"Envejecer es como escalar una gran montaña; mientras se sube las fuerzas disminuyen, pero la mirada es más libre, la vista más amplia y serena".
Ingrid Bergman
Les voy a contar una anécdota. Hace no tanto, en plena vorágine por el montaje del Festival de Montaña de Moralzarzal, que Carlos Soria organiza cada año en la localidad madrileña donde reside, aprovechamos para acercarnos por su casa y repasar su trayectoria en una entrevista. Lo primero que hay que decir es que es una tarea imposible, pues se merecería un par de libros para él sólo. O una trilogía, que están muy de moda, con pelis y figuritas y hasta su menú infantil en el McDonalds. Lo que me impactó aquel día fue conocer la auténtica filosofía tras el alpinismo que practica este tipo incombustible, de carácter afable, como si un abuelete majo, de libro, se equivocase de edificio, entrase en Garoña y acabase inmerso en un accidente nuclear, otorgándole poderes y esas cosas. Con un piolet en vez de una capa y una chaqueta de plumas en vez de traje de mallas –que en cualquier caso le encajaría mejor que a casi todos nosotros–. Aquella mañana, mientras hablaba de sus peripecias aquí y allá, de como viajó hasta los Alpes en una Vespa en 1960 para iniciarse en las escaladas de alta dificultad o de aquella precursora expedición al Manaslu en los 70 –montaña que coronaría 37 años después de aquel primer intento, en 2010–, deslizó un comentario que rebrota siempre que sigo sus expediciones y que, imagino que como a su familia –salvando las distancias, claro–, me tranquiliza sobre sus ambiciones. Nunca había tenido un accidente. Lo más cercano había sido romperse una uña mientras repetía una de las vías de Walter Bonatti en los Alpes. Carlos, ha salido indemne de todas sus expediciones. “Probablemente sea porque me he bajado de muchas montañas”, decía. “Soy consciente de que hago un deporte peligroso, no tanto como se proclama, pero peligroso, y hay algunos peligros contra los que no se puede luchar, como las avalanchas. Nunca me he vuelto de una montaña hecho polvo. Si me he retirado o he hecho cumbre, siempre he pensado que había tomado la decisión correcta. Cuando alguien está demasiado tiempo en una montaña, e insiste tanto que acaba por agotarse a todos los niveles, eso para mí es un fracaso, no es mi forma de hacer montañas, a costa de todo, en plan héroe. Soy un alpinista que procura practicar este deporte de la forma más limpia posible, conservando la vida el máximo, sobre todo porque me quedan muchas montañas por disfrutar”. Podríamos apostillar esta cita con algunos adjetivos homéricos sobre Carlos, pero ni falta que hace.
Carlos Soria nacía en 1939, año en el que terminaba la Guerra Civil española, en que John Ford legaba una de las más brillantes representaciones técnicas del cine con “La Diligencia” y fecha en que Steinbeck publicaba el gran clásico de la literatura americana: “Las uvas de la ira”. Hoy, 78 años más tarde, está bregando con las faldas del Dhaulagiri (8.167 metros), el que sería su decimotercer ochomil y, lo logre o no, este artículo conservará su sentido. Ha escalado la mayoría de su lista de grandes montañas pasados los 60 años; ha acumulado tantos récords en los gigantes de roca y hielo del Himalaya que ni le importan. Y hay otro detalle: Carlos sólo ha recibido un patrocinio sólido para sus expediciones en los últimos años, gracias primero a BBVA y ahora a Correos, lo que para muchos significaría un plus de presión (y riesgo) en sus ascensiones, con las que trata de convertirse en la persona de mayor edad en finiquitar el proyecto de los 14 Ochomiles, ese que iniciaba Reinhold Messner y que aún hoy se considera una de las grandes muestras del arrojo humano. Sin embargo, Carlos se ha retirado de sus envites más veces que nunca. Tesón, pericia y dos dedos de frente. Decía Don Whillans, ese británico maldito y futurista, que hay dos clases de montañeros: los escaladores inteligentes y los escaladores muertos.
La matemática de los sueños para los alpinistas se mide en metros. Los ocho mil son la cifra que marca el acceso al Olimpo. La primera vez que Carlos hollaba con éxito una de estas cumbres de referencia era en 1990, con el Nanga Parbat, que es junto al Everest, un icono absoluto de este desafío en las abruptas geografías asiáticas. Desde entonces, todo lo que ha hecho es transmitirnos esperanza. La vida no acaba cuando uno se jubila... ¡coño, es un nuevo comienzo! Ni la edad es una barrera para comprometernos con nuestras pasiones. Ni los alpinistas son señores que se juegan la vida por esa célebre conquista de lo inútil. Ni se escala sencillamente porque las montañas estén ahí. Ni la vida es una sucesión de penurias, más bien de emociones intensas que cada uno ataja como puede. Ni las montañas son crueles. Ni Carlos Soria es una héroe. Aunque creo que eso sólo lo dice él.
Está atacando la cima del Dhaulagiri. La altitud, las tormentas, las avalanchas y los imponderables son las defensas de la montaña. El bastión inexpugnable. Pero ya saben que cuando gente como Carlos Soria afronta la incertidumbre, el ser humano se vuelve un poco más fuerte, más apasionado, más enamorado de las posibilidades. Te esperamos en el campo base, Carlos.