Los kayakistas, siempre que vemos una cascada, nos imaginamos descendiendo por ella. Da igual lo alta que sea, nos imaginamos ahí en el aire, volando, siempre con mucho “flow”, claro… Y en Islandia tenemos cascadas icónicas, muy bellas, pero también temibles. Las cascadas son el mayor exponente de la constante lucha que tenemos en nuestro interior entre el placer y el miedo y se podría decir que es lo que le da sentido a nuestra existencia de kayakistas extremos.
Una cascada es -probablemente- la formación más estética que podemos encontrar en un río. Es una lengua vertical por la que desciende feroz el caudal del río, creando una hipnótica y espectacular cortina de agua. Alrededor de todo el mundo, allí donde hay una cascada normalmente se puede encontrar un mirador, por el placer que supone contemplarlas y escuchar su aterrador y, a la vez, relajante ruido. Los kayakistas, sin embargo, miramos las cascadas con otros ojos. Siempre que vemos una, nos imaginamos descendiendo por ella. Da igual lo alta que sea, te imaginas ahí en el aire, volando, siempre con mucho flow, claro. De vuelta a la realidad, empieza el análisis. Primero, miramos su altura; después, bajamos la mirada a su base para intuir si tendrá fondo... y si esos dos datos son positivos, corremos a su parte alta para mirar la entrada. Son tres variables que es complicado que converjan, porque por A o por B, normalmente siempre hay algo que complica su descenso.
Islandia en los últimos años está viviendo un boom turístico cimentado principalmente en su impactante naturaleza. Volcanes, glaciares, aguas termales, géiseres y cascadas, cascadas para aburrir por todo el territorio, de todos los tipos, tamaños y formas. Miles de personas se acercan cada año para darle la vuelta a la isla por la famosa “Ring Road” que rodea la isla, en cuyas principales paradas se localizan varias cascadas icónicas: Skogafoss, Godafoss, Dettifoss, Svartifoss... son sólo algunas de las paradas obligatorias que llenan revistas y redes sociales de impactantes fotos. No es de extrañar, por tanto, el interés que suscita esta pequeña isla perdida en el Ártico entre los kayakistas extremos. Pero para nosotros tiene tanto de atractivo como de temible. Las cascadas son el mayor exponente de lo absurdos que somos, y de la constante lucha que tenemos en nuestro interior entre el placer y el miedo. Pero descender por una cascada soñada puede hacerte coger un avión y recorrerte todo el planeta por el solo hecho de descender por esa lámina de agua, cosa que normalmente sucede tan solo una sola vez. Bien pensado, suena ridículo, pero para nosotros, se podría decir que es lo que le da sentido a nuestra existencia de kayakistas extremos. Yo nunca he podido visitar Islandia anteriormente. Ya voy por los 33 años, y este año sumo uno más a la lista. Soy consciente de que la edad no perdona, y de que el juego de las cascadas es un juego reservado para cuerpos jóvenes y fuertes. El cuerpo cada vez responde peor a los impactos, cada vez recupera peor y cada vez sufre más. Es una evidencia, y lamentablemente, estas cosas que antes me comentaban los mayores (treintañeros), ya las voy notando. Por tanto, era consciente de que si quería ir a remar en Islandia…tenía que espabilar.
MISIÓN ISLANDIA
Durante años había retrasado este viaje por diversas razones: este es un país caro y me costaba ahorrar suficiente dinero como para poder financiar esta aventura con cierta comodidad. Además, en los últimos años he huido de los viajes “clásicos”, de remar los típicos ríos que he visto en mil y un vídeos, ríos que aparecen en todas las guías y donde siempre “sabes” lo que te vas a encontrar. Me gustan más las expediciones, donde haya exploración, donde se vive muchos días en el río con cierto sufrimiento y con retos que van más allá de las dificultades técnicas. Por eso, a principio de año le comenté a Aniol Serrasolses, mi compañero de remadas en muchas de mis últimas aventuras, la idea de ir a Islandia a intentar abrir ríos nuevos. Él ya había estado por allí y había explorado el terreno antes, abriendo, además, unos cuantos ríos muy interesantes. Me confirmó que aún queda un mundo por descubrir en esas tierras y que le encantaría adentrarse en la zona en busca de nuevas corrientes.
Como medio para poder financiar la expedición era interesante realizar un documental sobre la exploración que queríamos llevar a cabo. Es evidente que a todos los kayakistas nos gusta ver vídeos de exploración de nuevos ríos y kayakistas pasando penurias cargando sus kayaks a la espalda. Si a eso le sumas la estética de un kayakista descendiendo por diferentes cascadas espectaculares, tienes un pack muy atractivo. Por eso que le comentamos nuestras intenciones a nuestro amigo Aleix Salvat, quien además de ser muy habilidoso sobre un kayak, se dedica hoy en día a trabajos de cámara y producción audiovisual. Sin embargo, Aleix se había roto la espalda en Chile bajando por una cascada un año antes, por lo que seguro que no debió de ser fácil para él volver a plantearse un viaje enfocado sobre todo a descender cascadas, pero su inquietud aventurera pudo más, y el viajar con dos amigos de toda la vida seguro que pesó también mucho en su decisión. Para nosotros era clave contar con la experiencia de Aleix como cámara, por la posibilidad que tiene como kayakista a acceder a donde otros cámaras difícilmente pueden llegar. Al final el proyecto se fue haciendo cada vez más grande, y a última hora se nos sumó al grupo David Nogales, un fotógrafo venido del mundo del MTB, que nos echaría una mano con toda la logística, con la filmación, y por supuesto, en capturar buenas instantáneas.
A todas las dificultades que presenta una expedición de este tipo este año le teníamos que sumar el Covid. Allá por el mes de junio ninguno de nosotros estaba vacunado e Islandia tenía una estricta política antiCovid, lo que nos obligó, tras pasar por las pertinentes y desagradables pruebas PCR, a realizar un confinamiento de seis días una vez en la isla. Podría decir que estos seis días nos vinieron incluso bien. Yo personalmente necesitaba un descanso tras el estrés de los preparativos y el de dejar todo el trabajo organizado en casa. Además, hacía un año que no nos veíamos, por lo que, tras ponernos al día en nuestras vidas, aprovechamos para cerrar los últimos flecos del viaje, centrados básicamente en conseguir un vehículo para movernos y en enfocar bien la ruta y los destinos. Era mediados de junio y normalmente es la época de mayor deshielo. El frío invierno suele dejar grandes acumulaciones de nieve en las cumbres, que se empieza a deshelar a medida que avanza la primavera. Pero aquí la primavera es corta y fría, y el verano casi más corto si cabe. Si te despistas la temperatura sube un par de semanas y se lleva toda la nieve, Después vuelve el frío y hay que esperar al año que viene de nuevo. Según nos comentaban los kayakistas de la zona, este año el verano se estaba retrasando y todavía quedaba mucha nieve en los montes. Parecía que habíamos llegado en el buen momento, ya que en junio al sol no le da la gana de bajar del cielo y las temperaturas suelen mantenerse relativamente altas durante las 24 horas del día. Pero durante el tiempo que pasamos de confinamiento no veíamos subir las temperaturas más allá de los 7-8ºC, cosa que no ayuda mucho al deshielo.
BUSCANDO CASCADAS
Por fin dejamos Reikiavik hacia mediados de junio. Nuestros amigos de Arctic Rafting nos prestaron un coche con el mejor set-up, y pusimos rumbo al sur, donde pretendíamos explorar los primeros valles. El Vatnajökull es el más grande de los cuatro campos de hielo de Islandia, al sureste de la isla, y en su parte suroeste hay una zona en el que los glaciares se encuentran relativamente lejos del mar, donde además se concentran varios ríos relativamente largos en un área bastante reducida. Pusimos rumbo en aquella dirección y de camino había, además, un río al que le teníamos echado el ojo. Encima de la famosa cascada de Skogafoss hay un profundo cañón que esconde una preciosa sección de cascadas. Caminamos hacia allí y el paisaje no defraudó, era lo que prometía ser en los mapas, pero lamentablemente para nosotros estaba sin agua...Visto el panorama seguimos nuestro camino al oeste hacia nuestra siguiente parada, el Hverfisfljót. Un largo río que prometía mucho pero que no resultó ser lo que esperábamos: la parte baja era demasiado sencilla, y caminando más arriba encontramos un tramo infranqueable de sifones al que seguía otra zona muy tranquila. Nada que mereciera un esfuerzo semejante. Seguimos nuestro camino hacia el siguiente gran objetivo, el Nupsá. Un río que tiene una aproximación muy larga a pie y que lleva a la que puede ser una más que interesante sección de cascadas. De ruta hacia allí pasamos por el Djupá, un río que se abrió hace ya unos años, y que iba imprevisiblemente bajo de caudal. La cosa no pintaba bien, y en cuanto llegamos a la parte baja del Nupsá vimos que aquello también estaba seco. Hacía un frío intenso que no superaba los cinco grados, y el tan anhelado deshielo no parecía querer sumarse a la aventura. La frustración era evidente y los ánimos estaban muy bajos.
Con este panorama no tenía sentido intentar ninguna misión que demandara mucho esfuerzo, y entrar en un río muy bajo podía suponer romper los kayaks o llevarnos una lesión de regalo. Aquello no tenía sentido ninguno... Así fuimos superando los valles hacia el este y después hacia el norte. Uno tras otro los ríos nos iban fallando, faltaba agua en todos los sitios, y aunque hicimos alguna inmersión en algún río a mojar los kayaks, la desesperación se iba adueñando del ambiente. Decidimos, por tanto, seguir subiendo hacia el norte, donde sabíamos que algunas cascadas clásicas como Godafoss, Aldeyjarfoss o Ullerfoss probablemente llevarían agua, ya que nacen de grandes glaciares y tienen en su recorrido muchos afluentes que les proveen de caudal.
En nuestra infructuosa ruta hacia el norte, que más parecía un viaje turístico que de kayak, fuimos parando en diferentes atractivos turísticos: glaciares, cascadas, pueblos... y un cañón llamado Studlagil, en el que hace años, al construir una presa en la parte alta y reducir su caudal, emergió de sus aguas un espectacular cañón de paredes basálticas. Al más puro estilo “guiri”, queríamos ir allí a remar y, al menos, hacernos unas fotos. Cuál fue nuestra sorpresa, que cuando nos acercamos al lugar, justo antes del cañón, asomaba un afluente que parecía llevar agua y donde, a juzgar por el color blanco de su recorrido, se intuía cierto movimiento. El afluente tenía un buen caudal y una impresionante secuencia de rápidos y cascadas navegables en su parte final. Sacamos el dron y lo volamos varios kilómetros arriba para ver el río, pintaba muy interesante. Habíamos encontrado nuestra misión: el río Eyvindará.
COMIENZA LA ACCIÓN
Tras seis intensos y desesperantes días, la frustración y el desencanto dejaron paso a la excitación que provoca siempre un nuevo río. Planificamos el acceso mirando mapas y calculamos el tiempo que necesitaríamos para remar aquella sección. Un día parecía suficiente, ya que no parecía muy largo. Cargados de muchas ganas y energía, a la siguiente mañana nos echamos los kayaks a la espalda y recorrimos casi sin descanso los 5 km que llevaban a su parte alta. Llega un punto donde se terminan los rápidos y el río se tranquiliza, lugar donde una cascada de unos 30 m de alto marca el inicio de la sección más interesante. Es una cascada que, seguro que se puede correr con caudales más altos, pero que ahora iba muy justa de agua. Entramos al río por debajo. Estrechas y verticales paredes volcánicas guiaban el cauce, donde los rápidos no presentaban excesivas dificultades. Resultó ser una sección de 3 km de clase IV con un par de rápidos de Vº muy exigentes y peligrosos (en las aguas bravas las dificultades se clasifican del uno al cinco, aunque a diferencia de otros deportes tampoco se le da demasiada importancia al grado), pero una sección que bien valía la pena por lo espectacular del paisaje. Para rematar, terminas el descenso uniéndote al río Jökla, justo antes del cañón de Studlagil, navegando entre sus impresionantes columnas basálticas.
Este río fue no fue más que un oasis momentáneo en nuestro viaje, porque no requería de mucho caudal para poder remarlo, pero el resto del territorio, lamentablemente, seguía seco. Tras este “chute” seguimos hacia el norte y los siguientes días nos acercamos a remar algunas cascadas clásicas que nos servirían para ir tomando el pulso al juego de los saltos, mientras subían los caudales por el este. Un amigo nepalí se pegó una conducción de más de 6 horas para sumarse al descenso de Godafoss, una cascada de unos 12 metros, con la mala suerte de que en su segundo salto cayó demasiado plano, y se partió la espalda. Un tremendo susto, que exigió la pertinente visita al hospital de Akureyri, que confirmó la mala noticia. Afortunadamente con unos meses de reposo volvería a estar bien. Esto fue una rápida llamada de atención de a qué te expones cuando vas a remar cascadas. El riesgo que suponen y lo precisos que hay que ser todo el tiempo. Un despiste te puede costar demasiado caro... y es algo que siempre tienes presente para mantener la concentración necesaria, pero que no debe llegar a bloquearte. Ullerfoss y Aldeyjarfoss completaron la lista del norte. Por alguna razón que no sé explicar, en esta zona los ríos iban más altos de lo habitual y yo nunca había visto una imagen de Aldeyjarfoss con este tamaño. Un caudal enorme creaba un chorro de agua que te engullía, y la poza de abajo parecía una olla exprés en ebullición. Esto sumado al fuerte viento que soplaba creaba un ambiente que a lo que menos llamaba era a entrar al río a descenderla... Pero cómo no, Aniol está hecho de una pasta especial de la que otros no tenemos la receta, enseguida vio clara la línea y se armó de arrojo para descenderla. Ya había bajado antes por ahí y tenía claro lo que tenía que hacer. Yo me coloqué en la poza de abajo para un posible rescate, en el que -a decir verdad- poco podría hacer si algo salía mal, y Aniol se dirigió con paso firme para arriba. Sin mucho preámbulo, levantó la mano para avisar que iba y se lanzó aguas abajo. Perdido en el enorme caudal, no fue lo preciso que debía para colocarse en la lengua de la ola y fue engullido por la cascada. Le vi asomarse por la parte alta y desaparecer, hasta que unos cuantos segundos después emergió sin remo intentando esquimotear en las turbulentas aguas. Tras varios infructuosos intentos se vio obligado a abandonar el kayak, con la suerte de que la corriente lo mandó a un lugar seguro y la cosa no pasó a mayores. Creo que los demás lo pasamos peor que él... Ese día estábamos aún a unos 3-4ºC de temperatura, pero los pronósticos eran de que el tiempo mejoraría, por fin, los próximos días.
Convencidos de que se acercaba la hora, regresamos hacia el este en busca de ríos, y para la noche estábamos acampados en el take-out del Kelduá. El Kelduá es un río que se descubrió hace pocos años, allá por 2015, y que desde entonces ha sido visita obligada para los kayakistas que han pasado por la isla. Una sección de unos 10 km de cascada-poza seguidas que bien podrían haberlo sacado de nuestros más inspirados sueños. Por la mañana nos despertó el efecto invernadero de la tienda de campaña, y -para nuestra sorpresa- fuera reinaban el sol y el cielo azul. Así, de repente, nos habíamos despertado en el verano. No hizo falta hablar demasiado. Nos colocamos los kayaks a la espalda para arrancar con lo que habíamos venido a hacer. Una sencilla caminata de 8 km dejó paso a uno de los días más épicos que recuerdo en el agua. Nos llevó todo el día descender toda la sección. Diría que descendimos más de 15 cascadas y una multitud de rápidos. Los días anteriores nos habían puesto a tono y nos habían dado el puntito de confianza que se necesita en este tipo de aventuras. De repente todo fluía, nos sentíamos cómodos, no hubo errores graves y diría que solo por ese río todo el viaje valió la pena.
Llegamos a las 11 de la noche al final del río, donde teníamos el campamento. En ese punto hay una confluencia entre el Kelduá y el Fellsá. Este segundo río también parecía ir con un buen caudal, y de él, en cambio, no teníamos información alguna. Tras mirar los mapas, concluimos que podía ser otra buena misión. En su parte baja se veía tranquilo, pero los perfiles mostraban mayor desnivel en su parte alta. No le veíamos mucho sentido ir a caminar a la mañana siguiente sin kayaks para analizar el río y luego volver a subir con kayaks si concluíamos que merecía la pena. Teníamos además mucha confianza en aquel río, y no queríamos perder un día mirando. Una buena cena y a dormir para lo que nos esperaba. Sin embargo, el Fellsá nada tenía que ver con su vecino Kelduá. La aproximación era más dura porque el río se adentraba en profundos cañones que nos exigieron un esfuerzo extra para entrar al agua, y el paisaje era mucho más rocoso. Resultó ser un descenso de 9 km de una dificultad media de IVº, en general bastante fluido y agradable. Aparte de un porteo sencillo, todo lo demás era navegable, aunque no a la vista. Varios rápidos exigían un vistazo previo, ya que el río era bastante estrecho y con cierta pendiente, pero en general no eran más que rampas y rulos franqueables y muy nobles. Casi al final del descenso se encuentra el rápido más complicado y que requiere de cierto coraje: un salto que cae a una rampa que termina en un gran rulo que abarca casi la totalidad del río. El combo perfecto, que Aniol descendió majestuosamente, y que Aleix y yo caminamos también con bastante estilo. Aprovechando la gran concentración de ríos que hay en el este y los altos caudales del momento, nos quedamos por la zona de Egillstadir explorando algunos ríos nuevos y remando otros que son más conocidos. Destacaría el Fagradalsá y el Kaldakvisl como dos de los ríos que más me gustaron por la zona. Tramos cortos y de un cauce estrecho, pero con espectaculares saltos. La exploración, en cambio, no fue muy fructífera. Como acostumbra a pasar cuando buscas nuevos tramos, ya sea por A o por B, la gran mayoría de los ríos no merecían la pena. A veces el salto era demasiado alto o caía a roca. Otras veces solo había un pequeño tramo navegable, pero la gran mayoría del río no resultaba abordable, otras veces el acceso era demasiado complicado, y así se nos fueron pasando los días. Al final exploramos un río más, el Gilsá, que desemboca en el lago Logurínn. Sorprendentemente, es un río de estilo alpino. Seguramente el más exigente y el menos espectacular visualmente de todos los que hicimos. Una sección de clase V de rápidos muy continuos donde no hay respiro. Grandes rulos, bloques de roca, sifones, pocas contras donde parar, y un porteo muy complicado de caminar. Remamos un tramo corto, de algo más de tres kilómetros pero que nos exigió lo máximo de nosotros, un sálvese quien pueda, de los que a mí particularmente me encantan, un estilo de remar que exige una concentración constante, y que no permite errores. Casi ni respiramos hasta que nos encontramos el puente que marcaba la salida del río.
Y así se nos fueron las tres semanas que teníamos para explorar los ríos de la isla. Lo que empezó como un frustrante e infructuoso viaje por el sur, terminó dando sus frutos en el este de la isla, donde la concentración de ríos es mayor. Nos quedamos con la pena de tener que emprender el viaje de vuelta cuando el deshielo estaba en su punto álgido. Pero los plazos son lo que son… Ya de regreso, un paso por el río Fossá, donde ya remamos casi sin agua en el recorrido de subida, fue el colofón final a un gran viaje remando una impresionante secuencia de cascadas. Para rematar, yo me terminé haciendo daño en la espalda en el que es el penúltimo salto del tramo, y me quedé sin poder remar el último y más alto de todos los saltos, que me quedará pendiente junto con otro montón de ríos que ojalá pueda bajar en el futuro. Tendrá que ser pronto, porque como ya dije antes, Islandia no es lugar para kayakistas “viejos”, y mi espalda lo ha comprobado de primera mano.
De vuelta a casa, echo la vista atrás y recuerdo los días planificando esta aventura obteniendo información sobre los ríos de la zona y repasando las diferentes cuencas hidrográficas de Islandia en Google Earth en busca de nuevos ríos. Es una misión de locos, porque casi todos los valles parecen poder tener un buen río para navegar, por lo que resultaba difícil poder centrarse en alguno en concreto. Pensamos que al final habíamos encontrado una buena zona para explorar y pusimos todo de nuestra parte para hacer de este sueño una realidad. Fueron muchos meses de planificación y en pocas semanas todo quedó atrás. No descendimos ninguna sección de las que se suponía que debíamos bajar y ni de lejos pudimos hacer todo aquello que nos hubiera gustado acometer. El viaje ha tenido innumerables altibajos y una gran dosis de improvisación, como tiene que ser en todo viaje de kayak que se precie. Ahora me encuentro en casa reviviendo feliz lo vivido, mientras escribo estas líneas. No quiero finalizar sin agradecer a mis compañeros de aventura, a Aniol, Aleix y David, todo el esfuerzo y la ilusión que pusieron para sacar adelante este proyecto tan deseado, más si cabe tras el largo período de sequía vivencial al que nos ha condenado la pandemia.