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La vida salvaje

Historias a pie de vía.

Simón Elías / Ilustración: César Llaguno

3 minutos

La vida salvaje

Acabábamos de hacer una pausa en el campamento de pastores. Las vacas y los yaks se encontraban en el pueblo, guardados al calor de la parte baja de las casas pues la nieve todavía descendía hasta los 3.800 metros. Habíamos comido unos frutos secos, una patata y un huevo cocido, acompañados de una pizca de sal y unos chapatis. El agua manaba fresca de un manantial y los porteadores estaban contentos con sus chaquetas y sus botas nuevas. Habíamos traído 150 kilos de material de montaña donados por los miembros de la Compañía de guías de Chamonix.

Continuamos caminando sobre las piedras redondeadas, pulidas por el río y el glaciar hasta el mismo inicio de los hielos. Yo avanzaba primero. Me había cubierto la cabeza con la capucha pues había empezado a nevar copiosamente, cuando oí los gritos. Detrás de mí, a unos cien metros, se encontraban Rozi Ali y Gulam Nabi, nuestros dos porteadores de altura. Gritaban y señalaban con los brazos hacia la pared oriental del valle. La nevada espesa hacía que la imagen estuviese difuminada por la cortina blanca. Achiné los ojos esperando encontrar un rebaño de cabras montesas pero no pude encontrarlas, solo las rocas de tonos ocres y la escasa vegetación que puebla las repisas de estas paredes que se levantaban más de mil metros por encima de nuestras cabezas.

Me quité la capucha y las gafas de sol para poder ver mejor y entonces lo vi. Estaba a menos de doscientos metros de distancia, caminando suavemente sobre un corredor de nieve. Era un leopardo de las nieves, el primero que veía tras siete años frecuentando las montañas de Pakistán. Era una hembra corpulenta, con un grueso y largo rabo peludo, que caminaba despacio como si estuviese perezosa o como si esperase que la nevada nos hiciese retroceder para volver a su presa. Acababa de cazar un gran macho de cabra montesa. La víctima estaba todavía caliente y había restos de sangre sobre la nieve. Dicen los baltís, los habitantes de Baltistán: esta remota región entre China, India y Pakistán, que cuando el leopardo no está muy hambriento caza para beber la sangre de sus víctimas. La sangre es al parecer su golosina. Y allí estaba el gran ibex con la garganta desgarrada y un muslo trasero a medio mordisquear mientras el leopardo se había ocultado entre las rocas.

Se veía el punto desde donde había saltado sobre la cabra. Una profunda trinchera sobre la nieve, marcaba el recorrido que habían hecho los dos animales deslizando sobre la pendiente hasta que los colmillos del leopardo hubiesen desgarrado la garganta del macho cabrío. El animal todavía humeaba. Seguramente que el leopardo había utilizado la espesa nevada para camuflarse y atacar.

Este encuentro salvaje me dejó pensativo. Avanzaba sobre la morrena glaciar, buscando un lugar donde establecer el campamento base, mientras pensaba en la belleza y la crueldad del mundo animal, en la intemperie, en la supervivencia. Y de alguna manera comprendía lo que estábamos haciendo allí: buscando una montaña virgen de 6.500 metros para escalarla, estábamos también confrontando la supervivencia, estábamos comprando entrada para participar en la tómbola de la evolución. Como el leopardo, si nuestra preparación es la adecuada, si nuestras decisiones son correctas, si nuestra fuerza es superior a las confrontaciones y si el azar juega de nuestro lado, sobreviviremos. Mejoraremos cada día, tendremos más experiencia, más instinto, más táctica o más velocidad para mantenernos con vida. Si vivimos podremos reproducir nuestros aciertos. Mientras que los débiles, los insensatos, los que tienen mala suerte o los que han tomado una mala decisión, morirán.

Con la montaña blanca y pulida en blanco como un obelisco al fondo del glaciar, por mi cabeza no dejaban de pasar imágenes desconcertantes: mi repulsión hacia las mascotas, la consideración de la domesticación animal como una forma de esclavitud, la persecución de una vida natural, digna, azarosa y donde la naturaleza premia con la supervivencia y el aprendizaje. La necesidad de formar parte de la cadena alimenticia, de comer y ser comido, confrontar cada jornada con una ciega esperanza darwinista. Esta existencia -pensé mientras tanteaba con el bastón en busca de grietas en la nieve- cargada de peligros y de oportunidades, es la única que se puede vivir con dignidad. El resto son vidas domesticadas, protegidos del azar y del leopardo dentro de una jaula donde masticamos pienso.

Jans, Nick. Lobo negro. Errata naturae, 2017.