“Todos comenzamos a pensar en la muerte como un amigo"
Jugarse la vida para, literalmente, encontrar tres huevos de pingüino podría resultar un claro ejemplo sobre la memez humana. Y sin embargo, estamos ante una de las mayores muestras de pasión científica y afán pionero de cuantas hemos conocido, y ante uno de los viajes más extraordinarios de todos los tiempos.
Por Jorge Jiménez Ríos
A los 25 años, Apsley Cherry-Garrard se enrolaba voluntario en la expedición "Terra Nova", la misma que acabaría con Robert Falcon Scott y sus compañeros mordiendo el polvo (vale, el hielo), mientras trataban de ser los primeros en llegar al Polo Sur. Asistente de biología y zoología, en julio de 1911, nuestro joven e inexperto británico acompañaba a Wilson y Bowers (que fallecerían posteriormente junto a Scott) en pleno invierno austral para recoger muestras del pingüino emperador, lo que supondría un importante hallazgo, al pensarse que éste era el ave más primitivo que existía y un posible eslabón con los reptiles.
Apsley era miope y no veía absolutamente nada sin sus gafas, imposibles de utilizar en una expedición en trineo de perros. Su periplo y regreso hasta el cabo Crozier se relatan de maravilla en el que es considerado uno de los grandes y más hermosos textos sobre exploración: “El peor viaje del mundo". Oscuridad total, temperaturas que frisaban con los sesenta grados bajo cero y a decenas de kilómetros del amigo más cercano. Sufrieron terribles tormentas capaces de llevarse sus lonas de protección, dejándoles a la intemperie cuando llegaba la noche. Peripecias inhumanas para hallar un huevo en plena época de incubación y en las peores condiciones que puede mostrar el continente antártico. El capitán Scott lo calificaría como “el viaje más duro que se haya realizado jamás". Las condiciones que encontraron durante aquellas veinte jornadas de marcha, sin contar el regreso, fueron tan terriblemente duras que casi les cuesta la cordura.
El equipo, cuya dedicación científica aún causa estupor, conseguía cinco huevos (dos de los cuales los rompería Cherry-Garrard, con los anteojos rotos y cayéndose a cada paso). El retorno fue aún más espantoso. “Todos comenzamos a pensar en la muerte como un amigo" o “la locura y la muerte pueden resultar un auténtico alivio", son algunas de las anotaciones de los expedicionarios, entre datos científicos y marcas de temperaturas que reflejan hasta 77º bajo cero.
Al regresar a Gran Bretaña, Apsley llevó los tres huevos al Museo de Historia Natural, donde permanecen todavía hoy. Los estudios posteriores demostraron que los pingüinos no eran ese eslabón que anhelaban, lo que no podía ser de otra manera: un cáustico final para una de las más dramáticas conquistas de la historia humana.