El 27 de abril de 1521, mientras el sol se alzaba sobre las aguas del Pacífico, una pequeña partida de hombres diminutos a lomos de frágiles embarcaciones canoas se enfrentó a un grupo de soldados ibéricos en la playa de Mactán, en las actuales Filipinas. Entre los caídos en aquel episodio quedó el nombre de Hernando de Magallanes —o Fernando de Magallanes, como se le conoce hoy—, el primer navegante que se atrevió a circunnavegar el globo terrestre. Su muerte, lejos de silenciar su gesta, selló la leyenda de un explorador cuyos esfuerzos cambiaron para siempre la concepción del mundo.
Este artículo recorre la trayectoria de Magallanes —desde sus primeras singladuras en Portugal hasta el trascendental viaje que cambió la historia—, revisa los pormenores de su caída en Mactán y reflexiona sobre la huella indeleble que dejó en la cartografía, el comercio y la mentalidad global.
Los primeros años de Magallanes
Fernando de Magallanes nació en 1480 en Sabrosa, al norte de Portugal, en el seno de una familia noble empobrecida. Su juventud transcurrió durante la estela de los grandes descubrimientos de los reinos ibéricos: Vasco da Gama había abierto la ruta de la India, Colón había topado con el Nuevo Mundo y Diogo Cão exploraba las costas africanas. Con apenas veinte años, Magallanes ya servía como page en la corte de Manuel I de Portugal, ganando experiencia en maniobras navales, cartografía y combate.
Tras participar en campañas en la India y en el África occidental, su carrera tomó un giro inesperado cuando, sintiéndose marginado por la política marítima lusa, decidió ofrecer sus servicios a la Corona española. En 1517, presentó a Carlos I de España un ambicioso proyecto: encontrar un paso occidental hacia las islas de las especias (las Molucas), eludiendo así el monopolio portugués y abaratando el preciado clavo y la nuez moscada. Su audacia, aliada a su conocimiento de los mapas y corrientes atlánticas, convenció al joven emperador de financiar la empresa.
La Armada de las Molucas: una apuesta contra el tiempo
En septiembre de 1519 partieron de Sanlúcar de Barrameda cinco naos —la Trinidad, la San Antonio, la Concepción, la Santiago y la Victoria—, con más de doscientos hombres a bordo. La expedición sorteó tempestades en el Atlántico, detuvo en las Islas Canarias, bordeó Brasil y se internó en el desconocido Río de la Plata, creyendo hallar allí el ansiado pasaje hacia el océano del sur.
Superada la costa sudamericana, la flota alcanzó en octubre de 1520 el estrecho que Magallanes había intuido y hoy lleva su nombre. Allí, en medio de fuertes vientos y corrientes engañosas, los barcos avanzaron tortuosamente hasta desembocar en un mar apacible y azulado: el océano Pacífico, bautizado así por el alivio de sus aguas. Habían cruzado el continente, consumido provisiones y perdido naves —la Santiago naufragó en las costas de Patagonia—, pero el mayor desafío apenas comenzaba.
El Pacífico: inmensidad y escasez
El 28 de noviembre de 1520 la Victoria y la Trinidad iniciaron la epopeya en busca de tierra firme. Durante más de tres meses, en una travesía de más de 8 000 millas, los marinos soportaron hambre, escorbuto y la desmoralización de la tripulación. El mar parecía infinito, la brújula a veces traicionera y los alimentos escaseaban hasta reducir el pan a una masa rancia y las raíces a último recurso.
Finalmente, el 6 de marzo de 1521, recaló la expedición en la isla de Guam, donde los indígenas, asombrados, intercambiaron cocos y agua dulce por cuentas y cuchillos. Tras reponerse, Magallanes prosiguió hacia las Filipinas, un archipiélago aún inexplorado para los europeos, en busca de las ansiadas especias.
El encuentro con las Filipinas y la forja de alianzas
En la isla de Homón, Magallanes ofreció amistad a Rajah Humabón, líder local, quien lo acogió junto a parte de su flota. Pronto se estableció una alianza: Magallanes hizo bautizar al rajá y a cientos de sus súbditos, mientras recibía víveres y alojamiento. La diplomacia, más que la fuerza, pareció abrir las puertas de Filipinas a los ibéricos.
Sin embargo, la complejidad política del archipiélago, fragmentado en señores de guerra rivales, tejía un entramado de alianzas frágiles. Magallanes aceptó ayudar a Humabón en la subyugación de la vecina isla de Mactán, gobernada por el belicoso jefe Lapu-Lapu, quien rechazó someterse al nuevo orden. La confrontación era inminente.
La batalla de Mactán
La mañana del 27 de abril de 1521, bajo una densa niebla, Magallanes desembarcó con unos 60 hombres armados con arcabuces y acero occidental. La orilla de Mactán aguardaba a los invasores, y en unas pocas horas, la ventaja numérica de los nativos —se dice que alrededor de 1 500 guerreros— y el conocimiento del terreno inclinaron la balanza.
Los arcabuces, poco eficaces en terrenos pantanosos y contra guerreros ligeros, dejaron de surtir efecto cuando se agotaron las balas. La terciada infantería hispánica se vio superada: muchos cayeron a golpes de lanza y flechas. Magallanes, herido en el muslo y en el pecho, luchó hasta el último instante, cayendo finalmente en la arena a orillas del mar. Con su muerte, se disipó la esperanza de que España soltara su primer ancla estratégica en el sudeste asiático, pero su nombre ya estaba sellado en la leyenda.
La Victoria retoma el rumbo
Pese al descalabro en Mactán, la expedición siguió bajo el mando de Juan Sebastián Elcano. En diciembre de 1521, la carabela Victoria regresó a España con 18 hombres y una carga de clavo de olor, completando la primera vuelta al mundo. Elcano demostró, con medidas más precisas, la magnitud del planeta y la continuidad de los océanos, validando las intuiciones de Magallanes.
El logro científico y geográfico fue mayúsculo: se confirmó que la Tierra era redonda y mucho más extensa de lo que se pensaba; se estableció un huso horario —al cruzar el océanico meridiano— y se trazaron rutas de navegación que abrirían el comercio global. Las Cortes europeas comprendieron que un nuevo orden planetario se vislumbraba, donde los océanos eran vías de comunicación, no barreras infranqueables.
El sacrificio de Fernando de Magallanes en la playa de Mactán simboliza el aura trágica de los pioneros: su valor para internarse en lo desconocido y su desdicha de no contemplar el fruto de sus sueños. Sin embargo, su muerte no impidió que su empresa fructificara y transformara la visión del mundo.
Hoy, más de cinco siglos después, recordamos a Magallanes como al navegante que osó desafiar los límites del mapa, guiado por la curiosidad y el afán de conectar pueblos. Su legado persiste en cada carta náutica, en cada ruta comercial y en el espíritu de exploración que aún impulsa a la humanidad a surcar lo no hollado: el espacio, el fondo de los océanos o los confines de la mente.
En la memoria colectiva, el 27 de abril de 1521 no solo señala un final, sino el punto de inflexión de una era: el ocaso de la Edad Media y el alba de la Modernidad global.