Fue la primera occidental en desafiar las fronteras del Tíbet, entrando en la ciudad prohibida de Lhasa en 1924, en aquel tiempo aún inaccesible
a los extranjeros. Junto a su fiel discípulo, el lama Yongden,recorrió más de 2.000 km a pie en un largo y peligroso viaje que duraría ocho meses, disfrazada de mendiga tibetana, adoptando no sólo las vestimentas y el lenguaje de los locales, sino también sus hábitos y costumbres para pasar desapercibida. Fue toda una audacia que documentó en su famoso libro “Voyage d’une parisienne à Lhassa”.
Exploradora, escritora, orientalista, tibetóloga, cantante de ópera, pianista, compositora, feminista,anarquista... Nacida en 1868, la francesa Alexandra David-Néel fue todo esto y mucho más a lo largo de sus cien años de vida; una de las viajeras más célebres de todos los tiempos y la primera europea que consiguió entrar en 1924 disfrazada de mendiga en Lhasa, la capital del Tíbet, en una época en la que los extranjeros tenían la entrada prohibida a la ciudad santa tibetana. Este año se cumple el centenario de ese viaje histórico.
El primer libro que leí de Alexandra David-Néel, “La India que viví”, me acompañó en misegundo largo viaje por India en 1992, un año en que sus relatos comenzaron a conectarse con mis propias experiencias en ese país. En ese momento, no tenía aún ninguna relación con el Tíbet, ni con el budismo y sus enseñanzas, desconocía la meditación y el significado de lo que llamaban “mente”.
Me cautivó especialmente el relato sobre su estancia en Varanasi (Benarés), donde yo también pasaba unos días. Alexandra se burlaba de los faquires que se tumbaban sobre camas de pinchos para metros de altitud, medité, conocí naturaleza recibir dinero de los turistas. Demostrando que sólo era cuestión de adiestrar la mente, ella se tumbaba de la misma manera, dejando perplejos a todos, incluidos los propios faquires...
Años después descubrí que, al adiestrar la mente, era posible alcanzar proezas físicas asombrosas y elevados logros espirituales. Y fue a lo largo de mis viajes por el Himalaya cuando descubrí el budismo tibetano y conocí a grandes maestros, como Rinpochés y Tulkus, que continúan transmitiendo valiosas enseñanzas en la actualidad (Rinpoché significa precioso en tibetano y al igual que Tulku son títulos honoríficos para referirse a maestros altamente respetados del budismo tibetano; considerados reencarnaciones de figuras espirituales importantes y seres iluminados que eligen renacer para continuar su trabajo espiritual y ayudar a otros en su camino. Su educación y formación son fundamentales para mantener la continuidad de las enseñanzas y prácticas de la tradición budista tibetana).
Desde que, en 1959, Su Santidad el Dalai Lama huyera de Lhasa disfrazado de soldado, cruzando a pie la cordillera más alta del mundo y abandonando para siempre su país para exiliarse en India, las enseñanzas budistas han florecido y se han transmitido en Occidente como nunca antes. El budismo tibetano despertó en mí un mayor interés por Alexandra. Me fascinaba verla en grabaciones antiguas, escucharla y leer sus libros en su idioma natal. Y aunque el esoterismo del budismo tibetano ha intrigado a muchos occidentales, los maestros aconsejan estudiar el Lam Rim o camino gradual a la iluminación (tiene su origen en el poema del siglo XI “Una lámpara en el camino de la iluminación” del erudito maestro bengalí Atisha) y reservan las enseñanzas y prácticas más avanzadas sólo para aquellos que poseen un sólido conocimiento y significati vas realizaciones espirituales. Alexandra fue una de las estudiantes que logró acceder a estas enseñanzas.
SUS ORÍGENES
Hija única, Alexandra nunca logró conectar con su madre Alexandrine, una mujer de familia burguesa católica belga, de carácter muy conservador, que no mostraba empatía alguna por su hija ni comprendía su espíritu libre. Sin embargo, mantuvo una relación muy cercana con su padre, Louis David, un republicano socialista que la introdujo en círculos intelectuales presentándole a figuras como Víctor Hugo y al geógrafo anarquista francés Elisée Reclus.
Bajo estas influencias, Alexandra entró a formar parte de la Socie dad Teosófica, liderada por Madame Blavatsky, y empezó a cursar Estudios Orientales en la Sorbona, centrados en sánscrito y filosofía, convirtiéndose en una de las primeras budistas de Francia. Ya desde pequeña, Alexandra se escapaba de casa para explorar el Bois de Boulogne, y a los 15 años intentó embarcarse rumbo a Gran Bretaña, algo inaceptable para una niña de su edad y una mujer “respetable” en esa época.
A lo largo de su vida, incluso estando casada, afirmaba que la única manera de viajar y descubrir el mundo era en solitario. “On ne voyage bien que seule”. Alexandra tenía grandes dotes musicales y gracias a su carrera como cantante de ópera viajó por Grecia, Vietnam y Túnez, donde en 1901 conoció a su esposo, Philippe Néel, un ingeniero ferroviario que trabajaba en ese país. Se casaron en 1904, pero su relación fue poco convencional, ya que Alexandra continuó viajando y dejando a Philippe solo durante largos períodos, algo que él aceptaba sorprendentemente. Vivieron gran parte del tiempo separados hasta su ruptura definitiva en 1911, cuando Alexandra ya había iniciado un viaje de 18 meses que finalmente se extendió durante más de 14 años... un período que incluyó la I Guerra Mundial.
A pesar de esto, mantuvieron una profunda amistad hasta la muerte de Philippe en 1960, a quien Alexandra llamaba cariñosamente “Mouchy”.
LA VERDADERA AUTONOMÍA
Lo que más me fascinaba de Alexandra era su rebeldía. No aceptaba nada sin cuestionarlo. Su trayectoria como mujer en esa época, me intrigaba y admiraba profundamente. Me sumergí entre sus libros, películas y biografías. Alexandra se consideraba feminista, pero no se identificaba con las mujeres de su época ni con su clase social. Para ella, la independencia económica de las mujeres era fundamental para lograr una verdadera autonomía. Rechazaba la dependencia emocional que el amor y las relaciones podían generar.
Determinada a no perder tiempo en esto, también renunciaba a la idea de tener hijos, afirmando: “Ne pas avoir d’enfants mène à la voie de la libération” (“No tener hijos conduce al camino de la liberación”). En 1898 publicó su primer ensayo de ideas feministas titulado “Pour la vie”. Su visión budista estaba en consonancia con principios de igualdad y de justicia social, y en sus primeras conferencias para foros occidentales -que eran muy reacios a aceptar esta nueva filosofía-, afirmaba que Buda era, en esencia, socialista y feminista. Además, establecía paralelismos con la religión cristiana, citando a San Agustín, quien había expresado una idea similar a la de Buda: “Estabas dentro de mí pero era afuera donde te buscaba”.
En realidad, Alexandra era tan rebelde como lo fue Gautama Siddharta, conocido como Buda. Nacido en el siglo VI a.C en el reino de Lumbini, actualmente en Nepal, Siddharta era un príncipe de religión hindú. Al nacer, un sabio profetizó que se convertiría en un gran líder espiritual y advirtió a su padre, el rey Suddhodana, que si Siddharta experimentaba el sufrimiento y la miseria del mundo, podría renunciar a su vida de lujos y a su derecho al trono. Para prevenirlo, el rey mantuvo a su hijo aislado en el palacio, rodeado de placeres y comodidades. Pero todo cambió un día cuando, durante una procesión, Siddharta se encontró con un anciano, un enfermo, un muerto y un asceta. Profundamente afligido e impactado por estas visiones, decidió abandonar su hogar en busca de la verdad sobre el sufrimiento. Durante años, estudió con maestros hindúes y practicó la renuncia junto a los ascetas, pero al no encontrar respuestas satisfactorias, se sentó bajo un árbol Bodhi en Bodhgaya (India) y se comprometió a no levantarse hasta alcanzar la iluminación. A los 35 años, finalmente logró vencer todos sus deseos y obtuvo el despertar espiritual. A partir de entonces, se le conoció como “Buda”, que en sánscrito significa “el que ha despertado” o “el iluminado”.
Alexandra se consideraba budista, pero, al igual que Buda, sintió la necesidad de profundizar en las raíces del hinduismo. Estudió los textos sagrados hindúes en sánscrito y debatió sobre el Bhagavad Gita con suamis (maestros espirituales hindúes) y sadhus (ascetas hindúes). Su dedicación y pasión por el aprendizaje despertaban admiración y respeto entre los maestros de la India, quienes, no obstante, se aseguraban de que no comiera carne de vaca ni tuviera la menstruación antes de entablar un debate. Por aquel entonces, Alexandra ya era una estricta vegetariana y mantenía una postura firme en contra del sistema de castas del hinduismo.
Para Alexandra era esencial estudiar y debatir con los maestros sobre los textos sagrados. Por este motivo aprendió sánscrito, tibetano, chino, nepalí y pali, que necesitó para comprender las enseñanzas originales del Budismo Theravada. El inglés lo practicó durante el tiempo que estudió en Inglaterra. En 1910 viajó a India y, en Pondichérry, se reunió con Sri Aurobindo, destacado poeta, filósofo, activista político y fundador del Yoga Integral, superando todas las barreras para encontrarse con él. Posteriormente, en Madurai, un suami la invitó a visitar el templo de la Diosa Meenakhsi y a participar en una ceremonia dedicada a la deidad. Al abrir las cor tinas de la capilla, se sorprendió al ver que estaba vacía. Aunque Alexandra ya estaba familiarizada con el concepto de vacuidad: “nada existe por su propio lado o por sí mismo”.
HACIA EL REINO DE SIKKIM
Mientras se encontraba en Madrás, Alexandra se enteró de que el XIII Dalai Lama había huido del Tíbet y se encontraba en Sikkim, un reino independiente en el Himalaya, situado entre Nepal, Bután y Tíbet. Sikkim fue gobernado por la dinastía Namgyal hasta 1890, año en que pasó a ser un protectorado británico hasta incorporarse a la República de la India en 1975. Decidida a convertirse en la primera mujer occidental en entrevistarse con un Dalai Lama, Alexandra empezó a gestionar los permisos necesarios para entrar en Sikkim y reunirse con Sidkeong Tulku, Chogyal (rey) de Sikkim quien era el único capaz de conseguirlo. Gracias a su firme determinación y perseverancia, lo logró en 1912. Con el rey de Sikkim, Alexandra tuvo una relación muy entrañable, compartiendo profundas conversaciones sobre Dharma, las enseñanzas de Buda. El rey, aficionado a la ópera que escuchaba en un gramófono traído de Europa, disfrutaba de las interpretaciones de Alexandra, quien le deleitaba cantándole diversas arias.
Lamentablemente, esta amistad no pudo perdurar, ya que el rey falleció repentinamente dos años después, a la edad de 35 años. Tras la muerte del XIII Dalai Lama en 1933, Alexandra tuvo la oportunidad de continuar comunicándose y manteniendo correspondencia con Su Santidad el XIV Dalai Lama Tenzin Gyatso, que, nacido el 6 de julio de 1935, no solo es el líder político del Tíbet, sino también el líder espiritual de la Escuela Gelug del Budismo Tibetano (fundada en el siglo XIV por Lama Tsongkhapa, un destacado filósofo, maestro y yogui tántrico, es la más reciente de las cuatro principales tradiciones budistas tibetanas, reconocible por sus “gorros amarillos”. El título honorífico que se otorga al XIV Dalai Lama, “Kundun”, significa “la presencia” y en 1997, Martin Scorsese dirigió una película biográfica sobre Su Santidad el Dalai Lama con el mismo nombre, que me a mí me parece imprescindible). En Sikkim conoció al joven monje tibetano de 14 años Aphur Yongden al que inicialmente contrató como ayudante, pero que, con el tiempo, se convirtió en su discípulo y más tarde, en su hijo adoptivo.
LA PRIMERA OCCIDENTAL LAMA
Alexandra persistió en su empeño por entrar en Lhasa, burlándose repetidamente de las autoridades inglesas que la arrestaban y devolvían a India. Para eludir las restricciones, decidió cambiar de ruta, viajando a Corea, Japón, Mongolia y China hasta llegar al Tíbet. Al llegar al Himalaya de nuevo, realizó un largo retiro en una cueva a 4.000 metros de altitud y aprendió a practicar el tumo, una técnica de meditación que permite controlar el calor interno y resistir temperaturas extremas, así como a crear tulpas, manifestaciones físicas que surgen del poder la mente. “Viví en una caverna a 4.000 m de altitud, medité, conocí la verdadera naturaleza de los elementos y me hice yogui".
En el Monasterio de Kumbum fue ordenada Lama (maestra) convirtiéndose en la primera occidental en ser reconocida con este título. Su maestro le otorgó el nombre en tibetano de Yishé Tön-Me, que significa “Lámpara de la Sabiduría” mientras que a Yongden le dio el nombre de “Océano de Compasión”. Junto a Yongden, se armaron con una pequeña pistola, algunas monedas de plata y algo de comida. Disfrazados de mendigos, emprendieron su peregrinación. "Les dijimos a todos que íbamos en busca de hierbas medicinales. Yongden se hizo pasar por hijo mío. Me teñí la piel con ceniza de cacao, usé pelo de yak que teñí con tinta china negra, como si fuera la viuda de un lama brujo. Decidimos viajar de noche y descansar de día. Viajar como fantasmas, invisibles a los ojos de los demás. Alguna vez tuvimos que hervir agua y echar un trozo de cuero de nuestras botas para alimentarnos", relata Alexandra.
Finalmente, en febrero de 1924, pasados 14 años de haber salido de Europa, Alexandra y Yongden llegaron a Lhasa. De vuelta a la frontera india, confesó que venía de Lhasa, desafiando a las autoridades inglesas a que la arrestaran si se atrevían, sabiendo que iba a ser reconocida en el mundo entero por este notable logro.
Regresó a Europa convertida en heroína. Fue portada del The Times, que la definió como "la mujer sobre el techo del mundo". También recibió numerosas condecoraciones y premios: la Medalla de Honor de la Sociedad Geográfica de París y la Legión de Honor. ¿Lograría Alexandra vencer su ego a lo largo de su larga vida de 101 años? ¿Volvería a reencarnarse?
Cuando crucé a pie la cordillera del Himalaya y contemplé por primera vez la vasta meseta tibetana, pensé en Alexandra y en todos aquellos que, desde 1959, huyen del Tíbet cruzando estas montañas, arriesgando sus vidas en travesías heroicas. El mayor legado que nos han dejado es su capacidad de perdonar, el único camino hacia la verdadera paz interior. Quiero terminar expresando mi más profunda gratitud por la inmensa fortuna de haberme encontrado con los lamas y el budismo. Tener el Dharma en mi vida es, sin duda, la joya más preciada que poseo.