Gerard Castellà es economista y guía de cicloturismo de formación, trabaja como profesor de secundaria pero, por encima de todo, es un cicloviajero impenitente. Natural de la Costa Brava, encontró en la bicicleta hace más de diez años un medio de transporte perfecto para viajar y conocer el mundo a golpe de pedal. Amante de la literatura viajera y la fotografía, escribe con asiduidad artículos sobre viajes, cicloturismo y la gente que conoce en el camino.
Hay países que tienen mala prensa. Una historia interminable de guerras civiles o portadas de emergencias humanitarias que captan nuestra atención el mismo tiempo que tardamos en pasar una página del periódico. Son rincones de mundo con una realidad dual: la realidad política, con el gobierno de turno ejerciendo de megáfono hacia el mundo exterior; y la realidad de la población local, la vida a ras de suelo, a menudo desconocida por la mayoría. Sudán es uno de esos países. En 2014, en plena travesía de África en bicicleta, tuve la suerte de conocer este país del África nororiental. Fue allí donde descubrí que la palabra hospitalidad podía escribirse en mayúsculas. Y no por casualidad. Preguntar a cualquier cicloturista que haya dado la vuelta al mundo cuáles son sus países favoritos. Sin lugar a dudas, Sudán siempre aparecerá en la lista. El norte de Sudán era una tierra cálida, de tonos cremosos, cargada de historia en sus entrañas. Una región inmersa en el Sáhara, un desierto árido, sofocante y gigantesco, aunque el padre de los ríos africanos –el majestuoso Nilo– maquillaba de verde todo lo que tocaba con sus aguas provenientes del sur. A su alrededor se originaban pequeños oasis de vida, donde un entramado de casas de barro y puertas de colores llamativos le otorgaba un seductor aire de bienvenida. Era el país de los Nubia.
Me levantaba temprano para evitar los violentos rayos de sol que azotaban en esas latitudes. El estado de la carretera era excelente, una lengua de asfalto impoluto de cuatrocientos ochenta kilómetros prolongada hasta Dongola, donde la sombra era tan escasa como el oro. Abandonaba la polvorienta Wadi Halfa para penetrar el desierto sudanés y reencontrarme con sensaciones olvidadas durante mucho tiempo. Los primeros kilómetros encima de mi pesada bicicleta de acero fueron fatigosos, sobre todo para un trasero demasiado aburguesado. Desde fuera, el desierto ofrece una impresión inerte, sin vida, aunque adentro es todo lo contrario. Es quizás uno de los paisajes más inhóspitos del planeta: de belleza incontestable desde el exterior, inclemente y arrollador en su interior. A paso de caracol cruzaba poblaciones aparentemente abandonadas, a pesar de que ojos blancos como el algodón sobresalían con timidez de humildes hogares para saludarme: “As-salamu aleikum”. Los más pequeños, encantados de fotografiarse con el hawaya –hombre blanco–, querían practicar su inglés, mientras que para otros era el momento de iniciarse en el árabe. Continuaba pedaleando en un entorno agreste y olvidado, ajeno al turismo, y a menudo recibía invitaciones para hacer una pausa, descansar en una alfombra y tomar un té con el anfitrión. Todo funcionaba a un ritmo calmado, sin prisas. Además, ¿quién quería fundirse bajo un sol inclemente pudiendo estar en la sombra?
Iba sumando los kilómetros más lentamente de lo que deseaba cuando el sol del mediodía me obligaba a hacer una parada para evitar la temida deshidratación. Era la hora del fuul, el plato típico de Sudán: frijoles cocidos con salsa de cacahuetes, triturados y mojados en aceite de oliva, servidos con pan plano y redondo. El agua tampoco no suponía problema alguno. A lo largo de la carretera había puntos de avituallamiento donde podía llenar las botellas gracias a unos cuencos de arcilla ovalados con agua fresquísima del Nilo, a pesar de que pocos minutos después ésta quedara caliente y con sabor a cloro por culpa de las gotas potabilizadoras. Tras la ineludible siesta reparadora, retomaba la marcha mientras escogía la canción que se adecuara más al estado de ánimo de ese momento. Cuando la tercera cifra aparecía al odómetro, cuerpo y mente se fundían en una simbiosis perfecta: las piernas avanzaban solas y la cabeza permanecía nítida y clara. Era el instante preciado, el clic que justificaba los esfuerzos y minimizaba los contratiempos. Una fracción de tiempo suficientemente valiosa como para engancharte para siempre, sin más pretensiones que las de descubrir nuevos horizontes a lomos de una fiel bicicleta. Droga en estado puro.
Y es que el cicloturismo es viajar en la fragilidad de la porcelana, desplazarse en un vehículo sin patria que no tiene puertas ni ventanas. Consiste en sentir, vivir desnudo las veinticuatros horas del día frente a todo eso que no podemos controlar. Exponerse a una vulnerabilidad perpetua, sin más protección que una coraza forjada de sueños. Sin embargo fue en Sudán, cuya milenaria hospitalidad árabe ha llenado muchas páginas de la literatura, donde descubrí que la gentileza de los sudaneses supera la de cualquier otro lugar que jamás visité.
Un lugar donde la palabra hospitalidad adquiere otra dimensión, posiblemente difícil de imaginar por una mente occidental como la mía. Como más tarde me dirían en Jartum –la capital–, “quien conoce en carne propia la severidad del desierto será quien te abrirá las puertas de su casa”.
Cuando pedía agua, me ofrecían una cama. Cuando pedía un té, algún desconocido solía pagarlo. Y cuando circulaba por la carretera, algunos conductores se detenían para ofrecerme agua, comida o indagar si estaba bien. Una tierra que no espera nada del viajero, solamente hacerle la vida más fácil en un entorno hostil. Un lugar donde la palabra hospitalidad adquiere otra dimensión, posiblemente difícil de imaginar por una mente occidental como la mía. Como más tarde me dirían en Jartum –la capital–, “quien conoce en carne propia la severidad del desierto será quien te abrirá las puertas de su casa”.
Una orgía de pinceladas ámbares marcaba el fin de otra jornada. Hora de montar la tienda de acampada, descansar y redimirse del calor asfixiante del horno sahariano. Cocinaba medio kilo de arroz blanco con salsa de tomate mientras la dopamina que corría por mis venas embellecía aún más el crepúsculo. A continuación, el turno de las estrellas. Y es que los desiertos, por jodidos que sean, disponen de unos cielos nocturnos asombrosos, pura magia africana. Noches para rodearse de la soledad embriagadora de los oscuros mares de arena sudaneses. Era entonces cuando pensaba que lo tenía que hacer más a menudo, eso de embobarme ante atardeceres y firmamentos estrellados, y acompañado, si podía ser. Rendido, me desplomaba en la esterilla antes de caer en un sueño profundo. Otro día, otra victoria.
A medida que me aproximaba a la frontera de Etiopía, los poblados cambiaban de fisonomía, aunque la precariedad era la misma. Dejaba atrás una red de lúgubres construcciones con paredes de chapa metálica y techos de uralita para adentrarme en un mosaico de primitivas casitas de paja y adobe, circulares, donde los rostros de sorpresa suavizaban la aridez de la región.
En un rincón de una chozuela, una muchedumbre se congregaba alrededor de una plancha de hierro; jugaban al dominó, y enseguida pusieron en entredicho mis habilidades como estratega. Más tarde, los jóvenes de la aldea me invitaron a jugar un partido de fútbol. Eran las cinco de la tarde y ya había completado la cuota diaria de kilómetros, así que no lo pensé ni un segundo. Makelele, George Weah, Drogba, Eto’o. Incapaz de memorizar sus nombres, los apodé como los pocos futbolistas negros que conocía, mientras ellos se partían de risa. Conmigo lo tuvieron clarísimo: sería Chicharito, el jugador mexicano del Manchester United de pelo corto y prominentes incisivos. Tras finalizar el encuentro con un discutible empate a tres –por aquel entonces no existía el VAR–, un chico se me acercó mientras me alejaba del estadio hacia un edificio vacío donde iba a armar mi tienda. Con un inglés impoluto, soltó: “Mohammed –y señaló un joven con camiseta del Bayern de Munich que también participó en el match– dice que sería un honor que pasaras la noche en su casa”. Eso está hecho. El orgullo será mío.
Un partido de fútbol con los locales
La cabañita de Mohammed se encontraba en la comunidad de Al-Gadmbaliya, un liliputiense hormiguero de polvo y estiércol a dos cientos kilómetros de Etiopía. Cruzamos diferentes cabañuelas ante la mirada estupefacta de los lugareños. Tras mostrarme su modesto hogar, me dijo que yo dormiría en su cama, que él dormirá en el suelo. Me negué rotundamente y le enseñé mi casa portátil. Mohammed insistió y me contó que, en Sudán, era su invitado, por lo tanto tenía que aceptar su hospitalidad, así de fácil. Puso tres camas al exterior en forma de “U”, en la entrada de la choza, que a su vez usamos a modo de sillas, y a continuación llegaron unos amigos suyos: Bakhit y Omer. Traían un cuenco con algo parecido a pan negro bañado en leche fresca, recién ordeñada, y con la mano derecha pellizcamos trocitos de esa delicia. A mí me ofrecieron otro vaso de leche, y se reían a carcajada limpia al ver la celeridad con la que era capaz de engullirlo. Cociné un paquete de macarrones con tomate con mi hornillo de gasolina, pero mi juguetito no les llamó la atención para nada. Una hora después apareció Zayd, de piel negra como la tinta china y enfundado en una camiseta de la Selección Española, quien se presentó como cantante famoso. Como era de esperar, Zayd también venía con comida. En una cazuela, pasta fina, similar a la masa de una crepe y, en otra, una mezcla de verduras y carne troceadas mojada en una salsa sospechosamente viscosa. Mohammed desapareció de golpe y, quince minutos después, regresó con un refresco y galletas para el hawaya. De nuevo, intenté rechazar tanta hospitalidad, pero no hubo manera.
Para mí resultaba delicado tratar esos temas: vivimos en realidades distintas. Y aunque les contara que muchas personas en Europa no viven tan bien como muestran las series americanas que ven en los smartphones, ¿quién les puede privar de soñar con una vida mejor para ellos y su familia?
Cenamos como lo hacen aquí, en Sudán: juntos, bajo un cielo narcotizante. Me preguntaron cómo era la vida en España, en Europa, entre conversaciones que giraban en torno a proyectos migratorios. Para mí resultaba delicado tratar esos temas: vivimos en realidades distintas. Y aunque les contara que muchas personas en Europa no viven tan bien como muestran las series americanas que ven en los smartphones, ¿quién les puede privar de soñar con una vida mejor para ellos y su familia? Por la mañana me desperté con un bol de buñuelos caseros y una jarra de té al lado de mi cama. Ya no supe qué decir. Desayunamos juntos e intercambiamos números de teléfono, para cuando vengan a visitarme en casa, me dijeron, y conocer mi familia y mis amigos. Me puse la ropa sucia de los días anteriores y retomé la marcha por una carretera tan solitaria como había quedado mi alma. Reflexionaba y era incapaz de digerirlo racionalmente. Jamás había vivido una hospitalidad tan humana, tan pura y sencilla. Esa gente me abrió su corazón y me rompió el mío.
La fortuna de viajar en bicicleta por lugares poco concurridos yace en los pequeños detalles, como todo lo importante en esta vida. Puedo grabar en la retina mil montañas, ríos salvajes, atardeceres bucólicos o desiertos inacabables. Aun así, cuando abra un mapa y señale Sudán, pondré caras y nombres propios a las experiencias vividas. Como siempre, recordaré que son las personas anónimas quienes hacen brillar este mundo.
La fortuna de viajar en bicicleta por lugares poco concurridos yace en los pequeños detalles, como todo lo importante en esta vida.
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