Hay historias que le demuestran a uno que los límites del hombre no son especialmente conocidos. Que cuando todo parece abocarnos al precipicio, hay una cuerda oculta en algún lugar de la que sostenernos. Estas son cinco historias sobre cinco hombres que se enfrentaron a la muerte y le patearon el trasero. En ellas hay grandes dosis de buena y mala suerte, pero sobre todo se nos enseña que el ser humano está hecho para todo, excepto para dejar de luchar.
Aron Ralston
La carne contra la roca
Estamos, sin duda, ante una de las historias más célebres sobre la resistencia humana. Llevada al cine con maestría y crudeza por Danny Boyle (“127 horas"), los cinco días que iba a pasar solo y atrapado en una ínfima cicatriz de Blue John Canyon (en las cercanías de Moab, Utah) iban a hacer pasar a Aron Ralston de ser un montañero sin excesivas pretensiones a una celebridad con un solo brazo en Estados Unidos.
Fue en 2003, mientras realizaba un trekking por una zona que conocía hasta la saciedad, cuando una roca se desprendía al utilizarla de apoyo, cayendo sobre su brazo y atrapándolo implacablemente contra la pared de la garganta. Los errores que había cometido Aron iban a venírsele encima. Seguro de sus capacidades y, como él mismo reconocía, creyéndose un tipo muy duro, decidió que no haría falta comentarle a nadie sus intenciones. Primer y fatal error. No portaba consigo ningún tipo de sistema de comunicación, además de contar con provisiones realmente escasas, con lo justo para una jornada de ejercicio, y con poco más de un litro de agua. No había manera de desembarazar el brazo, no había manera de conseguir más agua o comida. No había manera de que nadie lo encontrara. Probó montando una polea sobre la roca, tallando ésta con una navaja más que inservible, agotó el agua, la orina, sus energías y la batería de su cámara de vídeo (grabó bastantes horas de su desdicha, incluyendo una despedida dirigida a sus padres). Tuvo que enrollarse las cuerdas alrededor del torso y piernas para sobrevivir a las temperaturas de la noche… y acabó tallando su nombre y su fecha de defunción en una de las claustrofóbicas paredes que lo encerraban.
Tras cinco días, entre delirios y ensoñaciones, con una hoja roma que Ralston definió como “la que te regalarían tras comprar una linterna", logró amputarse el brazo sin desangrarse, sin desmayarse y conservando suficiente vigor para caminar los cerca de treinta kilómetros que le separaban de su coche y enfrentarse a un rápel de 20 metros, hasta dar con un matrimonio europeo, y su hijo, que darían el aviso a los servicios de rescate.
Ralston pediría posteriormente que su brazo fuese recuperado de la roca. Después lo incineró para esparcir sus cenizas, meses después, en el mismo lugar donde lo perdió. Todavía hoy, gracias a una prótesis especial, sigue practicando alpinismo y escalada.
Beck Weathers
El peor día del Everest
Hombres más instruidos, que estuvieron presentes, y otros menos sabios, que ni siquiera estuvieron allí, ya han hecho correr ríos de tinta sobre la infausta temporada del 96 en el Everest, en la que hasta quince personas perdieron la vida-ocho de ellas el 10 de mayo-en una jornada que levantó una enorme controversia, plasmada sobre todo en dos libros opuestos: Mal de altura de Krakauer y La escalada, de Anatoli Boukreev, uno de los culpables de la tragedia para la opinión pública (en gran medida gracias al libro de Krakauer), aunque fuese de los que más luchó por sacar personas con vida durante aquellas terribles horas en la cima del mundo. Nosotros nos centraremos en las asombrosas jornadas que Beck Weathers pasó en la montaña, tragado por la nieve y el agotamiento, hasta que un chispazo de vida le volvió a meter en la carrera por la vejez.
Weathers era un experimentado alpinista estadounidense, de 49 años, aunque nada de lo que había afrontado hasta entonces le iba a preparar para esa primavera del 96. El 10 de mayo, inmerso en la confusión de una inesperada tormenta que venía a agravar errores como la aglomeración de alpinistas en pasos como el escalón Hillary, o la tardía hora en la que algunos expedicionarios hacían cumbre, el guía Rob Hall, líder de una de las expediciones comerciales que habitaba el Everest, daba un penoso parte por radio, comunicando, entre otras cosas, el fallecimiento de Beck Weathers. Rob fallecería junto a su compañero Doug Hansen, firmando su sentencia al querer permanecer con él en sus últimas horas. Antes de abandonarse al cansancio, Rob llamaba a su mujer en Nueva Zelanda, a pocas semanas de dar a luz, para despedirse. Para mayor infortunio, la tormenta que arreciaba hizo reducirse el oxígeno en un 14%, extrañas condiciones meteorológicas que serían confirmadas años más tarde por investigadores de la Universidad de Toronto.
Varios equipos de rescate se movilizarían para minimizar las bajas de tan trágica jornada. Uno de ellos, formado por especialistas de National Geographic que acompañaban a Beck en su expedición, dio por fallecido al norteamericano hasta en tres ocasiones. El día 11 se encuentra el cuerpo de Beck junto al de la japonesa Yasuko Namba, roídos por el hielo y la nieve, con solo parte del rostro y la mano derecha visibles. Aún respiraba débilmente, aunque su estado comatoso y la imposibilidad de bajarle de aquel lugar, obligaron a certificar, de nuevo, su fallecimiento. Nunca nadie había despertado de un coma hipotérmico, y de hacerlo ¿en qué condiciones estaría para moverse por sus propios medios?
Ni la ciencia puede explicarlo con certeza, pero Beck despertó: “Al principio creí que se trataba de un sueño, cuando volví en mí, pensé que estaba en la cama. No sentía frío, no sentía nada. Abrí los ojos y observé la mano derecha delante de mi cara. Entonces reparé en lo congelada que estaba y eso me ayudó a reaccionar. Al final, desperté lo suficiente como para darme cuenta de que estaba hecho una mierda y de que la caballería no vendría a salvarme, de modo que tenía que espabilarme por mí mismo". Después de 30 horas enterrado por la montaña, escuchando como los distintos compañeros o equipos de rescate le daban por muerto, su cerebro estalló a la vida de nuevo. El estudio más aproximado asegura que Beck lo logró gracias a los recuerdos de su familia que afectaron una parte del cerebro donde también residen los procesos de la voluntad. Finalmente, cerca de seis horas después de su despertar, el americano aparecía entumecido y con congelaciones grotescas por la tienda médica del tercer campo de altura. Allí permaneció las siguientes horas, en la que una ventisca destrozó la tienda, dejándole pasar una nueva noche “a pelo" y medio asfixiado por la lona. A la mañana siguiente nadie podía creer que hubiera vuelto a sobrevivir.
Doug Scott
Descenso a los infiernos
Una pequeña bandera británica ondea con el aire enrarecido de los casi 7.300 metros donde reposa. Hasta allí han escalado Chris Bonington y Doug Scott, dos vanguardistas del sueño vertical, sólidos, hechos de carne, hueso y el hielo suficiente para mantener la cabeza fría cuando todo te dice que lo mejor es perderla. No han hecho cumbre en una montaña cualquiera: han hollado el Ogro, un colmillo del Karakorum de paredes oceánicas en cuya cima nunca se había puesto un pie. Era el 17 de julio de 1977 y dos de sus compañeros, Mo Anthoine y Clive Rowland, habían agotado sus energías antes del definitivo ataque, por lo que Bonington y Scott, dos de los mejores hombres que han conocido las montañas, iban a emprender una severa ascensión de 15 horas ininterrumpidas para doblegar los bastiones superiores de este crudo y nebuloso Baintha Brakk. La alegría de ese momento irrepetible en el que el nombre de la cumbre iba a enlazarse con los suyos, pronto se iba a diluir ante la amenaza de la noche, que llega rápida y sin tregua. El descenso iba a ser una sucesión de desgracias que terminarían conformando una de las grandes historias de supervivencia alpina. En el primer rápel Doug Scott sufré una caída que pretenden solventar con un péndulo de recuperación, maniobra en la que vuelve a cometer un error, impactando contra las rocas. Se fractura los dos tobillos y quiebra los cristales de sus gafas. Seguramente su primer pensamiento fue “hasta aquí hemos llegado".
Ha sucedido por encima de los 7.000 m. Y es entonces cuando, con escasas expectativas de salir de la montaña, los dos alpinistas emprenden un lento y agónico descenso que duraría siete jornadas. Scott, arrastrándose literalmente por la montaña, demuestra un tesón incombustible que unido a la solidaridad de Bonington y a sus propias capacidades alpinas, les sacarán de aquel infierno de roca y nieve hasta el que han acudido voluntarios. Ante la tardanza de sus compañeros, el resto de la expedición les da por fallecidos e inicia la retirada de las laderas. Scott persiste en su lánguida huida: se lacera las rótulas y las muñecas avanzando como un muñeco de trapo y, además, la montaña no ha dicho su última palabra, arrojando una tormenta de dos días que les condena a refugiarse en una cueva de hielo. Como resultado: pulmonía para Bonington, que enfermo e impreciso sufre un accidente en el que se rompe un par de costillas. A pesar de todo, y gracias al apoyo de Mo Anthoine y Clive Rowland en los últimos tramos del descenso, alcanzan el campo base en el que ya habían llorado su desaparición. En el limbo de sus energías ven aparecer finalmente el helicóptero de rescate. Y cuando todo parece haber terminado, el aparato se precipita al vacío con ellos dentro, sin víctimas afortunadamente. El Ogro había sido sometido, pero ciertamente la montaña había mostrado unas credenciales que han mantenido a la mayoría de alpinistas bien lejos de sus paredes.
Poon Lim
De cómo vivir a la deriva
Si Poseidón no es chino, ciertamente debe sentir predilección por tal nación, a la vista de la historia de Poon Lim, un escuálido tipo que vagó a la deriva durante 133 días haciendo uso de un ingenio que a buen seguro dejó complacidos a todas las divinidades del mar. Lim tenía 25 años cuando se enroló en el SS Ben Lomond, un buque británico, en plena ebullición de la II Guerra Mundial, a finales de 1942. Durante su travesía, el vapor se desvió de su ruta colocándose a un vistazo de periscopio del U-172, un submarino alemán. Pocas jornadas después de embarcar, Poon Lim se encontraba descansando en su camastro cuando se vio sorprendido por el fuego enemigo, de tal magnitud que el mercante británico se fue directamente al fondo junto a más de 50 almas, a unos cientos de millas de la costa de Brasil. Poon Lim tuvo el tiempo suficiente para agarrar un salvavidas, echarse al mar y sobrevivir a la succión del amasijo de hierro y sangre en que se había convertido el Ben Lomond. De la tripulación, solo otros 5 marineros habían sobrevivido, siendo capturados por los hombres del batiscafo alemán, cuando todavía pugnaban por seguir flotando en las aguas del Atlántico.
Y así empezaría la odisea de Lim. Sobreponiéndose a la primera sacudida de los hados, el pequeño asiático pudo alcanzar uno de los botes de emergencia, de 3 por 3 metros. En la balsa halló un ínfimo kit ideado para la supervivencia de un pequeño grupo durante un par de jornadas. En su inventario tenía: ocho latas de galletas, un barril con 30 litros de agua, un par de tabletas de chocolate, algunos terrones de azúcar, unas pocas bengalas, dos latas de aluminio y una linterna. Pero no contaba con remos, velas ni ningún otro sistema de propulsión, por lo que la balsa estaba abocada a una deriva sinfín, y su destino quedaba en manos de las azarosas olas, hostigado por el sol y el viento. La suerte iba a empezar a sonreírle durante su cuarta semana. Mientras nadaba alrededor de la balsa, ejercicio rutinario con el que mantenía tanto la forma como la cordura, una silueta se perfilaba sobre las aguas. Una arpillera de calado naval se acercaba a él. No sin la resistencia del Atlántico y la imperecedera presencia de los tiburones, pudo hacerse con el lienzo, que le serviría de improvisado vivac sobre su balsa. Descubrió también una soga de cáñamo que utilizó para amarrarse a los listones y así evitar el separarse de la barca en alguna de sus innumerables caídas. Pero ahora, superada la cuarta y quinta semana, habría de enfrentarse al mayor desafío: sobrevivir sin provisiones. Se fabricó un anzuelo con las piezas de la linterna y utilizó su última galleta como cebo. Un brindis al sol de no ser por una incauta sardina, su primera pieza y que serviría de atracción para presas de envergadura. En una ocasión llenó de capturas toda la embarcación. Ni él, ni el banco de peces por el que pasó, podían imaginar la afortunada simbiosis. Inevitablemente la cantidad de vísceras y cadáveres le obligo a ir arrojando piezas al mar, con la consiguiente persecución por parte de todo tipo de escualos que barruntaban el fin de Poon Lim. La presencia de los tiburones acabó inevitablemente con la pesca. Casi. Lim solo tenía una opción: tendría que abatir a un tiburón, para lo que volvería a hacer uso de su chispa, fabricando un nuevo anzuelo con uno de los clavos de su ya de por sí inestable bote. Una vez engañado el apetito de su presa, acabó con ella literalmente a puñetazos. Reducido a sus necesidades primitivas, el agua iba a ser su siguiente preocupación durante una sequía que acababa con su colecta habitual de las lluvias. La deshidratación se apoderaba de él. De nuevo recurrió a sus prácticas salvajes para atraer un albatros a su balsa, lanzarse sobre él y matarlo, esta vez, a dentelladas. La sangre del animal apaciguó su sed hasta el regreso de las lluvias, pocas jornadas después. Su rescate ya no iba a tardar en producirse. Antes habría de ver sus esperanzas marchitas cuando un escuadrón aéreo cancelaba su rescate debido a la meteorología y un carguero americano pasaba junto a él, antes de abandonarlo a su suerte tras comprobar su nacionalidad. El 5 de abril de 1943 un pesquero brasileño atendió a sus señales de auxilio. Había recorrido más de mil kilómetros.
Mike Couillard
No sin mi hijo (o sí)
¿Abandonarías a tu hijo de 10 años en una situación infrahumana para partir en pos de una ayuda, cuando menos, incierta? La mayoría de padres responderían con un no rotundo y sin pensar. Pero la mayoría de padres no han estado en la piel de Mike Couillard, un Teniente Coronel de la Fuerza Área de los Estados Unidos, que pasó ocho días atrapado por encima de los dos mil metros, sin ningún tipo de provisión, con lo puesto, y con un niño que no había llegado a la pubertad.
Ocurría a principios de 1995 cuando Mike y su hijo Matt esquiaban en la estación de Kartalkaya, en las rotundas geografías turcas del Koroglu. A una hora tardía, con la noche a punto de precipitarse sobre las montañas, padre e hijo deciden hacer un último y espinoso descenso antes de volver al calor de la chimenea. Una ventisca aullante, un error en la elección del itinerario y un bosque desconocido acabarían por sentenciar a los dos a la desorientación y a la consiguiente semana de pesadilla. La primera preocupación de Mike, lógicamente, iba a ser su hijo. Construyó un precario refugió con sus esquís y el follaje circundante, preocupándose de que Matt conservara la temperatura. Iban a pasar tres días, al escaso abrigo de su vivac, esperando un rescate que no llegaría durante una de las peores tormentas que han visitado la región. Sin alimentos, sin fuego, sin más agua que la que podían derretir (con el consabido riesgo), las horas fueron apaciguando sus ánimos relegándoles a asumir su destino. Mike escribía una carta de despedida a su mujer. Durante aquellas jornadas, un centenar de voluntarios batió las montañas. Después de días de búsqueda con un tiempo empecinado en complicarlo todo, abandonaron. Les habían dado por muertos.
Llevaban una semana abrazados bajo las ramas que hacían de techo, cuando una tregua en la ventisca les permitió salir a echar un vistazo, momento en el que Mike, agotando muchas de las pocas fuerzas que le quedaban, pudo ganar metros a la montaña para divisar lo que él creía que eran unas cabañas en un horizonte difuso. Estaba a punto de tomar una decisión que cambiaba sí o sí el transcurrir de su vida. Se quitó su ropa de abrigo, se la entregó a su hijo y marchó, solo y sin fuerzas, como un autómata entregado a una misión, dejando a Matt a la espera de una más que dudosa ayuda. Pero efectivamente había unas cabañas allí donde primero habían ido sus ojos y sus esperanzas. Por contra, no había nadie allí. La noche que pasó entre aquellas paredes vacías debió resultarle demoledora. ¿Había abandonado a su hijo para nada? La respuesta apareció en forma de leñadores turcos, con furgoneta incluida, a la mañana siguiente.