George Everest o de cómo ponerle nombre a la aventura

Repasamos la figura de uno de los exploradores que más ha visto ligado su nombre a las grandes aventuras del ser humano.

Jorge Jiménez Ríos

George Everest o de cómo ponerle nombre a la aventura
George Everest o de cómo ponerle nombre a la aventura

Recuerden que hubo una época en que los mapas del mundo aún permanecían incompletos. En que las más grandes montañas del mundo no sólo eran desconocidas, tampoco habían despertado la sed deportiva ni la codicia de las naciones. En esas épocas de incógnitas, como la que llevaba a George Everest a la India en el siglo XIX, se podía dar pábulo tanto a la ciencia como a la fantasía. Debía uno enfrentarse a los dioses de las cumbres y los vientos, a los diablos de la roca y el hielo y a los caprichos de la meteorología, mientras se desconchaban las suelas de unas recias botas de piel por terrenos ajenos a la erudición occidental. Y allí, donde los límites del conocimiento formaban una barrera de espinos, los exploradores y cartógrafos se rendían a lo evidente: no hay nada imposible si se ha imaginado antes.

George Everest nacía un 4 de julio de 1790, una década antes de que se pusiese en marcha la campaña británica conocida como Great Trigonometrical Survey en la India, a la que su destino permanecería ligada… bueno, para siempre. La tarea, dedicada a medir y cartografiar el país, fue iniciada por William Lambton en 1802, quien sería su mentor antes de emprender una carrera de más de veinte años desgranando los terrenos ignotos de los Himalayas. Gracias a los trabajos del galés, que empezaba como cadete de artillería para llegar a vestir las galas de Coronel, se pudo finalmente medir el conocido como Pico XV, la cima más prominente del planeta con 8.848 metros. Su habilidad como matemático y su mente metódica ayudaron a minimizar los problemas derivados de una misión ingente, enfrentándose a distancias inmensas, barridas habitualmente por tormentas, que obligaron al desarrollo de nuevas estrategias y herramientas de medición.

Una edad dorada para la aventura y la exploración. Expediciones que incluían cuatro elefantes (sobre todo para atemorizar a los tigres), treinta caballos y cuarenta camellos, se movían por las noches del Himalaya, cuando se podía hacer frente a los errores de medición que producía la luz reverberante de las nieves. El ajetreo de 700 almas acompañaba cada apunte en la libreta. Era un tiempo colosal, de descubrimiento, a veces imperfecto, pero que nos llevó a ahondar en el entendimiento de nuestro planeta y su formación.

Responsable de completar el estudio topográfico a lo largo del arco meridiano desde el sur de la India hasta Nepal, cubriendo una distancia aproximada de 2400 kilómetros, Everest se retiraba en 1843, regresando a Inglaterra, donde se le nombraba caballero real y vicepresidente de la Royal Geographical Society. A pesar de cierta polémica por no utilizar alguno de los nombres locales, en 1865 la misma Royal Geographical Society bautizaba al Pico XV en honor al galés: el Everest, el icono más chispeante de lo imposible, despertaba al mundo. “Esta labor es un trofeo para cualquier nación y para cualquier gobierno del mundo sería motivo de orgullo”, exclamaba triunfante Sir John Herschel en una gala que rendía honores al trabajo de George Everest. “Será uno de los monumentos más duraderos al progreso del conocimiento humano”.