Expediciones malditas

4 trágicas aventuras de la edad dorada de la exploración.

Jorge Jiménez Ríos / Ilustraciones: César Llaguno

Expediciones malditas
Expediciones malditas

La atracción por la exploración no existiría sin la gloria y la tragedia que han tapizado la historia de las conquistas humanas con épicos relatos. Os presentamos cuatro expediciones pioneras con finales dispares que han quedado en el imaginario como ruinosos fracasos... aunque el único fracaso sea no intentarlo. ¡Explorad, explorad malditos!

Por Jorge Jiménez Ríos
Ilustraciones: César Llaguno

NANGA PARBAT 1934
El Nanga Parbat (8.125 m) se ganaría uno de sus sobrenombres, el más infame, a causa de varios trágicos intentos prematuros de ascensión. “La montaña asesina” ya se había cobrado algunas vidas, incluyendo la del mítico Mummery, cuando los alemanes regresaban en 1934. A diferencia de expediciones anteriores, la “Montaña del Destino” alemana iba a ser asediada con una logística superlativa, merced al régimen nacionalsocialista: la Worker´s Union, la German Railway Gymnastic and Sports Associations, la German Association in Aid of Science y la Deutscher und Oesterreichischer Alpenverein habían puesto fondos para que Willy Merkl, líder de esta bravata, pusiera por fin a un camarada en la cima, uno de los nueve elegidos por él, a saber: Peter Aschenbrenner, Fritz Bechtold, Willi Bernard (médico de la expedición), Alfred Drexel, Peter Miillritter, Edwin Schneider, los fortísimos Willi Welzenbach y Uli Wieland y los investigadores Walter Raechl y Peter Misch. Algunos de ellos ya habían probado suerte dos años antes, cuando Merkl encabezaba un intento que se quedaba cerca de los 7.000 metros.

Una de las grandes dificultades de aquella tentativa vino provocada por la escasa fiabilidad de los porteadores, por lo que en esta ocasión se contrataría en Darjeeling, con la ayuda del Himalayan Club, treinta y cinco porteadores Sherpa y Bhutia, entrenados en altura, disciplinados y con experiencia en anteriores envites como el británico al Everest o el también alemán al Kangchenjunga.

El primer azote de la montaña llegaría cuando Alfred Drexel fallecía por un edema pulmonar durante los trabajos en la ruta del 32.

El itinerario escogido era el mismo que hacía dos temporadas, por la vertiente Rakhiot hasta el Collado Plateado, donde se establecería el séptimo campo de altura. Desde allí, y tras la conquista del Pico Rakhiot, la victoria les parecía muy próxima. “Pensábamos que sería cuestión de tres o cuatro días”, llegaría a escribir Fritz Bechtold en una crónica posterior publicada en 1935.

El 6 de julio, Aschenbrenner, Schneider, Welzenbach, Merkl, y Wieland, junto a once porteadores, evolucionaban por la arista, llegando a 300 metros de la cumbre y estableciendo el Campo VIII en el Collado. 16 almas aguardarían allí sin posibilidad de ayuda: ni un so- lo hombre había permanecido en los campos intermedios, hasta el Campo IV restaban 1.500 m de desnivel, con escasas provisiones. Por otro lado, estaban a tan solo unas horas de la cumbre. Y todo se torció. Durante aquella noche, por encima de los siete mil metros, estallaba una violenta tormenta dinamitando cualquier posibilidad de progresión. La tienda de Merkl, Welzenbach y Wieland había sucumbido ante las terribles ráfagas de viento. A pesar de todo, durante la mañana del 7 de julio, todavía confiaban en una pronta atenuación de las condiciones meteorológicas. La mochila con el equipo de cumbre (una cámara, la bandera y algo de alimento) continuaba intacta para un posible ataque cimero. La tormenta, ignorando cualquier deseo de conquista, prosperaba a cada hora, forzando a los 16 hombres a otra espantosa noche en el octavo campo. La mañana del 8 de julio se hacía patente la imposibilidad de permanecer a esa altura y Merkl tocaba a retirada, dando órdenes de descender al Campo IV. Comenzaban entonces algunas de las jornadas más agónicasde la historia del himalayismo.

Aschenbrenner y Schneider, los hombres más en forma y encargados de abrir la huella durante la ascensión, capitaneaban un organizado repliegue, aunque a su regreso a Alemania fueran obligados a presentarse ante una “Corte de Honor” en Munich, siendo declarados “Sin honor” por su actuación durante el descenso. Fue una decisión, como mínimo, severa. Sobre ellos, el pionero alpinista y editor Marcel Kurz escribiría: “Sólo pensaban en escapar y salvar sus vidas”. Junto a Aschenbrenner y Schneider, iniciarían la retirada los tres porteadores Pasang, Nima Dorje II y Pinju Norbu, trazando la ruta para el resto de expedicionarios. Totalmente desfallecidos y tras desencordarse de sus sherpas, los dos austriacos llegaban al Campo IV, confiando en que el resto aparecería pronto, a pesar de haber- los perdido de vista. No sería así. Los tres porteadores con los que iniciaban el apre- miante descenso no pasaban del Campo VII. Inexplicablemente el resto del equipo no lograría siquiera cubrir ese trayecto. Un sherpa, Nima Norbu, fallecía esa noche y a la mañana siguiente Merkl y Wieland mostraban preocupantes congelaciones en sus manos. Era el 9 de julio; Wieland, portentoso alpinista de Ulm, fallecía a apenas 30 metros de la tienda del Campo VII. La tormenta persistía.

El 11 de julio fallecía otro sherpa, Dakshi, y el 13 sería Welzenbach, todavía en el Campo VII, quien concluiría su celebre carrera alpina. Merkl, que a duras penas había logrado llegar al sexto campo de altura, expiraba entre el 14 y el 15 de julio, junto a su sherpa Gaylay, quien preferiría permanecer junto a su líder en vez de descender con Ang Tsering, con lo que habría conservado su vida. Ese gesto sembraría la semilla de la tradicional fidelidad y resistencia del pueblo Sherpa.

Otros tres porteadores perderían su vida en las distintas travesías entre los campos de altura. Un total de nueve hombres era el tributo exigido por el Nanga Parbat para tan desigual desafío.

Fritz Bechtold concluiría: “Cuando salimos del valle Rakhiot a principios de agosto, el terrible recuerdo de aquellos días de tormenta se iba sepultando. A medida que la montaña se iba alejando en la distancia, crecía la imagen de nuestros compañeros y porteadores que dieron sus vidas en aquel combate por un colosal propósito”.

Italia vuela al Polo
Aunque se ha afirmado que los dos Polos de la Tierra han sido alcanzados, las dudas sobre la expedición del norteamericano Robert Peary siguen alimentando, en los felices años 20, esa irresistible tentación por los sueños árticos. Y entre los soñadores hay uno que destaca sobre los demás: Roald Amundsen, ya convertido en leyenda viva de la exploración y que pretende retomar sus ambiciones de la infancia para contemplar los 90º grados Norte. Probablemente sería el primer hombre en cruzarlos, el 11 de mayo de 1926, a bordo del dirigible Norge (Noruega), en compañía del millonario americano Lincoln Ellsworth (principal valedor y mecenas de la expedición), del ingeniero aeronáutico italiano Umberto Nobile y de otra docena de hombres capaces de dominar sus instintos durante aquellas jornadas en uno de los grandes inventos del siglo XX, después desplazado por el aeroplano y las tragedias.

Sin embargo y a pesar del “largo y emocionante viaje sobre los desiertos de hielo”, esta aventura no pasará a la historia exenta de polémica. Umberto Nobile, quien había diseñado el dirigible semirrígido, se iba a sentir menospreciado viendo como Estados Unidos y Noruega acaparaban la atención por el logro. Los adversarios de Nobile en Italia, aprovechaban la coyuntura para echar más leña al fuego, logrando enemistar al piloto con Amundsen.

De personalidad férrea y obstinada, y de mente brillante (entre algunas de sus aportaciones se encuentran el primer paracaídas y el primer aeroplano metálico italianos), Nobile no tarda en tomar la decisión de repetir el vuelo, esta vez bajo un total control italiano. “Dejémosle ir, probablemente no vuelva a molestarnos nunca más” fueron algunas de las palabras pronunciadas por los adversarios y envidiosos de Nobile, quien a pesar de todo contaba con una amplia reputación muy complicada de minar. Dificultades económicas y una incom- prensible falta de apoyos por parte del gobierno italiano, retrasaron la tentativa hasta 1928, cuando el dirigible de la clase N, bautizado esta vez como Italia, alcanzaba su meta. Era el 23 de mayo y una bandera italiana hondeaba alborozada en los 90º latitud Norte. Una terca niebla y vientos de hasta veinticinco nudos iban a convertir el regreso en un glacial tormento.

El 25 de mayo, el Italia, tras bregar con una espeluznante tempestad, se precipita contra el hielo, salvándose Nobile y otros ocho miembros de la expedición que se desplazan, llevados por la deriva, hacia las islas Foyn y Broch. Gracias a una emisora de radio que permanece intacta tras el accidente logran comunicarse solicitando auxilio, y la comunidad internacional, ante la desidia de los mandos italianos, emprende una misión de rescate masiva en la que participan 22 aviones, una veintena de barcos y alrededor de 1.500 hombres. Uno de ellos, Amundsen, quien olvida su rivalidad con Nobile, y como muestra de respeto con el italiano, partirá por última vez hacia los horizontes polares. El avión francés con el que Amundsen parte de Tromso no volvería a ser visto, hallándose tan solo un flotador y el depósito de combustible.

Pasará cerca de un mes hasta que Nobile y siete de sus hombres sean rescatados (el octavo superviviente, con los pies congelados, se sacrifica para no retrasar la marcha de sus compañeros). Un Fokker de la fuerza aérea sueca logra trasladar a Nobile, probablemente cumpliendo órdenes, hasta la Isla Ryss, a pesar de la negativa del italiano quien había planeado una evacuación en la que debían priorizarse los heridos. Su fama se antepuso a sus intenciones. Cuando el Fokker regresa para sacar al resto de expedicionarios, se estrella durante el aterrizaje, quedando su piloto, Lundborg, atrapado con los demás. Sería el rompehielos soviético Krasin quien finalmente alcanzara la localización de los accidentados, sacándolos de allí.

A pesar del amplio apoyo popular en Roma, Nobile sería juzgado (y absuelto) por un tribunal militar tras un desencuentro con Benito Mussolini. Harto de las críticas que recibe por el supuesto abandono de sus hombres y golpeado por el fallecimiento de su esposa, Nobile se exilia en la Unión Soviética donde continuaría con el diseño de dirigibles.

En 1936 regresa a Italia como docente, labor que también ejerce en Estados Unidos, pasando el resto de sus días entre la enseñanza y la política hasta su fallecimiento, con 93 años, en 1978.

En busca de Z
Sirvió de inspiración para dos obras cumbre de la ficción, cada una en su género, como son El Mundo Perdido de Conan Doyle y el muy querido y cinematográfico Indiana Jones de Spielberg. Hablamos del coronel Percival Harrison Fawcett (Devon, 1867), explorador y militar británico desaparecido en Brasil en 1925 durante una incursión en la selva en busca de una legendaria ciudad perdida que supuestamente compartía un nexo con el mito atlante. Visto hoy más como un excéntrico perseguidor de leyendas, más ligado al esoterismo que al conocimiento humano, Percy Fawcett fue sin embargo uno de los más activos topógrafos de la Royal Goegraphical Society durante el primer cuarto del siglo XX.

Cuando en 1906 el presidente de la reputada sociedad le preguntaba si sabía algo de Bolivia, Fawcett, muy francamente, explicaba que no, lo que no sería impedimento para ser enviado finalmente a la foresta boliviana y brasileña, todavía impoluta sobre el mapa, para trazar las que presumiblemente serían amplias explotaciones de caucho. “¡Fíjate en esta zona, está toda en blanco!”. Tales palabras serían suficientes para Fawcett, ya marcado por el ejemplo de su padre, miembro de la Royal Geographical Society, y de su hermano Edward, alpinista, aficionado al ocultismo y escritor de novelas de aventuras.

Aunque el objetivo oficial de Fawcett en aquellas primeras pesquisas era servir como parte imparcial en el perfilado de fronteras en Sudamérica, evitando cualquier confrontación militar entre Bolivia y Brasil, no iba a tardar el británico en alimentar sus propias ambiciones exploratorias. Enfermedades aseguradas, tribus violentas y una jungla indescifrable: tiempo de aventura.

Fawcet desembarcaba en La Paz (Bolivia) en junio de aquel mismo año, logrando lidiar con la naturaleza y con el ser humano, sin demasiados percances, en gran medida gracias a su caracter bondadoso y paciente, en hasta siete expediciones hasta 1924. Entonces comenzó los preparativos de la que sería su última partida. A ello le llevarían fértiles investigaciones, basadas en relatos nativos y en el célebre manuscrito 512 (que se puede consultar en la Biblioteca Nacional de Río de Janeiro), titulado “Relación histórica de una oculta y gran población, antiquísima, sin moradores, que se descubrió en el año de 1753”, que narra las crónicas de un explorador portugués que afirmaba haber avistado una mítica y olvidada ciudad en el corazón de la selva brasileña. Fawcett la llamaría la ciudad de “Z”. Solo dos hombres le acompañarían en tan improbable búsqueda: su hijo Jack y un amigo de éste, Raleigh Rimell.

Tras planificar una meticulosa ruta, antes de partir, el Coronel daría órdenes de no enviar ninguna misión de rescate si algo les ocurría, pues sería malgastar vidas en vano debido a lo peligroso del viaje, sobre todo a causa de las tribus nativas. La financiación de la expedición vendría de los fondos de una insólita sociedad londinense llamada The Glove (El Guante).

Obviamente, nada salió como había planeado. El 29 de mayo de 1925 Fawcett le enviaba un mensaje a su esposa avisando de que se internaban en territorio desconocido, cruzando un afluente del Amazonas. No se volvería a saber de ellos.

Qué les ocurrió es una pregunta que han tratado de responder una veintena de expediciones, a pesar de los deseos del explorador. Un centenar de de estos investigadores, siguiendo sus pasos, también han acabado abonando la selva, una auténtica maldición que en tiempos modernos va ganando en nitidez gracias a documentales e investigaciones, como la que llevaba a cabo en 2005 el reportero David Grann, quien descubría un relato de tradición oral sobre Fawcett y los primeros hombres blancos que pisaban aquella región salvaje y profunda, además de aportar algunas pruebas que confirman la posibilidad de una formidable civilización perdida y desconocida entre la inescrutable jungla, versión que confirman arqueólogos como Michael Heckenberger.

Entre las teorías más divulgadas sobre el destino de Fawcet y sus dos compañeros se encuentran el posible enfrentamiento con nativos hostiles o con fauna local como anacondas o pirañas, una enfermedad tropical o la falta de alimentos. Entre las más extravagantes se encuentra una que relata cómo el Coronel perdió su memoria y acabó de jefe tribal en una comunidad caníbal.

A la vista de los precedentes no recomendamos tratar de investigar su sino.

La tragedia del Erebus y el Terror
Más de un siglo y medio después de su desaparición, todavía no se han esclarecido por completo las causas de la terrible tragedia sufrida por Sir John Franklin y sus 128 hombres, quienes desaparecían durante un intento por descifrar el laberinto helado del Paso del Noroeste, popular ambición sajona, a bordo de dos recios y curtidos barcos, el HMS Erebus y el HMS Terror, con los que James Clark Ross había dirigido la más ambiciosa y trascendental expedición británica a la Antártida hasta la fecha.

En mayo de 1845 parten del Támesis las dos naves, actualizadas para la ocasión con máquinas de vapor de cincuenta caballos, rumbo al Ártico canadiense. La expedición de índole académica y augusta (la vajilla de los oficiales era de porcelana y la cubertería de plata, por mostrar un botón), la dirigía uno de los oficiales navales más capaces, y a su vez más ávidos de gloria, de la Royal Navy, John Franklin, frisando los sesenta y de marcado perfil religioso y tradicional, cuya admiración por las brumas y enigmas de los territorios árticos nacería en 1818 cuando actuaba como teniente bajo el mando de John Ross. Tras ello, Franklin llevaría a cabo numerosas navegaciones y exploraciones en beneficio del Imperio, incluyendo la que le llevó a perder 11 de los 20 miembros de su expedición, cuando entre 1819 y 1822 transitaban por las severas latitudes del noroeste canadiense, siguiendo el río Coppermine. Rumores de asesinato y canibalismo todavía revolotean sobre aquellos días.

Dos años después de dejar territorio británico, el Erebus y el Terror pugnaban por abrirse paso entre el caos helado del Paso del Noroeste, y aunque Franklin siempre conservó su optimismo, en junio de 1847 fallecía en su camarote del Erebus, prisionero de los hielos cerca de la isla Victoria. Sin líder y sin esperanzas, más de un centenar de hombres, ahora a cargo del capitán Crozier, inician el camino a casa y a pie, abandonando las naves que eran ya propiedad de los mares del norte. No se iban a tener más noticias de ellos. Nadie iba a sobrevivir.

Más de cincuenta expediciones de rescate se pondrían en marcha en pos de conocer el final destino de Franklin y sus hombres, muchas de ellas impulsadas por la segunda mujer del británico, Jane Griffin, aventurera y resuelta, indomable, que pagó de su bolsillos cuatro de estas tentativas. En 1950 se hallaban tres tumbas en la isla de Beechey, en el canal de Wellington. Cuatro años después, John Rae, mientras exploraba la península de Boothia, logró que un Inuit le contará la historia de un grupo de cuarenta hombres blancos que habían fallecido de inanición cerca del río Black. No sería hasta 1959 cuando se encontrarían pistas definitivas gracias a la perseverancia de MacClintock, quien encontraba en una isla un túmulo de piedras con mensajes de los expedicionarios. De ese modo empezaba a reconstruirse una historia en la que ambos barcos permanecían varados durante 18 meses, hasta que el fallecimiento de Franklin forzaba a toda la tripulación a una marcha suicida hacia la desembocadura del río Great Fish. Una sombría sucesión de esqueletos, esparcidos durante 250 kilómetros, pondría sobre la ruta a MacClintock. Aunque poco más se ha conocido de esta expedición, es cierto que las distintas labores de rescate ampliaron nuestro conocimiento geográfico y científico del Ártico, y finalmente se logró conectar el Paso del Noroeste (aunque no se recorrió íntegramente, hazaña que recaería en manos de Amundsen).

Nunca se recuperaron ni se volvieron a ver las dos prodigiosas naves, el Erebus y el Terror, puestas a disposición de Franklin (se asume que una cedió a las aguas y la otra sirvió como provisiones para los pueblos Inuit). La falta de experiencia en tierras polares, una planificación deficiente y la infravaloración de una más que comprometida empresa, avocaban a un trágico final a aquellos 129 hombres, cuyas causas de fallecimiento todavía no se han aclarado, barajándose dispares teorías como la intoxicación con plomo (debido a las latas de alimento), el escorbuto, el canibalismo y una meteorología implacable. Se hallaron cuerpos decapitados...

Aunque la soberbia de Franklin le impidiese culminar su gran sueño, su desaparición y la de sus hombres sirvió de catalizador para numerosas incursiones árticas, y de combustible onírico para muchos jóvenes que iban a dar, pocos años más tarde, comienzo a la época dorada de la exploración polar.