionaba. Probó con el fijo pero solo escuchó un silencio sepulcral al descolgar el aparato. Comprobó que todavía había agua corriente y se puso a rellenar todas las botellas y envases que pudo encontrar en la casa. Su mujer metía prendas de abrigo, sacos de dormir y velas en una mochila. Ninguno de los dos tuvieron conciencia, en ese momento de frenética actividad, de estar presenciando el fin de una era.
Un año después Mauricio y su mujer sobrevivían en una cabaña de piedras en las laderas sorianas de la sierra de Urbión. Estaban flacos y sucios como animales, tiznados por el hollín y marcados por el frío y el viento. Sabían por noticias de los grupos de personas que marchaban hacia el norte, hacia los Pirineos donde todavía quedaba madera y animales para cazar, que en las ciudades la gente estaba muriendo a millares. Que los cadáveres se amontonaban en las calles, que no quedaba un solo árbol o pedazo de madera sin haberse consumido en las hogueras y que en los parques grupos de supervivientes cultivaban vegetales, cereales y guardaban como un tesoro unas pocas cabezas de ganado que habían podido capturar en los pueblos. En la montaña se vivía mejor y Mauricio había construido una cabaña con piedra seca, cerrada con un tejado de losas y agujas de pino. Habían plantado un huerto junto al riachuelo que bajaba desde la laguna pero el invierno había cubierto todo de nieve. Eran días cortos y fríos comprobando las trampas, siguiendo rastros y pasando muchas horas al calor de la lumbre, recordando los tiempos en los que vivieron en la abundancia.
El fin del mundo equivocado. Corona, Mauro. Altair. 2013.